Opiniones baratas, hechos carísimos

La semana pasada hablaba del gravísimo desafío que vive la libertad de expresión en todo el mundo, acosada por todos los lados, a derecha e izquierda. Y no sólo en el terreno político. También en el alimentario, el animalista, el ambiental y, entre muchos otros, el del arte. Estamos rodeados de organizaciones de ideología autoritaria que no debemos hacer callar, sino combatirlas valientemente con ideas, argumentos y, cuando sea posible, con la evidencia de los hechos. Y si atentar contra la libertad de expresión es una práctica habitual en las universidades, no es menos raro en los medios de comunicación.

Es cierto que en las universidades la coacción suele presentarse de manera descarnada, y -no siempre- se puede identificar más fácilmente. En cambio, en los medios de comunicación la censura es más sutil, a menudo depende de condiciones estructurales y, en definitiva, es más difícil de observar. Sólo hay que pensar en el impacto de las redes sociales y cómo están cambiando las formas en que nos llega la información -y toda la desinformación-, con todo tipo de soportes y de camuflajes.

Y es que uno de los puntos más débiles de la defensa de la libertad de expresión es el de su libertad de circulación. Por un lado, tenemos grandes corporaciones como Google que aplican la censura en países no democráticos, incluso en contenidos de ficción, para adaptarse a las normativas locales. Y por otro, paradójicamente, es la superación de las fronteras nacionales lo que hace que los estados democráticos no tengan instrumentos para proteger la libertad de expresión de las decisiones de esas mismas corporaciones. En la red, la libertad de expresión es socialmente explosiva. No se debe confundir la libertad de expresión con el derecho a gritar «¡Fuego!, ¡fuego!» dentro de una sala de cine, pero ya no va tampoco de una mera provocación intelectual circunscrita a un ámbito local. En una imagen reciente, Timothy Garton Ash ha sugerido que, en cuestión de libertad de expresión, los estados son los perros, las grandes corporaciones son los gatos… y los usuarios somos ratones. Más concretamente, después de ver su predominancia en todo el mundo, Garton definió a Facebook como «el imperio donde el sol nunca se pone». ¿Recuerdan el lema?

En una conferencia reciente en la Universidad de Stanford, Timothy Garton Ash, -historiador, profesor en la Oxford University, columnista en la prensa británica y autor del libro ‘Free speech: ten principles for a connected world’ (Yale University Press, 2016)- afirmaba que las condiciones de trabajo en los medios de comunicación también determinan esta libertad de expresión y sus posibilidades. Y que tal vez habría que reformular el viejo principio que se supone que los guía, eso de «Las opiniones son libres, los hechos son sagrados», y hacer de ello una nueva versión: «Las opiniones son libres, los hechos son carísimos». Es decir, que informar correctamente de los hechos es, sobre todo, una cuestión de tiempo, de capacidad, de experiencia y, en definitiva, de costes. En el mismo sentido se expresaba un columnista de ‘The Guardian’, Nick Cohen, a raíz de un debate sobre la libertad de expresión en la BBC, que definía como la televisión «donde los hechos son caros, y las opiniones demasiado libres», jugando con el término ‘free’, que también significa gratuitas.

Y ya estamos al cabo de la calle. La hiperabundancia de opiniones -demasiado baratas, si no gratis- por encima de los hechos en todos los medios, pero sobre todo en la red, y la dificultad de argumentarlas con razones, termina banalizando el principio de la libertad de expresión. Un círculo vicioso del que no será nada fácil salir.

(Para profundizar, consultar: http://free-speechdebate.com/en/)

ARA