Una piedra en el zapato suizo

En Suiza, el país de la negociación, la conciliación y el compromiso fácil, el debate europeo desentona. En Bruselas, las relaciones de poder son demasiado brutales, las soluciones, demasiado definitivas para no chocar con la cultura política helvética. Muchos están persuadidos de que Europa no es soluble en nuestra democracia forjada en el fuego de los derechos populares. Y la crisis actual sobre la libre circulación de personas, en la que la voluntad expresada en las urnas por la mayoría de los ciudadanos choca con las reglas no negociables de la UE, es la última ilustración de ello.

Pero esta constatación no es de ayer. A comienzos de los años noventa, si el pueblo y los cantones suizos se negaron a incorporarse al Espacio Económico Europeo (EEE) fue en gran medida para escapar a una forma de gobernanza que les es profundamente ajena. Pero decir no a un proyecto nunca puede ser el fin de la historia. La cohabitación con una Unión Europea en plena expansión y el acceso a su libre mercado han tardado una década en organizarse a través de una serie de acuerdos bilaterales negociados con mucho esfuerzo. Unos acuerdos que, cada vez, fueron ratificados por la ciudadanía tras un difícil debate popular. La vía bilateral es buena para nuestra economía y, por tanto, para nosotros: esta fórmula se ha convertido en el mantra de la mayoría de los partidos, salvo la Unión Democrática del Centro (UDC) de Christoph Blocher. Y, mientras una parte de la población tenía que afrontar la competencia de la nueva mano de obra extranjera, la persistencia de un discurso oficial ultrapositivo sobre Europa tuvo mucho que ver con la ascensión de una poderosa fuerza nacionalista conservadora. La cuestión europea se ha impuesto en la agenda suiza como un problema. Una piedra en nuestro zapato.

En este contexto de tensiones crecientes con una parte de la población, la ruptura estaba por así decir programada. Se produjo hace dos años y medio, con motivo de una iniciativa popular (referéndum) de la UDC a favor de recuperar el control de la política migratoria. Pese a una tensa campaña, las consecuencias exactas del nuevo artículo constitucional 121.a no se conocieron con claridad hasta después del 9 de febrero de 2014, día de la votación. La UE hizo saber que una línea roja había sido cruzada. Bruselas no iba a aceptar las cuotas para los trabajadores extranjeros. Y para que el mensaje quedase claro, la participación de los científicos suizos en los programas de investigación europeos quedó congelada. La crisis política fue enorme, a la altura del shock emocional creado por la violencia de la respuesta europea. El Gobierno hizo esfuerzos considerables para remediar la situación. Se encontró una solución de compromiso en el programa Horizonte 2020. En cambio, no se consiguió ninguna concesión para suavizar el principio de libre circulación de personas. Ante este estancamiento, el Parlamento acaba de ceder. La ley que va a regir la inmigración es un tigre de papel, sin garras ni colmillos. Ninguna medida de control de la mano de obra podrá entrar en vigor sin el acuerdo de los europeos. Sobra decir que los objetivos fijados en referéndum no serán cumplidos. Era eso o asumir una ruptura con la UE que provocaría la pérdida del pleno acceso al mercado europeo, una perspectiva juzgada demasiado peligrosa. Este difícil ejercicio de realpolitik se ha llevado a cabo a despecho de la voluntad popular.

Veinticinco años después del rechazo al EEE, las predicciones de los euroescépticos se han visto rotundamente confirmadas: Europa se construye desde arriba, de forma voluntarista, a golpe de grandes principios. Es incompatible con nuestros derechos populares. Y la tentación de la ruptura es tanto más fuerte cuanto que el Brexit suena como una confirmación del sentimiento de gran parte de la población. Y mientras Berna agacha la cabeza, la revuelta llega desde los cantones, y en particular del Tesino, región fronteriza con Italia donde el rechazo hacia Bruselas es particularmente vivo y cuya población acaba de incorporar a su Constitución el principio de preferencia nacional, para disgusto del vecino italiano y de la UE. Y sin duda esta no es sino una primera escaramuza.

Aunque Berna sigue intentando restablecer la pax europeana, el país se adentra en una lenta guerra de guerrillas institucional con la UE. Y la perspectiva de un acuerdo marco capaz de fijar las reglas del juego parece una fantasía de diplomáticos. Unos diplomáticos que están lejos de quedarse en paro técnico.

Judith Mayencourt es jefa de información nacional en Tribune de Genève y 24 Heures

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

© Lena (Leading European Newspaper Alliance) / El País