El respeto

Sucedió hará cosa de treinta años. Al caer la tarde de un día cualquiera de invierno, acudió a mi notaría una mujer que quería otorgar testamento. La recibí. Catalana. Setenta años. Clase media. Se había vestido para ir de visita. Detalló su situación personal –casada y con dos hijas–, así como su patrimonio: un piso en Barcelona, una casita en un pueblo del interior –ambas fincas heredadas de sus padres– y un pequeño depósito bancario. Sólo quería instituir herederas a sus hijas. Le hice notar que no legaba nada a su marido. Me respondió que este tenía patrimonio: “El piso donde vivimos lo puso sólo a su nombre; tiene una pensión y dinero en el banco”. Se hizo el silencio, interrumpido al cabo por ella. Hizo entonces vaga referencia a un viejo episodio de enfrentamiento con su marido, aludió a una larga vida en común soportada sólo por las hijas y acabó con estas palabras: “No li deixo res perquè, si jo no em respecto, qui em respectarà?”. Preparé el testamento. Se lo leí. Lo firmó y nos despedimos. No volví a verla.

Si yo no me respeto, ¿quién me respetará? Esta reflexión me ha venido a la memoria al leer las palabras que el señor Homs ha dedicado a dos instituciones españolas (Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo) durante y después de su comparecencia ante este. Son, cuando menos, una fenomenal falta de respeto. Ahora bien, ¿cómo se puede pretender que el señor Homs, o cualquier otro independentista más o menos bizarro, respete a un Estado al que la propia España –de la que este Estado constituye su estructura jurídica– comienza por no respetar? Porque falta de respeto al Estado –es decir, falta de respeto a sí misma– es negarse a admitir la realidad y, en concreto, la existencia de una parte significativa de ciudadanos catalanes que quieren separarse de España y erigirse en Estado independiente. Falta de respeto es eludir el planteamiento político de la cuestión, buscando amparo en una interpretación estricta de la ley y en una sesgada judicialización de la política. Y falta de respeto es, en suma, negarse a admitir que, a estas alturas de la historia, resulta imposible mantener cualquier situación de convivencia o comunidad si no es sobre la base de la libertad. Así me lo resumió, tiempo ha, un viejo colega castellano: “Nunca quisiera hacer camino con alguien que no quiera ir a mi lado”. Por esta razón he defendido desde hace años, pensando siempre en los intereses generales de España, que este contencioso no tiene otra salida que la consulta hecha por el Estado a los catalanes en los términos que ahora diré. Así lo escribí el año 2007 en un libro – España desde una esquina–, cuyo único mérito es haber fijado mi posición de modo indubitado.

La consulta debería ser sobre si los ciudadanos catalanes aceptan –sí o no– la propuesta de acuerdo ofrecida por el Estado con este o parecido contenido: 1) Reconocimiento explícito de la realidad nacional catalana (una comunidad con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad firme de proyectar esta personalidad hacia el futuro mediante su autogobierno: autogestión de los propios intereses y autocontrol de los propios recursos). 2) Competencias exclusivas de la Generalitat en lengua, enseñanza y cultura. 3) Fijación de un tope a la aportación al fondo de solidaridad. 4) Reforma del Senado para convertirlo en una cámara territorial operativa. Si la respuesta catalana fuese positiva, el Estado saldría reforzado y podría exigir a todos el respeto que ahora se le niega sin reacción por su parte. Y si la respuesta fuese negativa, quedaría claro que habría que negociar para desembocar en una consulta según el modelo canadiense.

Siempre he dejado clara mi condición de español y mi voluntad de permanencia en España. Podría haber sido –como dice Azaña– “patagón o samoedo”, pero español soy y por eso me atañen los problemas de España y lamento el progresivo y cada vez más acentuado proceso de erosión que padece su Estado, ante la atonía y la inacción de los poderes públicos. Porque un Estado que tenga vocación de permanencia no puede tolerar impávido que se le diga a la cara que sus jueces prevarican. El Estado español es hoy un Estado “consentidor”. Y esta situación nunca termina bien. Por eso ha de ser fuerte. No para utilizar la fuerza física, lo que sería la máxima prueba de debilidad. Sino fuerte para reconocer la realidad, ingeniar una solución al problema existente, ofrecerla en consulta y afrontar el resultado con firmeza. Si seguimos unidos, mejor; y, si no, habrá que negociar los términos de la separación utilizando todos los recursos de que se disponga hasta el extremo, pues no en vano el ejercicio riguroso de los propios derechos es una manifestación de la pobreza entendida como virtud.

A muchos de mis compatriotas les extrañará mi posición, tildándola de radical, desnortada y proindependentista. También a mí me extraña su pasividad y su falta de reacción ante un problema que no se puede negar ni eludir. En suma, su falta de autoestima.

LA VANGUARDIA