El régimen se defiende

Que la actual crisis política en el Estado español no es un contratiempo coyuntural, sino una crisis de régimen, la expresión del agotamiento de aquellos consensos de 1977-1979 que dieron estabilidad a la Segunda Restauración borbónica, esto resulta cada vez más evidente tanto para los que quisieran que la crisis fuera terminal, como para los que confían en revertirla.

Naturalmente, el llamado desafío catalán -el hecho de que una parte muy importante de la sociedad catalana conteste y rechace los pactos de la Transición- constituye una de las expresiones más serias de la crisis del régimen, que por eso responde desde una actitud inmovilista, bunquerizada, intransigente, hecha sólo de amenazas, querellas, suspensiones o inhabilitaciones. Pero la crisis afecta también a las estructuras centrales del sistema: el bipartidismo hoy roto, y la gobernabilidad empantanada desde hace casi un año. Es a estos últimos aspectos a los que quisiera referirme a continuación.

El fin, en las elecciones del pasado diciembre, del duopolio PP-PSOE, y la entrada en el Congreso de otras dos fuerzas con un peso relevante (Podemos y Ciudadanos), abrió un escenario para el que el régimen no estaba preparado. Lo demostraron los seis meses siguientes de bloqueo político, y la necesidad -inimaginable desde el 1977- de celebrar nuevos comicios el 26 de junio de este año. Pero los resultados no fueron muy diferentes, y la inadaptación del sistema a las nuevas condiciones de gobernanza llevó a la persistencia del bloqueo, con la amenaza de unas terceras elecciones en doce meses. Es aquí donde entraron en escena, desde fuera de la política estricta, los defensores del régimen.

Entiendo por «defensores del régimen» a las élites económicas, mediáticas, culturales, etcétera, que se han beneficiado -cada cual a su manera- del sistema político vigente durante las últimas cuatro décadas, y que consideran un deber de legítima autodefensa impedir que se hunda, que sea sustituido por otro en el que, probablemente, perderían al menos una parte de sus privilegios; en definitiva, de su poder.

Como los lectores recordarán, el pasado febrero C’s había suscrito con el PSOE un acuerdo de gobierno que resultó insuficiente para instalar a Pedro Sánchez en la Moncloa. En todo caso, antes y después del 26-J, los líderes del partido naranja se hartaron de decir «no queremos que gobierne Rajoy», «no vamos a apoyar a ningún Gobierno de Mariano Rajoy», «votar a Rajoy sería un disparate», etcétera. Entonces, en julio, media docena de padres fundadores de Ciudadanos (Albert Boadella, Félix de Azúa, Francesc de Carreras, Arcadi Espada…, personas a las que el régimen del 78 ha convertido en académicos de la Lengua, en artistas mimados por el dinero público, en pequeños o grandes mandarines intelectuales y/o mediáticos) ejercieron su autoridad y conminaron a Albert Rivera a levantar el veto a Rajoy.

Entre esto y las presiones, sin duda más discretas, del Ibex 35, el efecto fue fulminante: el 28 de agosto, aquellos mismos que habían exigido al PP proponer otro candidato si quería seguir gobernando rubricaban con Rajoy un pacto para investirlo presidente. Pero con esto aún no era suficiente, porque el PSOE de Pedro Sánchez seguía encastillado en el «no es no». La conclusión era clara, y el PP la explicitó: únicamente una crisis del PSOE podía salvar la legislatura.

Dicho y hecho. Tras unas semanas de maniobras de tanteo, dos de las figuras más representativas del hemisferio izquierdo del régimen del 78 -uno desde la política, el otro desde la comunicación-, Felipe González y Juan Luis Cebrián, pasaron al ataque. El primero, con su autoridad histórica, legitimó («me he sentido engañado») la conjura de los barones contra Sánchez; el segundo, con un editorial («Salvar al PSOE») y una portada («Sánchez se atrinchera tras su cese») antológicos de el País, infligió el golpe de gracia al líder socialista que se había convertido en una gravísima amenaza para la preservación del ‘statu quo’, tanto si forzaba nuevas elecciones en Navidad como si -¡todavía peor!- intentaba un pacto con Podemos y los independentistas.

Desde la caída de Pedro Sánchez -y han pasado sólo dos semanas- el panorama ha cambiado completamente. Así como, 35 años atrás, se decía de Leopoldo Calvo-Sotelo que parecía que hubiera nacido sólo para meter a España en la OTAN, hoy se puede decir del asturiano Javier Fernández («el hombre prudente», le halagan los verdugos de Sánchez) que parece haber nacido sólo para conseguir que el PSOE haga posibles cuatro años más del PP de Rajoy en la Moncloa.

Que la más que probable abstención socialista en segunda vuelta tenga consecuencias devastadoras para el PSOE (en términos de desafección de militantes y desbandada de votantes, de ruptura de la disciplina parlamentaria, de alejamiento del PSC…) no parece preocupar nada a los conspiradores del otoño de 2016. Al igual que todas las élites de los regímenes desahuciados por la historia piensan, como Madame de Pompadour, que «après nous, le déluge».

ARA