La victoria de Trump

Antisistema

JOSEP RAMONEDA

ARA

Paul Berman, ensayista americano, dice que el análisis político se ha equivocado: «Funciona sobre un principio único, la analogía histórica, y nada en la historia americana es análogo al éxito de Trump». Habrá tiempo para analizar lo que está fallando. Pero la confusión entre los deseos y las realidades en una cultura periodística que a menudo piensa más en influir que informar tiene un papel central. Tanto entre los analistas como en el mundo político y económico reina la voluntad performativa: si decimos que pasará lo que queremos que pase podemos contribuir a que pase. La condición humana necesita creer que puede controlar el futuro y a menudo al periodismo se le pide más anticipación que información.

No aprendemos. Trump es un populista antisistema, se repite. Guerra a los populismos. Y se mete en el mismo saco a una serie de movimientos a combatir que no tienen nada que ver entre ellos. Y ya volvemos a la espiral de la desinformación. Se mire como se mire, entre Trump, el independentismo catalán y Podemos sólo hay en común la expresión de profundos malestares que el autoproclamado sistema (sin sistema no hay discurso antisistema) no quiere reconocer.

Trump no es antisistema; es la opción de recambio del sistema. Se está rodeando de directivos de fondos de inversión, de millonarios de gama alta y de los pioneros del autoritarismo posdemocrático, como Gingrich y Giuliani. ¿Estos son los antisistema? Trump utiliza el malestar de la ciudadanía para encuadrarla a partir del viejo juego del redentor garante de los valores eternos (patria, grandeza de América, prioridad a los auténticos nacionales, EEUU ante todo), que no tienen nada de antisistema. Y luego él mismo se encargará de poner la camisa de fuerza a sus votantes, si como es previsible, no hay ninguna voluntad en el actual capitalismo deprededor -el suyo- de hacer concesiones para que la ciudadanía no se sienta rechazada. Como dice la filósofa Catherine Colliot-Thélène, coautora de ‘Pueblos y populismo’, el término populismo es un obstáculo para un análisis serio de las transformaciones de la política. Descalifica, pero no explica.

 

 

Trump, el preferido de Clinton

Santiago Alba Rico

Cuarto Poder

Es difícil añadir nada nuevo a algunos de los excelentes análisis que desde la izquierda se vienen haciendo estos días en torno al triunfo de Trump en las elecciones estadounidenses del pasado martes; nada, desde luego, al marco interpretativo general, orientado a tratar de entender -y no a despreciar- los motivos del votante republicano. Me gustaría sólo recordar algunos datos muy elementales para desplazar la mirada hacia arriba, lejos de las urnas, en dirección al lugar que ocupan los candidatos, ese lugar donde -en EEUU y en Europa- se están produciendo los verdaderos cambios.

Recordemos, por ejemplo, que el 37% del ya reducido censo electoral estadounidense no ha votado.

Que Trump ha ganado el voto electoral pero no el popular; es decir, que va a ser presidente de los EEUU con menos votos que su rival.

Que Trump ha obtenido menos votos que otros candidatos republicanos derrotados en comicios anteriores. Pensemos, por ejemplo, en los casos de McCaine en 2008 y de Romney en 2012.

Que la mayor parte de los votantes ha votado a uno de los dos partidos tradicionales en un país donde sólo formalmente es posible llegar a la Casa Blanca desde fuera del bipartidismo centenario dominante. Que Trump era, por tanto, el candidato de los republicanos como Clinton la candidata de los demócratas y que gran parte del voto estadounidense va rutinariamente destinado a una de las dos marcas, con independencia de quién las represente.

Que no es cierto -o no del todo- que el voto a Trump refleje una “revuelta de los pobres”. Según las estadísticas, del 17% de votantes cuyos ingresos son inferiores a 30.000 dólares, el 53% habría votado a Clinton y sólo el 41% a Trump; una distribución muy parecida se registra en la franja de población (19%) con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Trump gana precisamente en todos los tramos económicos superiores, donde el resultado, por lo demás, es muy equilibrado. Gana también entre los blancos, hombres y mujeres (63% y 53% respectivamente), mientras pierde entre los no blancos, cuyas condiciones sociales son menos favorables (sólo han votado republicano un 12% de negros y un 35% de latinos, algunos más, en todo caso, que en las elecciones ganadas por Obama). Si hay una “revuelta” es la de los blancos trabajadores pobres de zonas rurales, “revuelta” que, más que autorizar una lectura tradicional de “clase”, expresa una fractura cultural no desdeñable -dirá la socióloga Arlie Rusell Hochschild– entre la derecha pobre estadounidense y el Estado del que depende. En un libro de título muy elocuente (Extranjeros en su propia tierra: ira y luto en la derecha americana) Hochschild describe con detalle la situación en Louisiana, donde los blancos más castigados por la crisis, beneficiarios de subsidios estatales, se sienten despreciados por las clases urbanas liberales, también blancas, que les habrían cortado el acceso al “sueño americano” (en favor de los negros o los latinos) y además condenarían sus relaciones familiares, sus creencias religiosas y hasta su forma de comer.

