La fiesta de España (1987)

1. ESPAÑA QUIERE UNA FIESTA
La transición política llevó a más de uno, y más de dos, trasiegos festivos. Desde la desaparición de la conmemoración del Alzamiento Nacional, el 18 de julio, que coincidía con una de las pagas extra del año, hasta la reducción de fiestas religiosas que se llevó definitivamente a los tres jueves del año «que relucen más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión», los disgustos familiares y los altibajos en la continuidad de las tradiciones no tuvieron descanso. Ahora le tocaba desaparecer a San José, otro año a la Purísima, y ​​todavía sucesivamente han ido sufriendo la incertidumbre de una posible liquidación festiva San Esteban, Todos los Santos, el día de Reyes… Y todavía andamos bailándola.
Cuando en 1980 le tocó al Corpus, fueron muchas las voces que se quejaron, tanto desde la misma Iglesia, como sobre todo desde posiciones laicas provenientes del mundo de la cultura, y que incluso llegaron a establecer un interesante diálogo con interlocutores abiertamente confesionales. El debate se estableció, en parte al menos, entre la defensa laica de una tradición religiosa, y la retirada de la legitimidad religiosa de aquella tradición. Se podrían recordar los artículos en el Avui de José M Espinàs, ‘El Corpus’ (9 de mayo), en el que se declaraba «un infiel drogado de retama»; el de Antoni Comas, catedrático de literatura, ‘¿Qué haremos de la retama?’ (Avui, 29 de mayo de 1980), donde consideraba que ni la misma Iglesia tenía potestad para suprimir una fiesta de estas características; y el de Vicent Nolla (1 de julio), que se sumaba a las tesis de Antoni Comas. El artículo de Josep Maria Espinàs, por ejemplo, fue respondido por el padre Salvador Cabré, de Santa Coloma, en una carta en el Avui del día 22 de mayo de aquel 1980. La carta del padre Cabré, que recriminaba a Espinàs que en su artículo hubiera reprochado al obispado por aceptar la supresión festiva del Corpus ( «demasiado se ha tenido que contar hasta ahora con la aquiescencia ‘de la jerarquía eclesiástica»), es interesante desde varios puntos de vista. El primero, porque es un buen exponente de esta polémica donde mientras desde posiciones laicas se pedía respeto por las tradiciones religiosas, desde los sectores «progresistas» de la Iglesia se celebraba la progresiva laicización de la vida social. Mosén Cabré escribía: «preferiría que, entre todos, nos ayudáramos a poner las cosas en su lugar y aceptar la plena y exclusiva competencia del gobierno en la determinación de las fiestas, de acuerdo con los criterios que democráticamente se establezcan en cada sitio y en cada tiempo». Pero, y desde una aItra perspectiva, la carta era interesante como modelo de una cierta concepción de la fe muy propia de lo que, con Joan Estruch, habíamos llamado «la Iglesia kamikaze»: como era habitual en este tipo de argumentación, se hacía una defensa de la experiencia religiosa vivida en un purismo desencarnado, cuyas consecuencias dramáticas han sido las esperables: la aceleración del proceso de descristianización. Cabré decía: «como cristianos, el sentido de la fiesta de Corpus lo podemos vivir cualquier día del año y en el momento que sea, sin que nuestra fe en la eucaristía se resienta lo más mínimo». Y este supuesto, estaba absolutamente equivocado.
Dos años más tarde, en 1982, habría una rebrote de la polémica sobre el Corpus en la que participaron Frederic Roda (a favor de recuperar Corpus), Francesc Vallverdú (en contra), Josep Dalmau (a medio camino), o J . Rovira Tenas (defendiendo la posición «oficial» de retirada de la Iglesia). Pero todavía en 1980 había sido Néstor Luján quien, habiendo protestado de la eliminación del Corpus, ahora se quejaba de la supresión de la Purísima en La Vanguardia, ‘Contra nuestra historia y Creencias’ (7 de diciembre), en lo que era «un supremo reproche para los que, por triste destino, nada aprenden y todo lo olvidan». Y sobre esta supresión y quienes habían acusado al gobierno catalán de irreverente, Josep Faulí publicó en el Avui un artículo, ‘¡Incluso para las fiestas nos peleamos!’, el día 10 de diciembre. Faulí defendía la posición del gobierno, que había mantenido la fiesta de la Virgen de Agosto, «históricamente (…) la fiesta mariana más celebrada de Cataluña». Estas fueron, probablemente, de las primeras polémicas con un alcance nada despreciable, tanto por los polemizadores que intervinieron, como por el interés de los argumentos utilizados, a propósito del calendario festivo después del franquismo.
