Nosotros y Erasmo

Hace cinco siglos, Erasmo de Rotterdam encontró el gusto a la democracia y a las tradiciones cívicas en las ciudades burguesas de los Países Bajos. En Francia desarrolló su hambre intelectual y el rechazo al academicismo. En Inglaterra, con la ayuda de Tomás Moro, emprendió la síntesis entre pensamiento clásico y pensamiento cristiano. En Italia se imbuyó de espíritu renacentista, consolidó su afán reformador y aprendió los secretos de la revolucionaria imprenta. Y finalmente, Suiza fue su refugio. Fue, sin duda, el gran humanista europeo. Sintomáticamente, en la Península Ibérica no quiso poner nunca los pies: la encontraba un lugar poco seguro, donde la Inquisición tenía demasiado poder.

La Cataluña medieval había formado parte del corazón de Europa. A partir del Renacimiento cada vez le costó más alzar la cabeza. Mientras todo giraba alrededor del Mediterráneo lo tuvo más fácil. Cuando el centro se movió hacia el Atlántico y hacia el norte, perdió peso. Si nos elevamos por encima de las luchas peninsulares, el afán catalán en la modernidad (siglos XVI, XVII y XVIII) y la contemporaneidad (XIX, XX y XXI) ha consistido en tratar de volver a encontrar su lugar en Europa. Sin duda, no lo hemos encontrado. Nos hemos quedado siempre atascados dentro de la monarquía hispánica, conquistadora e imperial primero, y decadente después.

El Novecentismo fue el último intento serio de poner a Cataluña en el mapa. Nuestros intelectuales salieron a recorrer Europa, a formarse, a encontrar modelos para construir un miniestado catalán. La respuesta española, violenta, fue la dictadura de Primo de Rivera. Además, como explica Jordi Casassas en el ensayo que acaba de recibir el premio Carles Rahola, aquella voluntad europeísta coincidió con el derrumbe continental de la I Guerra Mundial y, de fondo, con la creciente confrontación entre comunismo y fascismo que llevaría a la II Guerra Mundial. Ni el europeísmo ni la concordia de clases del Novecentismo encontraron el momento adecuado.

Después de más de un siglo de intentos frustrados, el catalanismo ha optado ahora por encontrar su lugar en Europa por la vía del Estado propio. Nuevamente se encuentra, sin embargo, con una Europa en crisis. Cuando queremos llegar a ser europeos de pleno derecho, los británicos se marchan y el euroescepticismo xenófobo crece por todas partes. El eje franco-alemán no tiene suficiente fuerza ni voluntad para liderar un paso adelante. No tenemos suerte. Nuestro empuje coincide con una Europa paralizada, asustada. Los regímenes nacionales surgidos tras la II Guerra Mundial se tambalean: los grandes partidos socialistas y conservadores van a la baja. Resurge la ultraderecha y aparecen populismos de diferente alcance.

Hay que ser conscientes de ello. Soy de los que piensan que el camino emprendido no tiene freno. Retroceder supondría volver más atrás que la casilla de salida autonómica. Hay que seguir, pues. Pero debemos tener claro que el contexto europeo no ayuda. Nos ayuda, en todo caso, la debilidad de España, debilidad que también tiene una clave europea: España cree poco en Europa, es un Estado muy nacionalista, que además se siente débil y, por tanto, desconfía de Bruselas y Berlín. Ser parte le fue bien para pasar página de la dictadura y modernizarse a base de subvenciones, pero ahora que van mal, ahora que tiene que rendir cuentas, trata de ir tirando, la picaresca de siempre: hacer ver que cumple sin cumplir, culpar del déficit a los gobiernos autonómicos, suplicar prórrogas… Europa ya sabe que España es un problema. Y sin embargo teme que sin Cataluña sea un problema mayor. ¿Cómo lo podemos hacer para que Cataluña no sea vista como un problema, sino como una parte de la solución para Europa, para hacer una Europa más democrática y dinámica, una Europa que como Erasmo coja lo mejor de cada tierra? Esta es la cuestión.

ARA