La cocina de Alepo

Sissi es el nombre nombre de la pulcra y antigua callecita cabe a la coqueta plazuela de El Khatab en el barrio cristiano de Jedaideh. Algunas de sus nobles casas de piedra con mocharafiye o tribunas con celosías de madera en las fachadas, han alojado pequeños hoteles- hoteles “boutique”, hoteles de “charme”- de unas cuantas habitaciones decoradas con gusto exquisito. El hotel Martini, de cinco estrellas , o Dar Zadnaya como le conocen los vecinos, está compuesto de dos mansiones unidas por un pequeño puente de madera. Todavía pude alojarme en aquel hotel en el último Ramadán antes de que los barrios orientales de la ciudad cayesen en mano de los rebeldes. En Jedaideh hay catedrales e iglesias armenias, grecortodoxas, grecocatolicas, siriacas y maronitas, y algunas tiendas de antigüedades. El barrio, a poca distancia de los zocos devastados por la guerra, ha quedado en la zona gubernamental. Di una vuelta por la calle Kuatli con pequeños comercios, tiendas de modas y de teléfonos móviles, humildes hoteles, vetustos edificios con rótulos en armenio, cabarets desahuciados como Crazy Horse, hasta llegar al Hotel Barón, decadente, con su familia de propietarios desnortada. Allí me alojé en 1971 en mi primer viaje a la capital del norte de Siria, cuando el rais Hafez El Asad inauguró la presa de Tabka, hoy en territorio disputado por los yihadistas.

El gordo maitre de Zar Zadnaya -nombre da la familia propietaria de la antigua mansión- deambulaba entre los numerosos sirvientes solícito, con aire de importancia, en medio de las mesas de los raros huéspedes. En el vestíbulo del hotel colgaba un programa de la “Semana de la francofonía” con un dictado en “francés alepino”, y se anunciaba el recital del cantante Faruk, artista del Tarab. Después del oficio vespertino en la vecina catedral gregocatólica o melquita, el vicario patriarcal, Monseñor Khoury, me confesaba el temor de que los islamistas se hiciesen con el poder. La cercana plaza del Reloj -construido en la época otomana como también en otras ciudades como Hama, Homs, o Tripoli- era un bullicio de vendedores ambulantes y apretujones, en uno de los cuales estuve a punto de perder mis gafas en aquel Ramadán de 2011.

En la hermosa carta de servicio de habitaciones del Hotel Martini, con sus bebidas alcohólicas y sus platos de entremeses y especialidades locales, destacaba el Kebbe de Alepo, el más apreciado plato de su cocina. El kebbe es un bola de carne y trigo bulgur, sazonada con ajo, cebolla y pimienta. “Alepo es un festín”, escribió Florence Ollivry en un delicioso libro titulado Les secrets d’Alep : Une grande ville arabe révélée par sa cuisine, publicado hace diez años, cuando nadie podía imaginar que esta ciudad que presume ser una de las más antiguas del mundo, se convirtiese en un infierno.

Interesarse en la cocina de Alepo -dice la autora- significa necesariamente apasionarse por la historia de su población, por la habilidad de sus mujeres, de sus artesanos, por el ritmo de sus estaciones y la vida cotidiana de sus comunidades. Alepo es, ante todo, famoso por sus pistachos que exportaba a lomos de camellos a Egipto y a todo el imperio otomano. De la época abasí hay numerosos tratados de cocina. Mercaderes, peregrinos, refugiados, viajeros de lejanas o vecinas tierras, aportaron a la ciudad sus habilidades culinarias. Cocinar el estilo alepino es cocinar al modo otomano, armenio, kurdo, italiano, circasiano, yazidí…

Florence Ollivry traza en su hermoso libro de geneaología de los sabores una sociología culinaria de Alepo esclarecedora. No hay matrimonios mixtos pero los platos, en cambio, son comunes entre sus diversas comunidades que desconocen frecuentemente sus costumbres. Ya dije que su plato preferido es el Kebbe, las mil maneras de hacer el kebbe alepino.

LA VANGUARDIA