Fue en este contexto, cuando la Generalitat ya tuvo las competencias para establecer el calendario festivo, cuando osó declarar laboral el 12 de octubre. Esto era aquel año de 1980. Pero en 1981, la sala segunda de la Audiencia de Barcelona, ​​atendiendo a una demanda presentada por la Federación de Sociedades Regionales y Provinciales de Barcelona en la que se quejaba de la supresión del ‘Día de la Hispanidad, día del Pilar y de la Raza’, resolvió contra la Presidencia de la Generalitat y a favor de suspender el calendario de fiestas laborales que había establecido.
La información que daba el Avui del día 6 de octubre de aquel 1981, precisaba que, en esa fecha, todavía no se sabía cómo acabaría el contencioso, dado que la Generalitat había recurrido la resolución de la Audiencia. De hecho, el Estatuto de los Trabajadores preveía sólo las fiestas de Navidad, Año Nuevo y 1 de mayo, como fiesta del trabajo, y permitía que el resto, hasta un total de doce -aparte de dos fiestas más de carácter local- fueran a cargo de las comunidades autónomas.
El recurso presentado por el abogado Gregorio López Montoro en representación de las casas regionales, se fundamentaba en la existencia de un antiguo decreto del Ministerio del Trabajo declarando festivo el 12 de octubre, y que era de rango superior al correspondiente de la consejería de Trabajo de la Generalitat. Además, se consideraba, en la reclamación, que la suspensión de la fiesta del Pilar «causaría perjuicios morales irreparables».
El delegado del gobierno, el señor Rovira Tarazona, opinaba que la Hispanidad debía ser fiesta «en toda España, Cataluña incluida», tal como publicaba el Avui del día 6 de octubre. En cambio, el consejero de Trabajo, Joan Rigol, sostenía lo contrario. La Generalitat recordaba que en Cataluña, el 12 de octubre había dejado de ser festivo a partir de su primer calendario laboral, establecido el 17 de marzo de 1980. Aquel 12 de octubre de 1981 se produjo lo que ha sido bastante corriente en años posteriores: se generalizó el desconcierto, y en la práctica hubo de todo: gente trabajando, y gente haciendo fiesta. El año siguiente, en el decreto 17/1982 del 28 de enero de 1982, se modificaba el calendario de fiestas fijas establecido el 3 de octubre de 1980, y se incorporaba de nuevo el 12 de octubre, como Fiesta de la Hispanidad. Queda bien claro que la calificación de «fiestas fijas» quedaba en entredicho. En la Orden de 27 de septiembre de 1984 que establecía un nuevo calendario -ahora suprimiendo el día de Reyes y la Inmaculada-, ya se hablaba sólo de «fiestas de carácter retribuido y no recuperable para el año 1985».
