¿Condenar a Blair, absolver a Sadam?

No me considero sospechoso de haber simpatizado nunca con los ‘neocons’ estadounidenses ni con George W. Bush, a quien siempre consideré un tarugo reaccionario. Todavía ha sido más pequeña mi afinidad con José María Aznar, al que he dedicado cientos de páginas no precisamente elogiosas. En cuanto a Tony Blair, lo más cerca que he estado de la tercera vía fue en una comida de opinadores con el ideólogo de aquella fórmula, el profesor Anthony Giddens, en un restaurante del Port Vell de Barcelona. No creo que me motivara gran cosa.

Por lo tanto, la publicación hace un par de semanas, en Londres, del informe Chilcot sobre las responsabilidades de Blair -y, por extensión, los otros dos integrantes del Trío de las Azores- en la invasión de Irak de 2003 no me provocó ninguna sorpresa, ni ninguna incomodidad. En todo caso, una tal vez cínica reflexión de historiador: si, de ese conflicto, el informe afirma que «la acción militar no era el último recurso» y que las hostilidades comenzaron «antes de agotar todas las acciones pacíficas», exactamente lo mismo podría decirse de casi todas las guerras que el mundo ha conocido a lo largo de los últimos siglos.

El informe Chilcot, en definitiva, me parece un ejemplo más de la calidad y la solidez de aquella democracia británica ahora injustamente vilipendiada raíz del referéndum del Brexit. De lo que ya discrepo es de algunas lecturas y glosas de aquel informe, hechas por un columnismo que, de tan progre, se pasa de frenada. Desear que Bush, Blair y Aznar sean juzgados un día por crímenes de guerra o contra la humanidad es un anhelo legítimo y comprensible, aunque difícil de ver realizado. Ahora, que para enfatizar la culpabilidad de los tres mandatarios occidentales se presente a Saddam Hussein como un factor de paz y de estabilidad en Oriente Próximo, eso ya resulta aberrante.

Aquella guerra -hemos vuelto a leer en estos últimos días- comenzó con una gran mentira: que el régimen iraquí poseía armas químicas y biológicas. A posteriori supimos que en 2003 no las tenía, es cierto; pero esto no nos puede hacer olvidar que las había tenido, que las había utilizado -los 5.000 civiles kurdos gaseados en la ciudad de Halabja en marzo de 1988 son una trágica e irrefutable prueba-, que más adelante siguió desarrollándolas y que amenazó repetidamente con usarlas. Estos datos también forman parte de la verdad del caso.

Sobre todo, no es aceptable que, para subrayar las desastrosas consecuencias de la invasión angloamericana (miles de muertos y heridos, guerra civil entre chiíes y suníes, aparición del Estado Islámico…), se dé a entender a los lectores de buena fe que hasta entonces, hasta la irrupción en escena de Bush, Blair y Aznar, Irak era una balsa de aceite, un modelo de convivencia intercomunitaria y un elemento de equilibrio regional.

De hecho, la violencia fue el cemento político de la artificial estado iraquí desde que los colonialistas británicos lo inventaron, en 1920-1921. El nuevo poder fue recibido con una primera revuelta que costó 6.500 muertos en cuatro meses. Desde entonces las rebeliones tribales, los choques armados entre el poder central y ciertas comunidades religiosas (nestorianos, yaziditas…) y, sobre todo, la tensión estructural de kurdos y chiíes contra la minoría suní dominante provocaron decenas de miles de muertos durante las décadas de 1920 y 1930. Si a esto le añadimos el carácter sangriento de los golpes de estado de 1941, 1958 y 1963, así como la cronificación de la guerrilla nacionalista en Kurdistán, tendremos una idea general de sobre qué fundamentos se levantó, a partir de 1979, la dictadura de Saddam Hussein.

Sadam, en todo caso, llevó el desprecio por la vida humana hasta el paroxismo. Los que hoy contabilizan con ahínco los muertes atribuibles a Bush y Blair quizás no recuerdan que sólo la guerra librada por Saddam contra Irán en 1980-1988 -tal vez animado por Occidente, pero no obligado por ningún poder foráneo- dejó un millón de cadáveres. O que la operación Anfal contra los kurdos iraquíes causó, en 1988, 180.000 muertos, básicamente civiles. O que la Guerra del Golfo de 1990-1991, a raíz de la invasión iraquí de Kuwait, costó al ejército del dictador quizás 30.000 muertos. O que la represión de los diversos levantamientos chiítas y kurdos entre 1991 y 2003 se saldó con no menos de 100.000 muertes adicionales.

Irak post-Saddam no es Suiza, ciertamente; no lo ha sido ni lo será nunca. Y la guerra de 2003, no autorizada por la ONU, fue jurídicamente ilegal. Y se dijeron mentiras. Y se cometieron errores garrafales en la gestión del día siguiente. Y hay motivos para sostener que el Trío de las Azores debería rendir cuentas ante un tribunal internacional. Y Aznar nos cae peor que fatal. Dicho todo esto, recordar qué hizo Saddam Hussein no es buscar ninguna coartada ni agitar ningún espantajo; es, sencillamente, llenar los dos platillos de la balanza

ARA