La victoria de Donald Trump

Las lágrimas, para los cocodrilos

XAVIER ANTICH

ARA

Desconcierto y estupefacción. Los resultados de las elecciones estadounidenses nos confrontan con lo que todo el mundo consideraba imprevisible y con lo que ahora, en caliente, parece todavía incomprensible. Imprevisible: la prensa más informada, de manera muy mayoritaria, a ambos lados del Atlántico, y los analistas más lúcidos, además de todas las encuestas, descalificaban por inverosímil que Trump ganara las elecciones. Incomprensible: es realmente difícil de comprender que un discurso tan explícita e inequívocamente reaccionario, en todos los frentes, haya obtenido una victoria tan limpia y clara.

Tendemos a analizar los comportamientos electorales en términos de racionalidad, como si sólo la justa evaluación de las ganancias y pérdidas, desde una perspectiva política orientada por la confianza en el progreso de una sociedad concreta, fuera el criterio que orienta la decisión libre de los miembros de una colectividad. Desde esta perspectiva, que no excluye la dimensión moral, provoca estupor que la mayor parte de la ciudadanía estadounidense haya apostado por un candidato que no ha ocultado sus motivaciones ni sus convicciones. Trump se ha mostrado prepotente y narcisista, machista y homófobo, ultranacionalista y xenófobo. Se ha enfrentado a los «políticos» como si él no lo fuera, y a la «prensa» como la responsable de todos los males. Ha utilizado la mentira y la difamación para insultar a Obama y Clinton y propagar rumores infundados. Defendió las armas, ha elogiado a Putin, ha articulado un discurso brutal contra «los extranjeros» que sería difícil de asumir incluso para Reagan o los Bush. Se ha opuesto frontalmente al intervencionismo estatal en la corrección de las dinámicas sociales y ha propuesto un rearme supremacista de la ideología WASP. Junto al programa de Trump, el Tea Party parece una tropa de ‘happy flowers’. Y aún así ha ganado.

La victoria de Trump desafía la comprensión racional. Pero, como escribió Hannah Arendt en 1953, «si nos limitamos a saber contra qué luchamos, sin aún comprenderlo, menos aún sabremos ni comprenderemos a favor de qué estamos luchando». Arendt se preguntaba, estupefacta, cómo era posible que los movimientos totalitarios hubiesen surgido en sociedades no totalitarias. Nosotros hoy tenemos que preguntarnos cómo es posible que un discurso políticamente tan populista, regresivo y, en muchas cosas, abominable como el de Trump haya surgido y ganado en una sociedad profundamente democrática con la estadounidense. ¿Es suficiente apelar a que Obama no haya hecho todo lo que había prometido? ¿Es suficiente esgrimir que Clinton era la candidata del establishment? ¿Es suficiente reconocer la antipatía personal que Clinton parece que provocaba? ¿Es sostenible atribuir la victoria de Trump a la América profunda o a la estupidez de los millones que le han votado?

Arendt, tratando de comprender la, según ella, incomprensible aceptación popular de los gobiernos totalitarios donde habían triunfado, reconocía, con impotencia, que «vivimos en un mundo patas arriba, un mundo en el que no podemos orientarnos acatando las reglas de lo que un día fue el sentido común». Y hacía un diagnóstico: «La necedad se ha vuelto tan común como antes lo era el sentido común». Me temo que muchos de los análisis de urgencia que se están haciendo en estas horas parten de aquella «moda detestable», que decía Chesterton, de considerar «idiota» al hombre común (‘the common man’). ¿O es que la ciudadanía, sea dónde sea, sólo puede ser considerada como madura cuando sus decisiones colectivas coinciden con nuestras opiniones políticas? ¿O es que la democracia no consiste, precisamente, en el principio según el cual tal vez los otros pueden tener una cierta razón, aunque sea con opciones radicalmente diferentes de lo que nosotros defendemos? Sé que hiere pensarlo.

El problema, por mucho que con la urgencia del momento nos cueste verlo, es por qué una opción como ésta ha movilizado el voto mayoritario de la sociedad norteamericana. Un problema, por otra parte, inseparable de otro: ¿dónde están los veinte millones de votos que Obama movilizó en 2008 y que, con los datos que ahora mismo tenemos a mano, parece que se han quedado en casa?

¿Tendrá razón Martha Nussbaum, que en mayo pasado, ante el ascenso de la opción de Trump, ya alertaba del poder extraordinariamente movilizador del discurso de la rabia y del odio, un discurso destructivo, a la contra y reaccionario, en sentido etimológico? Ella sugería que, en situaciones de descontento generalizado, moviliza más la rabia destructora que la posibilidad constructiva que no rehúye las complejidades y reclama paciencia, mucha paciencia, porque nada difícil puede resolverse fácilmente.

