El origen histórico de la nación gallega

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Hoy, domingo 25, los gallegos están llamados a las urnas para elegir su Parlamento. También, como en el caso de los vascos o de los catalanes, los gallegos tienen una larga experiencia en el autogobierno que va más allá de 1936. La obligada referencia que marca la Constitución española para diferenciar las comunidades –eufemísticamente– llamadas históricas de las restantes. Una historia política que remonta en torno al año 1000, cuando el mapa peninsular era el escenario donde se dirimía el conflicto eterno del choque de civilizaciones. Islamismo versus cristianismo. Oriente versus Occidente. Y era también, de resultas de todo eso, un mosaico de estados independientes, de culturas diferenciadas y de orígenes diversos.

Este detalle es muy importante para entender la génesis de Galicia. Y que se puede explicar con la cita filosófica de fábrica cartesiana: «Yo soy yo y mis circunstancias». Galicia es ella con todas sus circunstancias. Las que impulsan la construcción de un edificio social y político –una sociedad y un poder– con unas particularidades muy definidas. Y singulares. El origen histórico de Galicia no tiene ningún elemento en común con el de Euskadi, ni con del Catalunya. Ni siquiera –que tiemble Santiago Apóstol– es el tuétano de la nación española, aquella que algunos pretenden la más antigua del planeta. No es la cuna de España ni el de Portugal. Galicia es Galicia.

El origen remoto

Hacia el año 900 el cuadrante noroccidental peninsular era un avispero de conflictos. Aquellas sociedades se organizaban a la manera tribal. Grandes grupos familiares formados por centenares o, incluso, miles de personas. Cada clan se gobernaba de forma autónoma. La tradición ancestral –de raíz céltica– que había emergido con fuerza al derrumbe del imperio romano. 500 años antes. En aquellos siglos medievales los clanes en conflicto se disputaban el poder. Y la historiografía española lo ha querido presentar –románticamente– como un conflicto hereditario entre príncipes que se disputaban el testamento del rey. Sobre el hecho real que el rey de Asturias había dividido sus dominios entre sus tres hijos.

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Lo cierto, sin embargo, es que en el año 910 (hace 1.106 años) cuando el monarca asturiano fragmentó su patrimonio, no estaba creando nada nuevo. Curiosamente, las líneas divisorias identificaban tres realidades previamente existentes: Asturias –propiamente–, León y Galicia. El retrato de tres naciones ancestrales, con sus respectivas identidades, que se habían disputado –a sangre y fuego– la supremacía del territorio. La posesión de la corona del cuadrante noroccidental peninsular. Una forma inteligente de comprar la paz. Cada uno en su casa y «Dios nuestro señor en la de todos». Un detalle importante que revela –y confirma– que Galicia ya tenía una tradición política propia. Una historia nacional que se remonta a tiempos, todavía, más remotos.

El tapón portugués

El año 1139 (habían pasado más de doscientos años) se independizó Portugal. Que en aquellos días era un pequeño territorio en torno a Oporto. Más en el sur –Lisboa, por ejemplo– era dominio de la media luna. Y este hecho marcó decisivamente la historia de Galicia. Otra vez las circunstancias de Galicia. Porque Portugal, que, inicialmente, era una extensión de Galicia –el trampolín gallego–, se convirtió, paradójicamente, en un tapón. En un obstáculo insalvable para las aspiraciones expansivas gallegas. De forma inesperada Galicia veía prematuramente completada su proyección reconquistadora. Y Santiago Apóstol debió crujir dentro de la tumba.

Este detalle es muy importante, el del tapón. Porque en aquellos años, las clases poderosas –la nobleza militar y la curia clerical– tenían en la guerra su principal fuente de ingresos. El extraño sentido de la productividad de las clases pasivas. En Galicia y en toda Europa. La ausencia de guerra –del suelo a conquistar y de musulmanes a extorsionar– fue girando, progresivamente, las oligarquías gallegas hacia la Castilla rampante que tenía toda la Meseta para quemar. En aquellos días, Galicia se había reintegrado a la corona leonesa como entidad autónoma. Y la gravitación hacia Castilla –hacia el estado castellano-leonés– fue rápida y fácil. La españolización del mito Santiago «matamoros».