Exactamente seis años más tarde de aquel 6 de octubre en el que la Audiencia Provincial de Barcelona atentaba contra el calendario establecido por la Generalitat, en la sesión plenaria número 45 del Senado español, presidido por el señor José Federico de Carvajal Pérez, es decir, el 6 de octubre de 1987, se votaba favorablemente el proyecto de Ley que establecía el Día de la Fiesta nacional de España el doce de octubre. El ministro para las relaciones con las Cortes y de la Secretaría del Gobierno, Virgilio Zapatero, presentó el proyecto. Los argumentos, resumidos, y que eran los mismos que había empleado en el debate en el Parlamento, fueron los siguientes. Primero, con la fiesta, se trataba de «desarrollar la conciencia cívica y patriótica de unos ciudadanos que ven en el Estado (…) la institucionalización política de sus deseos y aspiraciones en relación a los asuntos públicos de su comunidad.». En segundo lugar, se respondía a la necesidad de «dar reconocimiento a una de las más viejas realidades estatales del mundo: la española, surgida en los inicios mismos de un renacimiento europeo que ya no podía coexistir con los viejos esquemas políticos de la poliarquía medieval.». Y añadía que a pesar de la controversia sobre la tradición histórica, «coincidirán conmigo en que esas lógicas y saludables controversias no pueden obligar a una nación a renunciar al orgullo de su largo pasado y a la plasmación de ese sentimiento en la celebración de su fiesta nacional». En tercer lugar, con la fiesta se quería subrayar «la necesidad de que toda realidad estatal en condiciones de seguir prestando su eficaz concurso a la vida política nacional e internacional, tiene que ser capaz de integrar tradiciones diversas e interpretaciones enfrentadas dentro de un sentimiento común de lealtad al Estado y a la nación». Y, en último termino, «queremos subrayar la conveniencia de reforzar simbólicamente nuestra incuestionable presencia dentro de la Comunidad iberoamericana, eligiendo la fecha del 12 de octubre como fiesta nacional…». El ministro despachaba las críticas que había motivado la iniciativa parlamentaria con esta frase: «Un pueblo maduro como el nuestro, con el peso que hoy disfruta en la vida económica, política y cultural en el mundo, no puede verse distraído por actitudes oscilantes entre la retórica de un hipernacionalismo conservador y el discurso, por otra parte acrítico y retórico, de actitudes que se consideran progresistas «.
A continuación se sucedieron las intervenciones del turno a favor de la propuesta. Y comenzó el senador socialista Prat Garcia. La defensa del senador socialista a la propuesta del gobierno, aunque el ministro había basado la descalificación de las posiciones adversas en su carácter retórico, fue la más retórica de todas. Tendría gracia reproducirla entera. Pero un cierto sentido de las proporciones me obliga a subrayar sólo algunos fragmentos. El señor Prat comenzó: «Señor Presidente, señoras y señores Senadores, recordad aquellos versos del romance: ‘Para tan grande señor, poca limosna es un real’. Para tan grande tema, poco puedo yo ofrecer». Tras esta immodesta demostración de modestia, pasaba a hacer una defensa del concepto de Fiesta de la Raza, «porque el concepto de raza, para aquellos admirables espíritus de la integración, no era el concepto que se puso luego tristemente de moda con una tremenda separación étnica, con un tremendo prejuicio de supuesta superioridad racial, sino al contrario, la integración de todo el género humano». Más adelante, justificaba que esta fecha del 12 de octubre fuese la verdadera fiesta nacional de España: «Es un concepto viejo, un concepto muy viejo el de nación en España. Está ya en la época romana, cuando se sonreían los senadores romanos del acento andaluz de Adriano, porque ya había acento andaluz, mis queridos amigos, en la época de plata de las letras romanas». Prat encuentra el concepto de nación en «San Isidoro de Sevilla, que hace la alabanza de España y lo leen en todas las Escuelas…» Y después, el concepto se encuentra en la Crónica General cuando dice -i Prat cita textualmente-: «España es afortunada en la lid, briosa en el esfuerzo, alegre de azafrán; y ese país, que estaba seleccionado por Dios, le dio por arremeter unos contra otros y perdiéronla todos.» Por esta via, Prat citaba a Burckhardt, Francisco de Vitoria, Juan Luis Vives, Adriano de Utrech, e incluso a Jacinto Verdaguer y La Atlántida.»
El senador Prat, en algunos pasajes -como este de la Atlàntida-se emocionaba, y después de una interrupción, añadió: «perdonad, porque la emoción va impregnada de presión histórica». Y el Diario de Sesiones del Senado apunta, entre paréntesis: «Grandes y prolongados aplausos de los señores senadores».