Demasiado convencidos de la capacidad de la racionalidad política para determinar el voto, ¿no hemos menospreciado, todos, lo que Trump representaba, por execrable que nos parezca, y que, finalmente, le ha dado la victoria? Quizás deberíamos empezar a pensar lo que ha pasado. Y no nos engañemos: Trump es el síntoma de una amenaza muy real. Haríamos bien en dejar las lágrimas para los cocodrilos. Tenemos mucho trabajo.

 

Un peligroso experimento real

ANDREU MAS-COLELL

Nunca imaginé que escribiría este artículo. Lo hago dominado por la tristeza, y también por la angustia. Hace dos días me empecé a inquietar. Recibí una «Carta abierta al pueblo americano» firmada por veinte premios Nobel de economía estadounidenses. Pedían el voto para Hillary Clinton y explicaban por qué. Huelga decir que la coincidencia de tantos maestros de la economía me reconfortó. No la firmaban sólo los esperables de Harvard, MIT, Princeton, Columbia, Berkeley o Stanford, sino también los de la Universidad de Chicago, tradicionalmente republicanos. Pero me alarmó la fecha, el 31 de octubre, muy tardía, y un cierto tono desesperado en el escrito. Se lo veían venir.

Me preguntan cuáles serán las consecuencias económicas de la victoria de Trump. Propongo repasar las previsiones de los premios Nobel. Una advertencia: la amplitud del espectro político de los firmantes hace que haya temas que no se mencionen, como el sistema de salud que fue el gran triunfo de Obama (Obamacare). Este sistema ha sido muy atacado y cuestionado por Trump y está, por tanto, muy amenazado.

Los Nobel dicen, en primer lugar, que Trump no tiene experiencia de servicio público y que su agenda económica es incoherente. Y enumeran, como muestras de esta incoherencia, propuestas que califican de gran imprudencia política: «Las amenazas de guerras comerciales con algunos de los socios comerciales principales del Estados Unidos» (sin duda aluden, entre otros, a China), «los planes de deportar a millones de inmigrantes», «los miles de millones de dólares de rebajas de impuestos sin financiación alternativa» o «La sugerencia de que los Estados Unidos podrían amenazar con quebrar a fin de provocar una renegociación con sus acreedores, como si los bonos del Tesoro estadounidense fueran bonos basura». Señalan que cada una de estas propuestas podría amenazar «los fundamentos de la prosperidad americana y la economía global». Por mi parte: amén.

Desgraciadamente, el experimento mental de los Nobel se ha convertido en un experimento real. Cada uno de los puntos que se han mencionado es un peligro nada hipotético. ¿Los veremos realizados?

 

Cuatro años de lucha

El desastre Trump en el terreno económico (hay muchos otros terrenos en los que el impacto puede ser igual de desastroso o más, por ejemplo, en los temas de seguridad global) es que los sectores de EEUU que no han votado por Trump (predominan cerca de los dos océanos: el mar modera) y el resto del mundo tendremos que pasar cuatro años luchando para evitar este desastre, con una perspectiva de éxito dudosa. Y si se consigue evitarlo no podremos estar satisfechos porque se habrá estado haciendo lo que nunca se debería haber planteado y no se habrá hecho lo que ahora tocaba hacer. ¿Quién recordarà el cambio climático en los próximos cuatro años? Y Dios quiera que no acaben siendo ocho.

La elección de Trump por parte del pueblo americano pone a prueba la fe en la democracia. Me apresuro, pues, a decir que sigo siendo un creyente del ‘dictum’ según el cual la democracia es el peor de todos los sistemas excepto todos los demás. Pero no diría lo mismo del método de primarias: un sistema que produce estos dos candidatos (mejor la Sra. Clinton, pero con muchas debilidades) debe ser perfectible. No es evidente que la designación por parte de algunos factótums reunidos en una habitación cerrada hubiera producido un resultado peor.

Más cerca de aquí, ojalá la elección de Trump haga repensar a los británicos si les conviene alejarse de Europa. Ciertamente, todos somos vulnerables (todos los ojos se vuelven ahora hacia Francia), pero divididos lo seremos más.

 

El análisis de Antoni Bassas: ‘Trump, ha ganado el partido de los «que se jodan!»‘

Donald trump ha ganado las elecciones y el día 20 de enero del año que viene se convertirá en el presidente de los Estados Unidos.

