Sangre, queremos sangre

La sabiduría popular decía que nunca se puede decir «de esta agua no beberé». Y, efectivamente, todos sabemos que lo que en un cierto momento nos puede parecer indeseable o totalmente inaceptable -ideas o acciones- en otros tiempos y en circunstancias diferentes no sólo puede ser la única alternativa posible aceptada a regañadientes sino la más conveniente. Y si esto a veces es así en nuestra discreta biografía personal y doméstica, en política es el pan de cada día.

La cuestión se planteó hace unos días cuando se contrastó la triste intervención del portavoz del PSOE, Antonio Hernando, en la que justificó una decisión políticamente torpe en la sesión de investidura de Mariano Rajoy, con los vídeos que han corrido por la red en las que afirmaba con aplomo que nunca harían lo que terminaron haciendo y defendiendo. La red se ha convertido en una cruel hemeroteca con patas que te puede perseguir el resto de la vida. Sea con imágenes que delatan antiguos compromisos, sea con viejas huellas que nos retratan, los adversarios políticos untan el pan.

Pero no quiero entrar ahora en esta volatilidad intrínseca de la lógica de la política, entendida como el arte de lo posible. Y menos juzgar a Hernando, a quien diría que el PSOE puso de portavoz para humillarlo y liquidarlo políticamente. Tampoco hablaré de las reacciones propias del combate político, donde los que un día son «traidores» de una causa, otro día señalan sin contemplaciones la «traición» del adversario. Y dejo «traición» entre comillas porque ya es un término del mismo combate político y no intrínseco a la actuación de cada uno.

No: donde quiero poner el acento es en las consecuencias de esta presencia de un recuerdo que no se puede olvidar, que no se puede redimir, y que, por tanto, hace muy difícil reinterpretar el pasado, es decir, hacer memoria del mismo. Porque la memoria no se hace sólo de recuerdos, sino que necesita el olvido para convertirse en una narración que atribuya sentido al pasado en una perspectiva de futuro. La teología («Dios es misericordioso porque nos permite olvidar», C. Potok) o la filosofía («La acción necesita, como los seres vivos, tanto de la luz como de la oscuridad», F. Nietzsche) han hablado. Y la literatura: por no citar a los clásicos, aquí tenemos a Vicenç Villatoro, que escribió la excelente ‘La memoria del traidor’. O también la neurología, que explica que el cerebro necesita olvidar para hacer memoria (Ignacio Morgado, ‘Aprender, recordar y olvidar’). Y como ha hecho notar Theodore Plantinga (‘Redeeming the past’), una cronología exhaustiva de eventos lo único que pondría de manifiesto es su incoherencia intrínseca, que impide cualquier ejercicio de memoria.

No sé decir si en la vida privada es más fácil escapar de la ‘pena de hemeroteca’, pero en la vida pública y en la colectiva se hace cada día más difícil. Y vestir un cambio de principios como si fuera una conversión, o aún como consecuencia lógica de los anteriores compromisos, no es un ejercicio fácil. Sólo hay que ver las dificultades de los nuevos independentistas para justificar un pasado que, juzgado anacrónicamente, a los ojos del ahora, les pesa como un muerto y los hace de poco fiar. Los conversos siempre deben demostrar una fe más encendida que el resto para que no se les tenga por unos oportunistas.

El combate político pide sangre, y más cuando no es un combate dialéctico sino mediático, la arena de un circo. A mí, la sangre no me gusta, ni la del adversario. Me indigna el PSOE y su inconsistencia, pero compadezco a Hernando y cómo se dejó crucificar por los suyos y también por los contrarios. Pero sobre todo intento imaginar si es posible una política que, por culpa de la ‘pena de hemeroteca’, al final ya no permitirá hacer memoria sino sólo sangre. Sólo destruir sin construir. Fíjate a ver si esta no es una de las razones de fondo de la crisis de la democracia.

ARA