Viajando el nacionalismo se entiende

Todas las naciones viven el reto de mantener el sentimiento de pertenencia que nos convierte en ciudadanos

Se dice que fue Camilo José Cela a quien se le ocurrió -o hizo popular- aquello tan estúpido de «el nacionalismo se cura viajando». Debía ser un recalcitrante nacionalista español como él quien lo pensara y lo dijera. Recuerda a estos monolingües que, como les dijo Gabriel Rufián en la cara y en sede parlamentaria, quieren obligar a los bilingües a ser trilingües por decreto. O este presidente vasco que, viendo peligrar su concierto económico -conseguido en un clima de violencia-, recomienda a los catalanes que seamos pacíficos y obedientes. Ningún jorobado se ve la joroba, que dice el padre.

No: el nacionalismo no se cura viajando, a menos que hablemos del turista adocenado. Si sólo observas el mundo de fuera sin bajar del bus turístico, sin toparte con él -y sin renunciar a tu propia mirada nacional-, si eres un cosmopolita de sala de espera de aeropuerto y de hotel internacional de desayunos continentales ciertamente tu nacionalismo te pasará desapercibido toda la vida. Tu y el de los demás. Pero lo cierto es todo lo contrario: es cuando te topas con el mundo con una cierta intensidad cuando descubres los perfiles de tu nacionalismo y, claro, el de los demás. Es viajando como el nacionalismo se entiende.

Preciso. Aquí, por nacionalismo, no hago referencia a ideologías etnicistas o identitarias o proyectos concretos de emancipación política. Hablo, sencillamente, de la pertenencia a la nación, tanto si se es consciente o no. Es decir, hablo de todo lo que establece vínculos de pertenencia, tanto si son vividos como vínculo a una comunidad cálida como a una sociedad política fría. Porque hay vínculos cálidos e instrumentales. Generosos e interesados. Los hay que son resultado de una elección y los hay que se viven con resignación porque no sabríamos cómo deshacernos de ellos o, simplemente, porque nunca hemos tenido la oportunidad, la inteligencia o el coraje de imaginarlos diferentes. Hay vínculos, también, apasionantes, ardientes, y los hay vividos con irritación que, paradójicamente, cuanto más profundo es el sentimiento de autoodio más se estrechan. Y hay vínculos felices, serenos, impasibles, incómodos, indignados o irascibles.

Ahora bien, lo más habitual es que todo este tipo de vínculos se mezclen en cada uno de nosotros en proporciones diversas según cómo te haya ido la vida y, sobre todo, según como te imaginas que te habría que haber ido y, además cómo esperas que te vaya en el futuro. Y si tuviera que apostar por cuáles son los más fuertes y estables, los más deseables, lo haría por los menos llamativos pero constantes y los vividos sin vehemencia pero asumidos con responsabilidad, coraje y libertad.

Actualmente, todas las naciones viven el reto de mantener el sentimiento de pertenencia que nos convierte en ciudadanos. Todo el mundo tiene problemas nacionales. En esto también ayuda viajar y leer periódicos de fuera. Los problemas de la calidad y la legitimidad democrática no son locales, y todos se parecen. Todas las democracias avanzadas debaten sobre cómo hacer que la condición de ciudadano sea vista como una ventaja, fruto de unos derechos conquistados a cambio de la asunción de una serie de deberes. La fortaleza depende de la ausencia de corrupción de los líderes o de una administración pública eficiente, ambas muy ligadas y tan lejos de donde estamos aquí ahora mismo. Tiene que ver, también, el papel de los medios de comunicación, siempre tentados de exasperar los vínculos blandos, y el de los agentes económicos, a algunos de los cuales ya les van bien los individuos desarraigados. El nacionalismo -que allí donde no hay que reivindicarlo llaman patriotismo- no es una enfermedad sino un remedio. Y viajar ayuda a saberlo administrar sin sobredosis.

ARA