Esta madrugada, cuando me he levantado para escribir para la edición especial en PDF que hemos publicado a las siete de la mañana, me he encontrado con que la victoria de Trump ya era muy probable. Y en el silencio de la madrugada en Barcelona, en aquella hora en que la realidad se percibe nítida y despojada de cualquier inclinación personal, uno piensa por qué debería haber ganado una candidata de quien hemos considerado que no traería ningún cambio significativo en la vida de los estadounidenses, más allá de ser la primera mujer presidenta, una candidata que ya fue derrotada en 2008 por un desconocido sin pedigrí llamado Obama, ella, que tenía todos los contactos y todo el conocimiento, y por qué ahora esta misma candidata debería haber ganado si no ha sabido ni llevar a todos sus votantes a las urnas. Definitivamente cae mal. Intuimos que habría podido ser una buena presidenta (en tiempos normales, estos no lo son), pero, decididamente, es una mala candidata. Y a la luz de la victoria de Trump, que parecía inminente, he empezado a preguntarme por qué no podía ganar Trump. «¡Por culpa del FBI!», dijo Mia Farrow en Twitter, pero suena a lloriqueo porque el árbitro nos perjudica. Si toda la vida hemos explicado que en EEUU son más importantes los candidatos que los partidos, qué tendría de extraño que ganara alguien como Trump, que se enfrentó al Partido Republicano e insultó a los veteranos, los hispanos y que derrotó 16 candidatos republicanos en las primarias como si fueran colegiales.

Ha ganado el voto de los «¡que se jodan!». El voto oculto del que está harto de que la política no sirva para mejorar sus condiciones de vida y dice eso de «¡que se jodan!». Exactamente como el Brexit en Inglaterra. Mucha gente se pregunta esta mañana ¿cómo es que esto, todos los analistas que hemos dicho y hemos escrito que Trump no ganaría ni las primarias, no lo veíamos venir? Es probable que, en parte, hayamos confundido nuestros deseos con la realidad. Pero también es cierto que la economía estadounidense se había recuperado mejor que la europea, con un paro de entre el 4 y el 5%. Y si el problema es la desigualdad, ¿cómo puede confiar un trabajador del 99% en un millonario del 1% como Trump para que lo saque y lo devuelva a la clase media?

Y más aún, la victoria de Trump no parecía probable porque desafiaba todo lo que creíamos saber sobre los Estados Unidos. En un país en el que tapan las palabrotas en la televisión y no puede salir en ella ni un pezón, ¿cómo había de ganar un maleducado, racista y machista como Trump? Esta mañana sabemos la respuesta. Porque Trump ha funcionado con el principio de la telerrealidad. ¿Cómo puede la gente votar a Trump? De la misma manera que nos preguntamos cómo puede la gente ver según qué programas de televisión. Trump domina esta gramática.

Hillary no querido ni aparecer a conceder la victoria, lo que, a falta de una explicación oficial, sólo puede entenderse como que está desvastada. Trump le dijo en campaña que nombraría un fiscal especial para que la terminara metiendo en la cárcel. Hoy, en el discurso de victoria, ha sido mucho más suave en las formas.

Ha ganado Trump, sí, pero este partido lo ha perdido la política tal como se hace, el uso de la de democracia para que nada cambie, el miedo al cambio o la falta de respuestas ante un mundo que se mueve muy deprisa. Si querían derrotar al ‘establishment’, han elegido al candidato perfecto.

La ha perdido la política de las apariencias. Como dijo el profesor Tom Harrington, un presidente negro como Obama o una mujer presidenta como Hillary Clinton parecían suficientes ‘per se’. Dijo Harrington: «Votar una cara negra hace sentirse bien. Con Hillary Clinton pasará igual. Será un baño de bienestar mental: Ah, una mujer presidenta! Pienso en mi madre, que no pudo…». Son sentimientos muy legítimos, que comparto. Pero el sentimiento no sustituye el pensamiento sensato, que requiere la construcción de alternativas reales para una sociedad que cambia rápidamente. Y en Estados Unidos han hecho un trabajo muy bueno de arrinconar las voces críticas. Podemos hablar de todo, pero en los lugares no centrales del espacio público».

Los Estados Unidos y el mundo se enfrentan a una presidencia de consecuencias imprevisibles. Obama, que aspiraba a pasar su legado a Hillary Clinton, debe estar muy arrepentido de aquella cena de 2011, en Washington, en la que se rió de Trump ante todos, e incluso se permitió a imaginar el futuro.