La revolución Irmandiña

Colón todavía no había puesto los pies en América. Pero Galicia –a la fuerza– tuvo que girar la vista hacia el mar. Hacia la inmensidad del Atlántico. Las circunstancias de Galicia, otra vez. Y surgieron las villas marineras. Vigo, Coruña, Ferrol o Ribadeo se llenaron de obradores y de tiendas, y progresaron lideradas por una nueva clase mercantil que comerciaba con los puertos de Francia, de los Países Bajos y de Inglaterra. Una nueva élite de origen plebeyo contrapuesta –y enfrentada– a una oligarquía tradicional –las clases pasivas– que conservaba el poder en las ciudades históricas: Tuy, Santiago, Lugo o Mondoñedo.

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El choque era inevitable. El año 1467 las clases populares y las mercantiles se sublevaron. El conflicto tenía todos los cantos posibles. Los Irmandiños pusieron las reivindicaciones de la Justicia –en mayúsculas– y de la redistribución del poder. Y pusieron también a los hijos de la tierra. Su ejército, formado por más de 80.000 efectivos, procedía de las capas más humildes de la sociedad. Y las oligarquías tradicionales –la nobleza militar y la curia clerical– pusieron a todos los mercenarios profesionales de Castilla y de Portugal. Una selecta extracción de lo peor de cada casa. Remunerados con el expolio al campesinado del país. La guerra fue una tragedia de consecuencias gigantescas. Galicia se tiñó de sangre y de muerte.

La emigración

La revuelta fue inicialmente favorable a los Irmandiños. Pero las oligarquías castellanas, asustadas por el temor al contagio de la revuelta, alteraron el resultado del conflicto. El ejército castellano –con el rey al frente– acabó aplastando la revolución. Y llevando a la horca a sus líderes. Galicia quedó trágicamente decapitada y arruinada. En todos los sentidos. Y en todos los partidos. En aquellos días se reveló la singularidad gallega. Las circunstancias gallegas, una vez más. Y una nueva élite, los fidalgos –un potente corpus de propietarios rurales que había sobrevivido al conflicto–, se convirtió en la clase dirigente del país. Cambiar por no cambiar nada. La apatía y el remanso –los padres del caciquismo– pasaron a dominar el paisaje.

A pesar de los efectos de la guerra, Galicia seguía siendo una potencia demográfica. Era la reserva poblacional de la corona de Castilla. El país más densamente poblado de la península. Una condición que ostentaría hasta el amanecer del siglo XX. En aquellas circunstancias –otra vez las circunstancias gallegas– el país se convirtió en una fábrica de emigrantes. A finales de la centuria de 1400 y a principios de la de 1500 Castilla completó la reconquista peninsular. Y Andalucía –sobre todo el antiguo reino nazarí de Granada– se llenó de gallegos. Granada, Málaga y Cádiz se convirtieron en la Galicia del sur. Después vendrían Argentina y Brasil. Y más recientemente, Catalunya y Suiza.

El tapón portugués, la derrota Irmandiña y la emigración histórica –las circunstancias gallegas– condicionaron el futuro de Galicia. Derrotada y condenada a una posición secundaria dentro del edificio castellano, primero, y español, después, el reino de Galicia acabó liquidado en 1833. Sin resistencia. Pero Galicia es algo más que todo eso, que el mito que han alimentado las oligarquías madrileñas. Galicia no es la morriña o la pregunta por respuesta. No es Franco, Fraga o Rajoy. No es el queso de tetilla o el vino de Albariño. Galicia es reflexión y creación. Es una fuente inagotable de capital intelectual. Es Benito Feijoo, Rosalía de Castro, Alfonso Castelao, Álvaro Cunqueiro, Luis Seoane o Suso de Toro. Entre otros. Galicia es ella y sus circunstancias.

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