Turquía: una sospecha razonable (1)

La mayoría de incendios provocados para cobrar el seguro suelen tener una característica común: el propietario no se hace daño, y sale ganando más que si no hubiera habido ningún fuego. Qué maravillosa suerte. El presidente de la República de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, también ha tenido mucha suerte con los hechos que se han producido en las últimas semanas. Resulta que las cosas no iban del todo bien y de repente, ¡ale, hop!, un providencial golpe de Estado que tiene las siguientes envidiables consecuencias: a) refuerza el liderazgo de Erdogan y sitúa su popularidad interna a niveles nunca vistos; b) el golpe de Estado es condenado unánimemente por la comunidad internacional en nombre de la democracia, y reubica a Turquía en una posición central del tablero político mundial; c) la oposición más encendida al Gobierno turco, desde militares de alta graduación hasta funcionarios insignificantes, queda neutralizada con severidad (con tanta severidad, que parece más bien imposible que vuelva a levantar la cabeza en años).

Si un golpe de Estado es eso, yo quiero uno: ¡todo son ventajas! Es justamente este hecho el que invita a albergar una duda razonable sobre lo que ha pasado o ha dejado de pasar realmente. No soy nada aficionado a las teorías conspiratorias, pero en este caso uno tiene derecho a esgrimir la hipótesis de que este supuesto golpe de Estado ha sido, al menos parcialmente, teledirigido desde instancias que no son las que cabría esperar. Repito que se trata de una hipótesis, y resalto también el adverbio «parcialmente».

Lo que quisiéramos explicar en este artículo y el siguiente, en todo caso, es que el dilema colectivo de Turquía y las peripecias personales de Erdogan hunden sus raíces en hechos que van mucho más allá de este golpe de Estado con aires de prestidigitación. El problema de Turquía radica en su identidad: un país musulmán -que no árabe- con vocación europea. El reto, obviamente, es complicado, tanto para los turcos como para los europeos. Fieles o retocados, los retratos de Turquía ejercen desde hace muchos siglos un insólito papel en el seno de la cultura occidental. Los hay de todo tipo: literarios, pictóricos o incluso musicales (entre los siglos XVII y XVIII, por ejemplo, François Couperin o Marin Marais compusieron curiosas recreaciones sonoras de aquel mundo desconocido). De alguna manera, la Europa cristiana y el antiguo Imperio otomano nunca dejaron de observarse, aunque fuera desde la suspicacia o, más generalmente, desde la confrontación abierta.

Hay muchas maneras de mirar, y una de ellas consiste concretamente en hacer puntería. El margen temporal de esta fricción es muy grande; esto termina teniendo un efecto inexorable en el imaginario colectivo. Existe una anécdota que lo resume bastante bien, todo esto. El ‘croissant’ -en francés, el término hace referencia probablemente a la media luna creciente, símbolo del islam- nace en la época de Viena casi sitiada. Puro canibalismo ritual. Vale la pena mencionar la ciudad de Viena, por cierto, sólo para recordar el alcance geográfico de la penetración otomana hacia el Oeste, y el efecto psicológico que debía producir en los atemorizados inventores del ‘croissant’. Adheridas incluso a las palabras, estas cosas son difíciles de borrar.

Ahora y hace tres siglos Turquía sigue siendo percibida por Europa como una amenaza. Han variado las razones de la desconfianza, pero no su intensidad. Antes se apelaba a la cuestión militar y a la diferencia religiosa, y ahora a la demografía, al respeto a los derechos humanos o la economía; el resultado es el mismo. La plena integración de Turquía en la Unión Europea, de momento quimérica, está condicionada por completo por el recuerdo histórico de un Imperio otomano que innegablemente ha sido el principal (¡y único!) enemigo real de la Europa cristiana a lo largo de muchos siglos.

En la Europa balcánica, la cultura turca es mucho más que un recuerdo: es una verdadera presencia en forma de minaretes, hábitos alimenticios, etc. Hacia el Este, las diversas variantes del turco llegan hasta China, distribuidas por varios países de Asia central. Recep Tayyip Erdogan es perfectamente consciente de su fuerza, y precisamente por eso le ha ido todo tan bien. Pero tiene una enorme piedra en el zapato: el legado laicista de Atatürk. En la segunda entrega de este artículo hablaremos de ello.