He aquí, sin embargo el final del discurso: «Pero el momento del mundo es el 12 de octubre y de lo primero que se habla es del Nuevo Mundo. Y el mundo es hermoso, nueva hermosura. Es lo que abre al mundo moderno. Y lo abre España porque le toca por el destino histórico, porque los hados lo mandaron así o porque la historia lo condujo así. Lo cierto es que es nuestro día, cualquiera que sea su nombre. Llamadle, si queréis, la Fiesta de la Raza, ‘ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda’. Llamadle, si queréis, Fiesta de la Hispanidad. Para mí es la fiesta del género humano. Es nuestra aportación modesta y sencilla, que quiso el destino, que quiso la providencia. ‘Ciego, ¿es la tierra del centro de las almas?’, se decía el poeta. Fue la afiliación de España a la Historia Universal. Celebrémoslo. Gracias». (Grandes y prolongados aplausos), acaba el Diario.
Tal como había dicho Virgilio Zapatero, el Gobierno no se debía dejar distraer por actitudes retóricas.
Al señor Prat le siguieron otros oradores, ciertamente menos brillantes, pero todos en la misma línea de esencialismos patrióticos. Y, para hacer justicia a lo mejor, se podrían citar estas palabras de Ortí Bordás, senador portavoz del Grupo de Coalición Popular, que tampoco era amigo de la retórica:  «Y sin querer incurrir en la retórica, yo sí tengo que recoger el guante del Senador Prat y el guante del Senador Del Burgo y decir que, efectivamente, aquí lo que está subyaciendo es precisamente España, esa España a la que aquí tan brillantemente por cierto se ha aludido y que me hace reflexionar en el sentido de que antes incluso de que los pueblos españoles fueran políticamente unidos con Fernando e Isabel, esos pueblos se sabían, y lo que es tanto o más importante, se sentían una sola España, y los reyes que gobernaban esos pueblos españoles se sabían, y lo que es tanto o más importante, se sentían reyes de una sola família. Y todos ellos, todos ellos sin excepción, en lo hondo de su trayectoria política, se consideraban reyes de España. Pero no quiero, como advertía, incurrir en ninguna actitud retórica. Quiero simplemente decir que con el 12 de octubre celebramos de alguna manera el reencuentro de España consigo misma, celebramos de alguna manera esa plenitud que para España se deriva de la unidad nacional y que hace que se lance la energía española a los cuatro vientos y que esa energía española inunde y ponga su propia impronta sobre el planeta».
Ortí Bordás que, como se ve, parecía competir con Prat en sobriedad expressiva y deseo de alejarse de la retórica, añadía: «En España ha habido siempre una distancia sideral entre la endeblez de las minorías y la gran potencialidad y vitalidad del pueblo. Y el descubrimiento y lo que gira en torno a él, así al menos lo entendemos nosotros, es precisamente una obra popular. Una obra popular ¿para qué? Pues simplemente para educar a los pueblos a ser libres, para dar libertad a todos los pueblos que nacen gracias al 12 de octubre». El senador encara citaria Ortega -«el 12 de octubre es lo único verdadera y sustantivamente grande que ha hecho España»- i Unamuno -«tan sólo se podrá decir que en España hay verdadera patria española cuando sea libertad en nosotros la necesidad de ser españoles»-, per acabar així: «Pues bien, yo creo que al hilo de este proyecto de ley que estamos debatiendo podemos decir que hoy es libertad en nosotros la necesidad de fortalecer la identidad de España, de desarrollar y fomentar la conciencia nacional, de dotar a esta conciencia nacional de un caràcter de futuro y proyectivo, de transformar en consciente la memoria inconsciente del pueblo español, en definitiva, de volver a reencontrarnos y abrazar a la auténtica España. Muchas Gracias. (Aplausos)»
El Diario de Sesiones indica que la votación dio el resultado de 219 votos emitidos, a favor 202, uno en contra (el del senador Ferrer y Gironés, que amablemente es quien me proporcionó esta documentación), y 16 abstenciones.
Queda claro, pues, que nacionalismo y nacionalistas sólo hay en Cataluña, y que como diría Vargas Llosa, sólo piensan en el regreso a la tribu.