Digamos, por tanto, que la crisis, y la respuesta de los poderosos, ha agravado una fractura cultural ya existente que no ha afectado, sin embargo, al sistema de partidos ni a la distribución del voto. La lección que yo extraería de la victoria de Trump -y de la extensión del destropopulismo en el mundo entero- no es la de que los trabajadores y clases medias empobrecidas prefieren el fascismo; lo que se ha desplazado hacia la derecha no es el electorado sino los dirigentes y sus partidos. Podemos afirmar sin vacilaciones que en las elecciones del pasado martes, en el marco intocado del bipartidismo, cada uno de los candidatos representaba, respecto del año 2012, la derechización extrema de sus respectivas organizaciones, con la diferencia de que, mientras Clinton había cerrado toda apertura por la izquierda y representaba a las élites blancas y al establishment capitalista, Trump representaba un paradójico -dice muy bien Amador Fernández-Savater– “elitismo anti-elitista, un sistema anti-sistema y un capitalismo anti-capitalista”. Mientras el votante de izquierdas se quedaba sin representación o derechizaba su voto como mal menor, el votante republicano se radicalizaba y hasta giraba hacia la izquierda votando una propuesta que combinaba ataques a los ganglios económicos y simbólicos del sistema con una reivindicación orgullosa de la cultura material de los blancos más pobres, despreciada por los demócratas. Sólo Bernie Sanders, el candidato demócrata derrotado en primarias, se ha mostrado plenamente consciente de este doble frente -social y cultural- como lo demuestra su comunicado del pasado miércoles, en el que escribe que “en la medida en que Trump esté dispuesto a tomar medidas políticas en favor de las familias trabajadoras de este país, yo y otros progresistas estamos preparados para trabajar con él; en la medida en que defienda políticas racistas, sexistas, xenófobas y anti-ecológicas, nos tendrá vigorosamente en contra”.

¿Quién es el último responsable de la victoria de Trump? Hay motivos fundados para creer que, en el contexto descrito, sólo Sanders podía haber presentado verdaderamente batalla con alguna garantía de éxito. Y que son los liberales blancos del partido demócrata -no menos racistas, por cierto, y más clasistas- los que, entre Sanders y Trump, han preferido al chiflado, autoritario, machista y xenófobo candidato republicano. La citada Arlie Rusell Hochschild es tajante sobre la responsabilidad de los dirigentes progresistas: “El Partido Demócrata, el partido de los trabajadores, se está desangrando. La gente trabajadora abandona el partido en masa, haciendo que sea la izquierda la que se convierte en extranjera en su propia tierra. [Los votantes de Trump] no son en absoluto deplorables, como declaró Clinton. Son sus aliados naturales. Muchos sienten simpatía por Bernie Sanders, a quien llaman, con afecto, “tío Bernie”. De hecho ya estamos de acuerdo en muchas cosas. La pelota está en el tejado de los demócratas. El error es suyo: han abandonado a la clase trabajadora”.

Esta “opción por el mal mayor” de los partidos “demócratas”, que ya hemos visto otras veces antes a lo largo de la historia, es un fenómeno común que hoy se extiende por Europa. ¿Por qué gana terreno Le Pen en Francia mientras el PSF se desploma? ¿Por qué gana el Brexit en Inglaterra? ¿Por qué la socialdemocracia se disuelve como un azucarillo mientras avanza irresistible la ultraderecha? Más allá o más acá de una izquierda autocomplacida en la derrota y desamarrada de la “cultura de los pobres”, la culpa es de unos partidos, unos intelectuales y unos medios de comunicación que abren camino a todos los Trump del continente cerrando el paso a quienes podrían frenarlos. Lo explica muy bien el conocido sociólogo italiano Marco d’Eramo: “nunca habrá un plan B si sigue prevaleciendo el relato según el cual toda forma de disidencia, de descontento popular y de voluntad de cambio es catalogada bajo el sello de “populista”. [En EEUU] la partida estaba ya jugada desde el momento en que los gestores de la opinión pública habían equiparado a Sanders y a Trump bajo la etiqueta “populista”, olvidando que la distancia entre los dos es intergaláctica: uno quería el servicio sanitario nacional, el otro quería suprimir el Obama Care; uno quería imponer tasas a los bancos, el otro abolir los impuestos, uno reducir los gastos militares y el otro construir un muro en la frontera de México”. Uno, añadiría yo, quería recuperar y profundizar la democracia; el otro sacrificarla a un proyecto ideológico autoritario, discriminatorio y medieval.

