“¡Es la legalidad, estúpido!”

¿Somos racionales los seres humanos? Aristóteles venía a decir que los humanos somos unos seres peculiares; somos animales racionales porque somos animales cívicos. La “ciudad” nos hace racionales. Dotados de un lenguaje que hemos adquirido socialmente (que no podríamos crear estando aislados) hoy diría acertadamente que nos volvemos racionales a través de la interacción entre nuestros circuitos neuronales y el lenguaje o lenguajes que hemos aprendido. Sin embargo, esta es una antropología incumplida.

Hoy sabemos que aparte de ser “racionales”, digamos a ratos, y “cívicos” o sociales a otros ratos –sin que nos acabe de gustar serlo (Kant)–, los humanos somos también muchas otras cosas. La evolución ha ido conformando unos cerebros en los que muy a menudo predominan componentes no racionales. No resulta muy extraño que unos dos mil cuatrocientos años después de Aristóteles, Bertrand Russell ironice: “El hombre es un animal racional. Como mínimo eso nos han dicho. A través de una larga vida he buscado diligentemente evidencias en favor de esta declaración. Hasta ahora no he tenido la buena fortuna de encontrarlas”.

El ámbito de la política ofrece a menudo ejemplos del peso más bien precario que ocupa la racionalidad en los asuntos humanos. “Nadie ha descubierto nunca la causa de la estupidez del gobierno”, decía el físico y premio Nobel Richard Feynman.

Por ejemplo, parece claro que hay un problema estructural no resuelto de carácter nacional-territorial en el sistema político español. Cualquier observador informado lo comprueba, viva en Australia, Sudáfrica o Groenlandia. Diagnóstico compar­tido por politólogos, juristas y ana­listas internacionales especiali­zados: se trata de un caso muy mal solucionado de reconocimiento y de acomodación política del pluralismo nacional interno en una democracia liberal. Con independencia del grado de simpatía que muestran con respecto al caso de Catalunya, se quedan estupefactos cuando saben que la democracia española impide que los catalanes voten sobre la cuestión, como sí pueden hacerlo los escoceses o quebequeses en situaciones similares. En términos liberal-democráticos resulta bastante cínico presentar las leyes como solución cuando son precisamente las que conforman buena parte del problema. Parafraseando una célebre frase de la campaña electoral de Bill Clinton en los años noventa se puede decir: “¡Es la legalidad, estúpido!”.

Una vez constatado el fracaso de la vía del acuerdo, el aumento de la demanda independentista en Catalunya se convierte en una conclusión racional, tanto en términos de razonabilidad moral como de racionalidad estratégica. Mantener, como hacen las instituciones del Estado, que se trata de una cuestión simplemente “ilegal”, aplicar procedimientos meramente judiciales y pretender que eso cierra la discusión resulta una actitud intelectualmente infantil y de consecuencias prácticas perversas. Una actitud arraigada en una cultura política autoritaria prepotente que, en suma, incentiva que el problema se vaya haciendo mayor. Un corolario es que las instituciones judiciales del Estado, que los catalanes también financian, resulten cada vez menos legítimas a ojos de muchos ciudadanos.

España es un Estado de derecho, pero, como a veces he dicho, se trata de un “Estado de derecho torcido”. Su marco legal-constitucional, lejos de ser la vía para encaminar las tensiones políticas, “constituye” buena parte del problema estructural que resolver. La falta de separación de poderes resulta un claro indicador de la baja calidad de este Estado de derecho, tanto en términos liberales como en términos democráticos (que son dos cosas diferentes). Cuando las leyes forman parte del problema más que de la solución, una perspectiva racional implicaría o bien definir y resolver el problema desde nuevas bases políticas, o bien cambiar las normas actuales por otras que ofrezcan vías realistas para superar las tensiones existentes. O las dos cosas. Pero no se hace ni una cosa ni otra. Es una grave irresponsabilidad. A veces se dice que “faltan estadistas” en el Gobierno central. En términos más terrenales me conformaría con que no estuviera formado por becarios y becarias que piensan que la realidad es aquello que las leyes dicen que es la realidad.

El Estado español no ha sido nunca suficientemente fuerte como para imponer “a la francesa” su voluntad, pero sí lo ha sido para impedir que Catalunya hiciera su propio camino “a la portuguesa”. Y viceversa. Catalunya ha sido suficientemente fuerte para impedir una uniformización política, lingüística y cultural por parte del Estado, pero no ha sido lo bastante fuerte para conseguir un Estado propio (o un autogobierno digno y de calidad). Estamos ante la tensión histórica entre dos debilidades. Una tensión que legitima y convierte en racional el deseo de emancipación de la parte catalana cuando la vía del acuerdo revela no ser nada realista. El objetivo de la ­independencia de Catalunya muestra dificultades de facticidad práctica pero no de legitimidad democrática. Su razonabilidad moral está más que demostrada; lo que hay que añadir es racionalidad estratégica. Eso último es lo que me preocupa.

LA VANGUARDIA