Con esta proclamación festiva, también obtenía respuesta al enigma que había planteado unos meses antes José M Espinás, en ‘Nacionalismo forzado’ (16 de junio de 1987), cuando tras recordar que en España nunca había habido una Fiesta Nacional -‘corridas’ a parte-, y de pedir que los analistas no sacaran consecuencias, se preguntaba: «Dicen que para la reconversión nacional del día 12 de octubre el gobierno socialista pedirá el consenso de las otras fuerzas políticas. Veremos qué piensan los socialistas, los convergentes y los comunistas catalanes que votan en Madrid». Pues ya se ve: en el Senado, sólo un voto en contra. En el Parlamento, sólo se opusieron Izquierda Unida y Esquerra Catalana, que sugerían traspasar la fiesta al 6 de diciembre. Minoría Catalana se abstuvo, e incluso retiró unas enmiendas sobre el sentido del 12 de octubre (claro que era cuando aún no decidían en Madrid). Los socialistas, que tampoco han decidido mucho, votaron directamente a favor.
2. UNA FIESTA POLÍTICA, PERO DE PRECEPTO
Probablemente, la fatiga de tener que responder a cada nueva provocación españolizadora – «provocación» para los que se sienten agredidos por la españolización, naturalmente-, puede explicar la relativa discreción de la reacción. Y, aparte del cansancio, también habría que contar con el hecho de que del calendario ya habíamos hablado tanto, que quedaban pocas ganas de volver al mismo. Con cierta desgana, pues, es tal como hablaba Joan F Mira en El Temps (5 de octubre), y recordaba que ya había hablado dos o tres años antes, y «que ellos, con su nacionalismo implacable provocan y provocan, y nosotros muy raramente contestamos. Todo cansa». Mira hacía hincapié en que «celebran el día que fundaron no la propia nación o Estado, sino un imperio ultramarino. Celebran como día nacional, algo insólito, el día simbólico de la expansión y el dominio: sólo en el Imperio Americano nos reconocemos todos unos. Es como si los ingleses tuvieron como día nacional el día que los peregrinos del Mayflower desembarcaron en Massachussets. O los franceses, el día que pusieron el pie en Quebec o en la Cochinchina. Impensable. pero, en fin, los españoles no tienen otra cosa. ¿los españoles? Veamos: ‘por Castilla y por León / Nuevo Mundo halló Colón’, me enseñaban a mí en costura. la historia es la que es. ¿Y qué hacemos nosotros, desgraciados, celebrando el gran día de la historia de ellos? lo que hemos hecho siempre: de imbéciles, de comparsas».
Quien también se expresó con dureza contra la oficialización democrática de una fiesta del antiguo régimen fue Manuel Vázquez Montalbán. En El País del mismo 12 de octubre de 1987, el primer año de la Fiesta nacional de España, escribía a 12-0: «…los ilustres padres democráticos de la patria que han decidido que el 12 de octubre sea fiesta nacional no han conseguido disimular el carácter imperialista, chulesco, majadero e impresentable de la Fiesta de la Raza. Que un aventurero genovés, una reina que llevó durante 20 años la misma camisa y unos cuantos echaos palante de la provincia de Huelva se fueran a hacer las Américas no es motivo para que la conciencia de les españoles quede hipotecada para siempre por tan pintoresco enredo». Vázquez Montalbán, que debía desconocer las razones profundas y sólidas del senador socialista Prat García, terminaba: «Sólo pido un discreto, prudente silencio histórico y a lo sumo que en el 12-O arrojemos un ramito de siemprevivas al océano. A qué océano no importa».
Pilar Rahola escribía un artículo en el Avui el mismo día 12, Conceptos e ideología, donde daba diez razones para considerar la fiesta como una auténtica barbaridad: 1, por ser símbolo de una matanza; 2, porque los catalanes no participamos; 3, porque tiene connotaciones imperialistas; 4, por las connotaciones reaccionarias adquiridas durante la dictadura; 5, porque no es popular; 6, porque es antipática; 7, porque sería asumir como propias sus connotaciones negativas; 8, porque es uniformizadora; 9, porque hace perder fiestas propias; y 10, un etcétera donde cada uno pusiera sus agravios personales.