Nuestros políticos y periodistas mainstream optan una vez más por “el mal mayor”. El caso de España es ejemplar. Es el único país de Europa donde existe una alternativa pujante a la ultraderecha; el único país donde el malestar frente a la crisis y la clase política ha adoptado una forma democrática; el único país donde puede apoyarse institucionalmente un dique europeo frente al fascismo. Ayer en estas mismas páginas Carlos Fernández Liria escribía un magnífico artículo en el que recordaba lo que representan Podemos y las fuerzas del cambio, así como la responsabilidad de nuestros medios de comunicación (y nuestros opinadores) en su debilitamiento y criminalización. Cada vez que se califica a Podemos de “populista”, equiparando a Pablo Iglesias con Trump o Le Pen, se toma en realidad partido por Trump o Le Pen -se trabaja en favor de un Trump o un Le Pen- y ello frente al único proyecto factible que, con todos sus errores y hasta sus miserias, no sólo está evitando el trumpismo y el lepenismo en España sino que se toma en serio la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho.

La sola polarización real que existe hoy en el mundo -muerto el comunismo histórico- es la que existe entre democracia plena y dictadura(s), entre civilización y barbarie, entre derecho(s) e intemperie. El caso de EEUU debería enseñarnos lo que ocurre cuando las élites abandonan a los pueblos y desplazan a un Sanders en favor de una Clinton: que los Clinton y sus partidarios, con la democracia que no han querido defender, son devorados por el fascismo.

https://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/11/11/trump-el-preferido-de-clinton/9290

 

 

Las horcas de la ira

MANUEL CASTELLS

LA VANGUARDIA

La elección de Donald Trump convulsiona al mundo. No sólo por los imprevisibles cambios en la nación más poderosa, sino porque marca un hito en la rebelión global contra una globalización incontrolada y las élites políticas y financieras que la propugnan. En la cultura anglosajona se habla de pitchforks para referirse a las rebeliones campesinas que blandieron sus horcas para enfrentarse a los señores que explotaban a los granjeros.

Y, en parte, de eso se trata ahora. De un basta ya contra la marginación económica, cultural y política que sufren amplios sectores de la población, ignorados y despreciados por las élites cosmopolitas que los consideran deleznables, aferrados a valores tradicionales, sexistas y racistas. Y dependientes de industrias obsoletas desplazadas por la relocalización de actividades y la modernización tecnológica. En la movilización por Donald Trump late la misma ira que anida en el Brexit, en Marine Le Pen y en los movimientos xenófobos y ultranacionalistas que se expanden en Finlandia, Noruega, Dinamarca, Hungría, Polonia, Holanda, Austria y Alemania. En Estados Unidos la revuelta popular es contra el sistema político en su conjunto. Los republicanos no la han canalizado, aunque ahora lo intentarán. De hecho, Trump ha tomado el partido por asalto y fue eliminando al establishment republicano, si bien actualmente intenta pactar con una parte.

El análisis de quién votó a Trump deja las cosas claras. Aunque Hillary Clinton parece haber ganado el voto popular, el voto por estado, el que vale, está definido en términos de clase, sexo, raza, edad y geografía. Votaron a Trump el 70% de los hombres blancos y el 60% de las mujeres blancas sin educación universitaria. Es decir, la clase obrera blanca tradicional que se sitúa en viejas zonas industriales como Ohio y como Pensilvania, Michigan, Wisconsin, feudos demócratas que cambiaron de campo. Ahí se concentran las zonas de desesperanza, con los peores índices de salud y la mayor incidencia de la epidemia de drogas opiáceas que corroe al país. En cambio, en Manhattan, sede de la economía financiera, el 82% votaron por Hillary, así como dos tercios de los votantes de ­Silicon Valley y otras zonas de alta tecnología, los triunfadores de la economía global.

