Las reglas están cambiando

No es el mejor día para hablar de las elecciones norteamericanas porque el lector ya sabrá el resultado mientras que yo escribo estas líneas dos días antes, a ciegas. Y siempre es más fácil dar cuenta de por qué se han producido los hechos cuando ya sabemos cómo ha acabado la historia que hacerlo sin saber el final. Pero no pretendo adivinar lo que a estas alturas ya se habrá producido, sino reflexionar sobre por qué a dos días de las elecciones los resultados eran tan inciertos.

Estas elecciones norteamericanas han resultado raras. Primero fue la aparición por sorpresa de Bernie Sanders, un respetable anciano que con un programa y un discurso inteligente, crítico con el statu quo político y profundamente renovador, hizo tambalear durante meses la candidatura de Hillary Clinton. El más viejo se llevaba el voto de los más jóvenes y de los mejor formados. En segundo lugar, está la decepción de una candidata que no ha sabido ganarse la confianza ni entre su electorado. Nadie duda de que es la mejor preparada, pero es precisamente eso lo que le ha restado credibilidad. No ha sido una candidata capaz de aportar ningún frescor a los ocho de años de gobierno demócrata de Obama, que, sin ser un desastre, no ha satisfecho las quizás excesivas expectativas iniciales de cambio.

Pero, y en tercer lugar, lo que ha provocado el mayor desconcierto ha sido la fortaleza del candidato republicano, por quien al principio nadie habría apostado nada. En los ambientes expertos no se hace otra cosa que intentar buscar explicaciones para aquello que en los ambientes populares se entiende a la perfección. Suele ocurrir que la realidad desmiente sólidas teorías cuando los argumentos políticamente correctos enmascaran las razones políticamente incorrectas. Y es que Donald Trump, sea cual haya sido el resultado final –condicionado por un sistema electoral que no depende directamente del voto popular obtenido–, ha llegado fuerte al final de la campaña justo por todo aquello que horroriza a sus adversarios.

Es cierto, como lo calificaba Timothy Egan en The New York Times del viernes pasado, que, en caso de ganar Trump, estaríamos ante la primera presidencia de la era posverdad. Es decir, de un tiempo donde la mentira ya no parece importar tanto como lo había hecho antes. O mejor dicho: de un tiempo en el que cada uno cree lo que le da la gana, al margen de los hechos. Que Trump diga que la tasa de asesinatos en Estados Unidos es la más alta de los últimos 45 años, cuando es la más baja desde 1965 y es menos de la mitad que la de 1980, le da igual a su votante. Que se haya comprobado que el 70% de las afirmaciones de Trump son mentira sólo ha conseguido que los ‘fact-checking’ –las instituciones dedicadas a comprobar la veracidad de las declaraciones– hayan acabado desprestigiados.

El problema es que ni siquiera ganando Clinton, si fuera el caso, no por ello cambiará el clima político que vive Estados Unidos, por cierto, muy parecido al europeo. Trump es la cara descarada –y descarnada– del malestar económico, de las clases medias empobrecidas y abandonadas, y también de los que nunca tuvieron esperanzas. De los engañados con falsas promesas. Nos puede escandalizar su discurso en contra de la inmigración, que es lo que lo catapultó al frente del resto de los candidatos republicanos. Pero en un país de antiguos inmigrantes, el éxito de su discurso sólo se puede explicar porque desagravia a los que han sido económicamente humillados, antiguos inmigrantes –ahora ya norteamericanos– incluidos. Es la humillación la que mueve al mundo.

Donald Trump, precisamente porque es descarado, puede parecer “uno de los nuestros” –aunque nos desagrade–, mientras que Hillary Clinton siempre será “una de los suyos”, por mucho que quiera quedar bien con todos. Y que la prensa progresista –muy particularmente The New York Times– haya hecho una durísima campaña contra Trump lo ha favorecido. Primero, porque ha reafirmado su cara antisistema. Segundo, porque el miedo al desastre nunca moviliza tanto como la ilusión de un cambio que los demócratas ya quemaron con Obama. Y tercero, porque las reglas del juego ya no respetan con claridad aquello que antes eran las derechas y las izquierdas. Ahora, pueden ser los conservadores como Donald Trump, o como Marine Le Pen, o incluso como Mariano Rajoy, los que parezcan ofrecer más garantías para conservar los derechos sociales ya alcanzados. A muchos norteamericanos no les interesa tanto la promesa de una universidad gratuita sino que estudiar les ofrezca un trabajo para poderla pagar y que una deuda desbocada no amenace su futuro y el de las nuevas generaciones.

Entiéndaseme bien: a efectos de catalizar el descontento, el voto a Trump en Estados Unidos se aguanta sobre la misma lógica popular del voto a Podemos en España. Y es que hay nuevas políticas, cuyas claves ya no son las que hasta ahora habíamos conocido. Por eso, y al margen de quien haya ganado finalmente, sabemos que habría podido pasar cualquier cosa. Los tiempos están cambiando, y las reglas de juego, también.

LA VANGUARDIA