De la era libertaria a la era reaccionaria

Hace dos años, el historiador americano y profesor de la Columbia University Mark Lilla publicó un importante artículo-ensayo en el New Republic sobre las características de la nuestra «era libertaria». Como buen discípulo de Lilla, a lo largo de los años he ido desgranando este concepto con más o menos acierto. La era libertaria es el intento de hegemonía del no relato y la intolerante tolerancia de todas las opciones. Esta era de hiperpluralismo se conecta con las tesis del fin de la historia, la ausencia de dialéctica en un mercado de política democrática, y la legitimación de toda idea por el solo hecho de existir. No hace falta decir que con el fermento neoliberal y, en menor medida, neoconservador que alimenta esta noción de era libertaria, el resultado es una sociedad que entroniza la libertad individual, el pluralismo acrítico y la desconfianza hacia la autoridad.

El hegemónico «Kingdom of Whatever» (Reino de cualquier cosa) de nuestra era libertaria ha tenido una corta vida en la atenta mirada intelectual de Lilla. En la víspera de las elecciones presidenciales americanas, en las páginas del New York Times Lilla proclamaba el advenimiento de una nueva era: la nuestra «era reaccionaria». Es cierto que la era libertaria podía haber empezado con Fukuyama y su fin de la historia. Pero no deja de sorprender que con Trump se cumpla una nueva era de reacción, cuando eso ya se podía haber proclamado, por ejemplo, poco después del 11 de septiembre del 2001.

Adquirí el estatuto de discípulo de Lilla en la Columbia University justamente en los tiempos que él se afanaba por retratar la era libertaria. De aquel intento, por el contrario, salió su último libro The Shipwrecked Mind que aborda el pensamiento reaccionario contemporáneo. Para Lilla, el término «reaccionario» no es peyorativo, sino que ejemplariza un pensamiento político investido de cambiar la sociedad en parámetros conservadores con el fin de revertir la herencia política obtenida (sobre todo si es liberal o progresista), y contener la revolución socialista. Lilla identifica el nacimiento de esta reacción en los intelectuales agrupados a cubierto del candidato presidencial republicano de 1964, Barry Goldwater. Todo se ha denominado neoconservadurismo y ha sido, a veces, un extraño compañero de viaje del neoliberalismo. El neoconservadurismo también ha sido el faro ideológico de Reagan, Tatcher, Juan Pablo II y George W. Bush.

¿Cómo se entiende, pues, que hace dos años Lilla proclamara que vivíamos en una era libertaria y que hoy Lilla proclame que vivimos en una era reaccionaria?

Posiblemente, Mark Lilla es el termómetro de un estado de ánimo intelectual, una mentalidad de la élite opinólatra de expertos mundiales que ven el porvenir con preocupación esnob. Hace dos años, a pesar de los estragos de la Gran Recesión y el pesimismo en el que nos instalamos, la hilera de expertos profesorales todavía vivían en la autocomplacencia intelectual de la mentalidad triunfante. Las guerras americanas pasaban en lugares lejanos —como los conflictos regionales limitados de la Guerra Fría— pero sin los efectos de la conscripción de la guerra de Vietnam. La carne de cañón que se enviaba a Iraq o Afganistán era felizmente sacada de los Apalaches de los hillbillies —un agujero negro en la geografía americana—. Los atentados terroristas parecían ir a la baja. Y el mundo occidental podía ser lo bastante frívolo e insustancial para predicar las bondades del no relato libertario que Lilla retrató con tanto esfuerzo meritorio.

Pero después vinieron los sucesivos atentados de París. El Estado Islámico empezó a ser señor de la propaganda mediática del 2.0. La Gran Recesión plantó semillas de rabia, desigualdad económica y reavivado clasismo —que germina hoy con fuerza—. La generación millennial se endeudaba de manera tal que se situaba ya en la bancarrota técnica. La automatización laboral y la falta de trabajos decentes hacían el resto. De repente, el populismo y el autoritarismo parecían recetas válidas. ¡Fuera, tolerancia intolerante! ¡A tomar por saco, mercado de pluralismo acrítico! ¡Viva la autoridad y el estado de emergencia constitucionalizado! ¡La ideología vuelve, temblad cobardes!

La clase trabajadora blanca se subleva contra los hermanos obreros inmigrantes. Referéndums y elecciones destruyen la hegemonía de los expertos que proclaman el camino, la luz y la vida. Los populistas de tupé barren el sistema. Una especie de espíritu völkisch parafascista recorre las calles de Occidente. Los comunistas ya planifican reedificar un salvífico muro de Berlín. Se recuperan los desfiles como deporte nacional(socialista). Como si saliera de un sueño, el profesoral Lilla ha descubierto brutalmente que su era libertaria se ha convertido en una trampa reaccionaria y una nueva era de miedos e inestabilidad llegaba dos tristes años después. Lo real golpea siempre de manera obscena.

La realidad es que el nuestro presente es producto de la era libertaria. La reacción siempre estuvo presente. Los comunistas siempre hicieron su ABC. El capitalismo liberal siempre flirteó con el autoritarismo cuando convenía. La vanidad intelectual llevó a Lilla a pensar que su nostalgiada visión no ideológica del mundo duraría para siempre y que sería dogmática en la falta de dogma. De la era libertaria tenía que salir alguna cosa. Seguramente, la era libertaria no nos ha dejado todavía. La tenemos aquí. Sin embargo, estamos transmutando en una nueva cosa. No sé qué vendrá, ni si realmente será tan catastrofista como nos lo pinta el profesoral historiador. Lilla simplemente ve la amenaza de quien tiene miedo de que le cojan las vacas. Es por eso que la descripción de su era reaccionaria es eminentemente estomacal y moral, como si reeditara el lenguaje americano del red scare transmutado en Trump scare y aplicado al populismo autoritario de derechas que Trump encarna tan magníficamente bien. En este ejercicio no se está solo: lo acompaña la Internacional opinólatra de expertos.

Quizás —y sólo quizás—, Lilla tendría que invertir un extra libidinoso en productos venéreos antes de precipitarse en la fijación de una cronología política cada dos años. Así, las grandes eras de la humanidad, como los coitos, nos durarían un poco más y estarían mejor dotados.

EL NACIONAL.CAT