Han ganado el miedo y la rabia, y Trump, un hombre que nunca en la vida ha tenido un cargo público, será presidente. Es un nuevo mundo, con la democracia con la lengua fuera para atraparlo. Los populistas del mundo tienen un nuevo líder. Y nosotros, motivos para entender lo que alguien dijo una vez: «en política, el cargo más difícil de todos es el de ciudadano».

 

Un contexto espeluznante

JOSEP RAMONEDA

1. AMENAZA.

Este artículo está escrito sin saber quién ha ganado en EEUU. Y, en medio de tanta simplificación interesada, populismo contra continuismo, malos contra buenos, pretende hablar del contexto, más acá del resultado. El sociólogo alemán Wolfgang Streeck, en su último libro, advierte que el capitalismo puede morir de sobredosis y dice que «el matrimonio entre la democracia de sufragio universal y el capitalismo está acabando en divorcio». Pero Martin Wolff, en el Financial Times, le hace una justa precisión: «La amenaza hoy no es el final del capitalismo, es una depredadora forma de capitalismo posdemocrática». Esta amenaza autoritaria no queda resuelta por el hecho (que así sea) que Clinton gane a Trump.

Andreas Huyssen, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia, a propósito del tránsito de nuestras sociedades hacia el autoritarismo posdemocrático, me escribe: «Siento que estamos un poco como al principio de los años 30. Dictadores chalados en Rusia, en Europa del Este, en Turquía, en Filipinas, y declive de las políticas democráticas en nuestros países, acelerado por los universos paralelos en Facebook y otros medios digitales. Con independencia de cómo terminen las elecciones, aquí la situación es espeluznante. Viviremos en un clima embrutecido durante mucho tiempo. Los republicanos ya están hablando del ‘impeachment’ a Clinton si ganara». Y quizás nada expresa mejor este pesimismo que una rotunda frase de Cornell West, filósofo del grupo de intelectuales negros de los años 90: «Un desastre (Clinton) es mejor que una catástrofe (Trump)».

Es evidente que el estilo Trump es una estafa política, y una ofensa ética y estética. No tiene ninguna intención de poner en cuestión el ‘statu quo’ del que forma parte. Simplemente capitaliza el malestar generado por las fracturas acumuladas en estos años nihilistas, en el que algunos han creído que todo era posible, con intención de enfilar hacia la vía autoritaria. Es la cultura posdemocrática emergente de la que Putin es modelo. La explotación del resentimiento siempre ha sido el punto de partida de los fascismos. Sin embargo, el fenómeno Trump ha servido para hacer emerger en los medios una cruda realidad que no se quiere mirar a la cara, y ante la que ahora ya nadie podrá alegar ignorancia. Hay mucha gente que se siente desamparada, excluida y humillada. Y el racismo y el machismo están inscritos en el ADN de la América profunda, como fruto de transmisiones culturales muy arraigadas. Y cuando la sociedad se agrieta, estas pulsiones convergen. Parece increíble, pero hay mucha gente blanca en Estados Unidos a quien resulta insoportable haber tenido un presidente negro. Una parte del establishment americano ha jugado estas cartas para reforzar su dominio. Y no viene de hace tres días.

 

2. PARADOJA.

Con el espantajo populista parece que resolvemos todos los males. Habrá ganado uno u otro, pero los problemas de una América fracturada seguirán igual. Eso que llaman los populismos son el efecto, no la causa. Si finalmente se impone Clinton, habrá un alivio e incluso un cierto triunfalismo, han ganado los buenos, pero es una reacción tramposa. Se ha salvado la normalidad, pero es ésta, en su incapacidad de reconocer problemas básicos, la que favorece la expansión del conservadurismo neofascista. Los aspavientos antipopulistes son hipocresía. ¿Sólo los desheredados han apoyado a Trump? No. La inmensa mayoría de los dirigentes republicanos -es decir, del establishment neoconservador- está con él. No hicieron nada para impedir que fuera candidato. Muy pocos líderes del partido se han distanciado de él, sólo algunos jubilados, como Bush, Powell o McCain. No le ha faltado el apoyo de empresarios conocidos. La paradoja Trump se enuncia así: su imagen de desequilibrado se utiliza como amenaza para justificar que nada cambie, pero, al mismo tiempo, su calculada campaña es un ensayo general del autoritarismo posdemocrática que el republicanismo ha alimentado en los últimos tiempos. En el próximo candidato sólo lo tendrán que disfrazar un poco mejor.

ARA