La celebración popular de la Fiesta de España aquel 1987 -y, desde entonces, cada año- tuvo su carácter propio en Cataluña. Por un lado, se detuvo a cuatro independentistas, lo que a la larga debería haber convertido en una tradición popular muy apropiado con la fecha. Su detención, ese año, se produjo en una concentración de la ‘Crida’ que reunió 1.500 personas, por los disturbios que se produjeron ante la provocación de un grupo de jóvenes ultraderechistas -l’Avui contaba 70-, que fueron al encuentro de los nacionalistas catalanes. Huelga decir que la policía no detuvo a ninguno de los ultras provocadores de los enfrentamientos, que venían de rendir un homenaje a la bandera española en la Plaza de los Paísos Catalanes, con la participación como principal orador del abogado defensor de integristas españoles en Cataluña, Esteban Gómez Rovira. El abogado había tenido la originalidad de repetir en su homilía lo de preferir una España «roja antes que rota».
Por otra parte, El País del día 13 encabezaba media columna con el título «Fiesta de casi todos», donde se hacía reproche a Pujol y Ardanza por no haber asistido a la recepción oficial en Madrid. De hecho, sí que Pujol y Ardanza habían asistido a la recepción ofrecida por los reyes de España, pero en cambio no fueron al desfile militar posterior. Al cabo de unos días, sin embargo, (Avui, 19 de octubre) se supo que Alfonso Guerra, vicepresidente del gobierno central, tampoco había ido a la celebración, ni siquiera a la recepción real: se había ido a Sevilla, «de permiso». Como señalaría el diario Avui, en la sección ‘La Finestra’ (‘La ventana’) de Francisco de P. Burguera, las denuncias contra Pujol y Ardanza de haber boicoteado el acto que habían hecho Diario16 o el mismo El País, se ve que no debían afectar al que entonces era vicepresidente del gobierno.
El Avui del lunes 13, que dedicaba tres páginas enteras a la festividad, destinaba la última a informar, según decía el titular de la noticia, que se había producido un muerto en el accidente que perturbó la comida de los reyes. Y añadía que, según Europa Press, «el rey se interesó por lo que había pasado y por el estado de los heridos». Como se puede ser tan desconsiderado con la monarquía, que no pueden ni comer tranquilos el día de la Fiesta de España, ¡ostia!
En Cataluña, la conmemoración institucional fue, según el Avui «como en años anteriores»: con ofrendas florales en el monumento a Colón, cuya nacionalidad todavía a debate entre genoveses y catalanes. Por la noche, una cincuentena de personas asistían al Palau de la Generalitat a un acto académico del Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana.
El día 14 de octubre, El País publicaba un editorial sobre la cuestión, titulado «La fiesta nacional». El editorial comenzaba por lamentar la ausencia de Pujol y Ardanza, pero sin precisar que se trataba sólo de una ausencia parcial. El País también lo encontraba «»doloroso, además, porque indica la distancia que todavía nos queda por recorrer para que los usos y costumbres de la sociedad española sean equiparables a los de los países con larga tradición democrática.» Y es que, según este diario, «En ellos, la puesta en tela de juicio de las decisiones del Gobierno de turno por parte de la oposición no se traduce en un permanente cuestionamiento del marco legal, incluyendo los símbolos -la bandera, el himno, las conmemoraciones- genéricamente aceptados como elementos de cohesión social e identificación afectiva de los ciudadanos». A El País le escocía especialmente que fueran los representantes vasco y catalán, además. La ausencia en el desfile, además de lamentable y dolorosa, era también «deplorable» porque habían renunciado a hacer la función pedagógica que les correspondía. Con todo, El País también encontraba que era una «torpeza» la forma en que se había instaurado la fiesta: «Ante la oleada de retórica patriotera que nos amenaza de cara a 1992, no está de más recordar que en el 12 de octubre hay elementos simbólicos que pueden servir para lo uno y para lo otro. Para integrar o para dividir». Y puestos a lamentar cosas, el editorial de El País también consideraba que si bien un desfile podía formar parte de la celebración, en cambio no era justificado convertirla en el eje central de la conmemoración, porque era tanto como convertir «a las Fuerzas Armadas en columna vertebral de la patria, fórmula empleada por los sectores más reaccionarios para justificar los golpes y las guerras civiles contra el enemigo interior». Y bien: entonces, ¿había que lamentar, sufrir y deplorar tanto que Pujol y Ardanza no se quedaran en el desfile, si ni era tan poco justificada como la misma fecha de la fiesta?