 

Turquía: una sospecha razonable (y 2)

FERRAN SAÉZ

El sospechosísimo golpe de Estado acaecido en Turquía hace unas semanas culminó con la detención de miles de personas vinculadas a la oposición frontal al presidente Erdogan. Pero hay algo que este líder político ambiguo y autoritario no puede detener ni neutralizar: el legado modernizador de Atatürk. Desde que fundó la República Turca en 1922, Mustafa Kemal Atatürk (1881-1938) ha sido algo más que un estadista reverenciado. Ha actuado también una especie de aviso sobre la irrenunciable vocación de modernidad y europeidad de Turquía. Este país se había erigido como el aliado más incondicional y fiel de Occidente, a pesar del enorme riesgo que ello le suponía en relación con sus vecinos, ya fueran la antigua URSS de la guerra fría o el Irak de Sadam Hussein. En su deseo de acercarse a Europa, Atatürk protagonizó -y consumó- una revolución cultural con pocos precedentes históricos, que Erdogan ahora quiere desmantelar discretamente.

El paso del alfabeto árabe al latín fue quizás el cambio más llamativo; pero el aspecto de la defensa decidida de los ideales de modernidad y laicidad (en un sentido occidental) resulta anecdótico. Como los iraníes, los turcos son mayoritariamente musulmanes, pero no árabes. De hecho, fue el Imperio Otomano quien subyugó durante siglos el mundo árabe (cabe decir que con métodos más expeditivos que los que se aplicaban en los Balcanes o en Grecia). La revuelta árabe contra los turcos, magistralmente explicada por T.E. Lawrence -el célebre Lawrence de Aràbia- en ‘The Seven Pillars of Wisdom’, permite entender muchas cosas, en este sentido.

Los turcos no son árabes, pero tampoco son europeos, obviamente. Europa tiene un dilema en relación con Turquía. Este país, en cambio, lo resolvió en 1922: apostó firme, claramente, por Europa. Ahora, con Erdogan, duda. ¿Cómo puede terminar, este desacuerdo? En caso de que Turquía no ingrese en la Unión Europea, ¿querrá ser un país con una situación geopolítica compleja y ambigua que, aún así, persiste en su firme alianza con Occidente? Es muy probable que no: el papel es demasiado incómodo -y potencialmente peligroso- y, además, no lleva a ninguna parte.

Si Turquía recibe una respuesta negativa podría rehacer los vínculos con los pueblos turcomanos, que, casi sin interrupción territorial, van de las costas del mar Egeo hasta China, y reúnen muchos millones de personas. Esto ya lo previó Samuel Huntington en 1993, en el conocido artículo ‘¿Clash of Civilizations?’, publicado en la revista Foreign Affairs. Los líderes turcos de finales del siglo XX -afirmaba Huntington- han seguido la tradición de Atatürk y han definido Turquía como un Estado nacional occidental, secular y moderno. Aliaron Turquía con Occidente en la OTAN y la Guerra del Golfo; solicitaron ser miembros de la Comunidad Europea. Al mismo tiempo, ciertos elementos de la sociedad turca han apoyado el renacimiento islámico y han argumentado que Turquía es fundamentalmente una sociedad musulmana de Oriente Medio.

Además, aunque la élite turca ha definido el país como una sociedad occidental, la élite de Occidente se niega a aceptar a Turquía como tal. Turquía no se convertirá en un miembro de la Comunidad Europea, y la razón real, como ya dijo el predecesor de Erdogan, el presidente Turgut Özal, «es que nosotros somos musulmanes y ellos son cristianos, y eso no lo dicen». Habiendo rechazado la Meca en 1922, en tanto que República laica, y habiendo sido rechazados por Bruselas después, ¿hacia donde puede mirar Turquía? Asia central podría ser la respuesta. El fin de la Unión Soviética dio a Turquía la oportunidad de convertirse en el líder de una reavivada civilización turca que incluiría siete países, desde la frontera de Grecia hasta la de China. Alentada por Occidente, Turquía está haciendo inmensos esfuerzos para construir esta nueva identidad.

El Imperio Otomano ya no existe, pero los países vinculados culturalmente con Turquía sí. Turgut Özal trató de jugar en su momento la carta de los pueblos turcomanos. No funcionó. Erdogan se ha dado cuenta de que la carta de la religión, a pesar de ser un avispero, genera, en cambio, consensos internos y complicidades externas con otros países musulmanes. El reciente golpe de Estado fallido en Turquía ha permitido visualizar, aunque sea borrosamente, todas estas contradicciones, que no son nuevas.

EL TEMPS