Cataluña: de problema a tabú

El catalanismo político, el nacionalismo catalán, o como quieran llamarlo, ha sido un problema para España desde hace 130 años, por poner una cifra redonda. Incluso en los momentos en que este movimiento quiso conducir, constructiva y lealmente, la locomotora de España, fue percibido como una molesta piedra en el zapato, un estorbo, un hecho perturbador. El catalanismo proponía una modernización de España, sí, pero a la vez planteaba la normalización de una identidad incompatible con ese país imaginario que se percibía a sí mismo hablando una sola lengua, profesando una misma religión, etc. Esta visión monocromática de España era -y es- refractaria, incluso, a las reivindicaciones más tibias y posibilistas del nacionalismo catalán. En consecuencia, Cataluña constituía un problema sin solución. De eso se ha llamado encaje, pero la metáfora se queda corta. El famoso problema catalán era la historia de una anomalía: una realidad nacional evidente, incluso llamativa, en el seno de un Estado que la negaba. Todo esto que les cuento ya lo saben, evidentemente, pero conviene que lo reitere para poder argumentar lo que viene a continuación.

Cataluña ha dejado de ser percibida como un problema. Ahora mismo es un tabú. Se puede hablar con la sordina de los eufemismos, con retorcidos sobreentendidos, con silencios expresivos, pero no deja de ser un tabú. Esta es la conclusión a la que llegué hace unos días escuchando los diferentes discursos de la segunda tentativa de investidura de Mariano Rajoy. Ni el PP ni el PSOE, ni Podemos, ni C ‘s osaron verbalizar una constatación elemental: que la parálisis institucional de España es una consecuencia directa del proceso soberanista que se vive en Cataluña desde 2012. En resumen: si existiera un consenso sobre qué hacer o dejar de hacer con Cataluña, Pedro Sánchez sería presidente del Gobierno hace muchos meses, con los votos de Podemos y otros partidos. Este acuerdo es imposible no por razones ideológicas, sino por la propuesta territorial de Podemos, que pasaba -al menos en ese momento- por la celebración de un referéndum en Cataluña. Esto es lo que bloquea completamente la situación, y la continuará bloqueando hasta que no se encuentre algo parecido a una solución consensuada. Sin embargo, de todo ello ahora ya no se puede hablar, es un tabú.

Hace unos días, comentando este hecho a un diputado catalán en el Congreso, me respondió que en Madrid todo el mundo «era consciente de eso»; decirlo en voz alta, sin embargo, implicaba reconocer dos cosas: a) que había un problema real; b) que tenía una solución política. Lo más increíble del caso, pero, lo más inverosímil, es que muchos de los que han transformado el problema en un tabú juegan abiertamente con la hipótesis de que, en las circunstancias actuales, en Cataluña ganarían los partidarios de la permanencia en España, y con un margen claro. ¿Tiene algún sentido, todo esto? Un sentido quizás no, pero una explicación sí. A fuerza de elaborar discursos altisonantes y trasnochados, rozando a menudo el ridículo, como las operísticas admoniciones de Margallo sobre el desgarro de la nación y cosas por el estilo, los líderes políticos españoles han acabado prisioneros de su propia retórica. Ahora no pueden echarse atrás. Para la mayoría no se trataría de una negociación, sino de una capitulación humillante. Es una vieja y estéril tradición, que llegó a su punto álgido en 1898. La otra opción son las actitudes dimisionarias e irresponsables, como la vergonzosa huida del Sahara Occidental en 1975 y las consecuencias que tuvo en su población, que era española a todos los efectos, con DNI incluido. Con precedentes así, mal asunto …

Mientras Cataluña sea un tabú en el Congreso, mientras se quiera fingir que el proceso soberanista es una especie de fiebre pasajera, la política española no se moverá. Como mucho, se moverá un poco, pero sin ninguna posibilidad de plantear un proyecto de futuro ambicioso. El hecho de que mande Rajoy, Sánchez o el sursum corda no resolverá nada, porque la cuestión de fondo seguirá exactamente donde estaba. Irá cambiando de forma, aumentará de intensidad o se ablandarà, pero en ningún caso desaparecerá. La clase política española comparte esta fantasía desde hace 130 años, pero es sólo eso: una fantasía.

EL TEMPS