Barcelona descabezada

La primera vez que visité el memorial del 11 de septiembre de Nueva York pensé algo que luego he visto reproducida en artículos, libros, y conversaciones informales. Cuando entras en el recinto, tienes que pasar por unos arcos detectores de metales, la cola es lenta y farragosa, y te ves obligado a aguantar todo tipo de invasiones de tu espacio. Tiene gracia porque parece un aeropuerto.

La sensación que tienes de estar haciendo la cola de seguridad de un aeropuerto, sin embargo, viene intensificada por el contexto, hasta el punto de que siempre que he ido no puedo quitarme la convicción de que la cola misma, los guardias -¡póngase aquí!, ¡vaya para allá!- y los arcos detectores de metales son parte del memorial, una especie de ‘performance’ pensada para evocarte exactamente la clase de memoria políticamente relevante: el miedo a un atentado.

Además del museo, el memorial consiste en dos cascadas que recorren el contorno del espacio que ocupaba la planta de las Torres Gemelas; el agua cae abajo, como si se la tragara la tierra, y crea una especie de símbolo, de libre interpretación, muy poderoso. Algunas veces me hace pensar que el olvido es inevitable, otros, que aparte de ser civilizado significa tragarse las emociones para no molestar.

Cuando se inauguró hubo todo tipo de polémicas. La izquierda encontraba que había un exceso de memorialismo para un lugar que, al fin y al cabo, representaba el capitalismo globalizador y no un lugar de inocencia. La derecha, que faltaba un espíritu más patriótico. Pero también gente con menos prejuicios puso en cuestión esta separación bestial que los arcos detectores de metales simbolizan: un espacio de memoria que vive aislado del corazón de la ciudad es una victoria de los terroristas. Y también hay quien todavía critica la turistización del entorno, que ha convertido la Zona Cero en una especie de espacio macabro no de memoria sino del mismo tipo de morbo que nos hace estirar el cuello para ver un coche accidentado en una autopista.

Muchos de estos espacios de memoria no tienen nada que ver con la pedagogía o con la reflexión sobre el pasado, ni tienen como objetivo poner los matices sobre la mesa. Persiguen encarnar un choque emocional para hacerlo digerible, persiguen provocar una respuesta sentimental que fije en la memoria una línea que separe buenos y malos, civilización y barbarie, sacrificio y cobardía. A menudo, persiguen sustituir con simbología lo que no se puede hacer en la práctica, como en Barcelona, tanto con el Born como con Franco. En el caso del memorial de Nueva York, la mezcla de sentimentalismo, monumentalismo, seguridad y empatía por las víctimas provee de justificación la retórica marcial que se ha apoderado de la política en los últimos 15 años. Y al mismo tiempo, ofrece un vocabulario para contar una época, y sus ambiciones, para el momento en que todas las emociones desaparezcan.

Todos los espacios de memoria son esencialmente polémicos porque toda memoria es un arsenal y se mantiene útil mientras las armas que almacena todavía pueden hacer daño o servir de fundamento. Contra lo que se dice, muy a menudo avanzamos hacia el futuro a ciegas, dándole la espalda, caminando sin saber dónde vamos, y sólo tenemos el pasado para orientarnos.

La belleza de lo ocurrido estos días en el Born es que ha hecho visible que si intentas usar este arsenal para la batalla más inmediata, para un beneficio a corto, y sin tener muy claro qué relatos de fondo estás cuestionando, lo más normal es que te acabe explotando en las manos mientras lo manipulas, porque estás tocando el trenzado más sólido de las ideas y creencias de cada uno. Estás tocando las justificaciones patéticas del abuelo franquista y la disimulada vergüenza del republicano fracasado.

La estatua de Franco ha servido de espejo, y en él hemos visto reflejados los vacíos y cobardías de los grupos políticos de Barcelona. La frivolidad en la exposición; el intento de reivindicar un pedigrí antifranquista exclusivo que los nuevos ideólogos del gobierno municipal han explicitado sin vergüenza; la reacción infantil y demagógica de la oposición, incapaz de señalar el fondo de la cuestión, alimentando el prejuicio y el folclore para no ser juzgados por ningún estándar noble; la contrarreacción del Ayuntamiento, tan infantil y demagógica como el ataque recibido, más centrada en untar pan que decir la verdad, y finalmente, la retirada vergonzante del residuo franquista ante la preciosa intervención de los vándalos, que nos hicieron descubrir, capa a capa, que contra Franco vale todo, y por eso el antifranquismo puede ser cualquier cosa.

Franco descabezado ha sido la metáfora perfecta de una ciudad que no tiene gobierno ni oposición, de la misma manera que las colas del memorial de Nueva York son la metáfora perfecta de un país que no ha encontrado todavía una salida digna al miedo.

ARA