El editorial del día siguiente -15 de octubre- en el Avui, ‘Una fiesta torpe’, hacía reproche de que la fiesta se hubiera aprobado sin consenso en el Parlamento español, y aunque un desfile y una ofrenda floral a los caídos hubieran centrado la conmemoración. El Avui se añadía a la propuesta de hacer la Fiesta de España el día 6 de diciembre, Día de la Constitución. Incluso Baltasar Porcel, en La Vanguardia del mismo día 15, se hacía el desganado con la nueva fiesta, no sin aprovechar la oportunidad para desmarcarse de la simbología del nacionalismo catalán: «En Cataluña se ha desmoronado una fiesta como el 11 de setiembre, cuyo hondo y discutible contenido perdió fuelle con la democracia. ¿Cómo puede sostenerse en esta misma libertad el 12 de octubre español, que únicamente obedece a patrioterías que ya nacieron obsoletas? ¡No está mal la osadía de Porcel, por hablar de la fiesta organizada por y para un rey amigo!
Josep M Espinàs, el día 15 y desde el Avui, volvía a comentar la fiesta, ahora desde la experiencia concreta de un mal día. Además de seguir encontrando aberrante que se celebrara una fiesta imperial, y no nacional, por otra parte, recordaba que tampoco la conquista de América se había podido hacer en nombre de España, que no existía. Espinàs, que tampoco debía haber leído el discurso del senador Prat sobre la españolidad de la época romana -y que por lo tanto, le faltaban datos, claro-, encontraba que se había nacionalizado la fecha y que se la había hecho abusivamente festiva para naciones como Cataluña, que no habían participado en la operación del 12 de octubre. Pero, además, el escritor, que estaba en Frankfurt por la Feria de Libro, se había encontrado con la inclemencia de un robo de pasaporte y billetes de avión, el desamparo del consulado español, y la inoperancia de Iberia que no podía hablar con Barcelona porque era fiesta. Ciertamente, un mal día.
También Albert Viladot, en su sección semanal ‘La Clau’ (‘La Clave’), dedicaba todo el espacio a analizar políticamente la fiesta, con este significativo título: ‘La «fiesta nacional española», símbolo de un proyecto ideológico’. Viladot, que denunciaba la pretensión de promover una ideología nacional española, terminaba su comentario con una inusual dureza: «De la mano de las libertades democráticas y, por tanto, desterrando la violencia física y moral, los próximos años se podría cerrar un ciclo histórico que demostraría que no existe ‘la otra forma de hacer España’, ni la forma autonomista de verdad, ni la federal. Existiría definitivamente, según esta hipótesis de trabajo, la España vertebrada por Castilla desde los Reyes Católicos. por eso la Hispanidad y América serían unos símbolos paradigmáticos irrenunciables. Por eso la fiesta nacional de España es el Día de la Raza». Este Albert Viladot de la época de ‘La Clau’, en mi opinión, siempre mostró una independencia política y una lucidez analítica muy superior a la del Viladot posterior, director del Avui.
Sin embargo, para terminar, de todo lo que se publicó sobre la nueva Fiesta de España, hay que destacar el reportaje firmado por Ramon Aymerich en El Temps, ‘Bajo la sombra del imperio’. Según el autor del reportaje, una de las obsesiones más profundas del PSOE desde que había llegado al poder era la de responder a la pregunta: «¿cómo vender España?». El reportaje pasaba lista a toda una serie de iniciativas encaminadas a proyectar España en el mundo, proyecto que debía culminar en 1992, pasando, naturalmente, por la Fiesta de España.
Revisar ahora, tras el ‘annus horribilis’ para la política española de 1994, qué se ha hecho de todos aquellos proyectos de grandeza y orgullo españolista, hace ver hasta donde llegaron los sueños políticos en las buenas horas de hegemonía socialista, esa hegemonía que tenía que comerse el mundo con una nueva manera de hacer España.

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