Pero la división racial de Estados Unidos es el factor decisivo: es el miedo blanco a convertirse en minoría. El 58% de los blancos votaron por Trump. No es cierto que las minorías fallaran. Los latinos votaron por Hillary Clinton en un 65%, los negros en un 88% y los asiáticos en un 65%. Pero aunque Estados Unidos es cada vez más diverso étnicamente, casi el 60% de la población es blanca, mientras que los latinos son el 11% de los votantes. De 250 condados con mayoría blanca, 249 votaron por Trump. La movilización latina hizo ganar a Hillary en Nevada, Nuevo México y Colorado, y redujo la ventaja republicana en Texas y Arizona. Pero cuanto más avanzan los latinos, más reacción xenófoba se produce contra la inmigración mexicana.

Así empezó Trump y así ha conseguido un bloque de voto blanco y xenófobo que le es fiel. De ahí que los hombres blancos de educación superior, que no son económicamente marginados, también votaran mayoritariamente por Donald Trump. A esta reacción se añade el miedo de los hombres a perder el poder en su casa. Racismo y sexismo se conjugan. Tras un presidente negro, una presidenta era demasiado. Por eso el macho alfa, el obrero blanco, es el apoyo básico de Trump, al verse amenazado al mismo tiempo por la globalización, por la inmigración y por valores feministas y de tolerancia sexual.

Las mujeres votaron más a Hillary que a Trump (54%/42%) a diferencia de los hombres (41%/53%), pero no así las mujeres blancas, porque las mujeres blancas de menor educación votaron mayoritariamente por Trump.

Los viejos votaron por Trump, los jóvenes por Hillary. Pero en las zonas industriales los jóvenes también se unieron al voto de protesta, mientras que los viejos decidieron el voto por Trump en estados clave como Florida. Es decir, el voto blanco y el voto de clase fueron determinantes y el voto mayoritario de las mujeres por Hillary Clinton no pudo superar las barreras de clase y raza.

Las zonas rurales del Medio Oeste y del Sur votaron masivamente por Trump. Hay un fuerte contraste entre las grandes ciudades, diversas y cosmopolitas y los territorios de la nueva economía, como California, Washington o Nueva Inglaterra, y la vieja América industrial y rural. Se trata de un sobresalto de la América que fue para defenderse de la América que viene.

Hillary agravó la situación. A pesar de su valía intelectual y experiencia, fue una mala candi­data, como lo fue en las primarias del 2008 y del 2016, con el 60% de ciudadanos desconfiando de ella. Su actitud de inevitable ganadora alienó todavía más a los votantes, que vieron en ella la en­carnación de las élites, de Wall Street a Washington.

Hay coincidencia en que Sanders hubiera sido un mejor candidato capaz de suscitar entusiasmo y movilizar a los jóvenes como hizo Obama en el 2008. Pero fue bloqueado con malas artes por el aparato demócrata, capturado desde hace tres décadas por la dinastía Clinton, financiada por su fundación, alimentada por corporaciones multinacionales (como Walmart) y, dícese, diversos gobiernos. Urge una liberación del Partido Demócrata de sus ataduras con los Clinton. Y aunque los Obama y Sanders jugaron lealmente, no fueron capaces de levantar las sospechas que se cernían sobre la candidata.

Y así fue como un oligarca como Trump se convirtió en apóstol de la clase obrera blanca y como un declarado misógino, sexista, racista y xenófobo llegó a la presidencia de Estados Unidos. La futura traición a sus promesas demagógicas hará que sea más dura su caída.

 

 

Políticos contra robots

JORDI GRAUPERA

La noche anterior, durante el debate, Trump se había negado a decir que aceptaría el resultado electoral si perdía. Todos los medios se escandalizaban y las encuestas decían que Clinton le había ganado. Mientras tanto, aquella mañana, un camión salió de Fort Collins, condujo 200 kilómetros hacia el sur hasta Colorado Springs y entregó 2.000 cajas de Budweiser. Digo que el camión condujo, y no que alguien condujo el camión, porque es lo que pasó. El 20 de octubre de 2016, por primera vez, la empresa Otto, que pertenece a Uber, completó el primer viaje en autopista de un camión sin conductor.

De todos los datos que estos días se estrujan para explicar la victoria de Trump, el más interesante lo ha descubierto el economista Jed Kolko: Trump ha obtenido más apoyo allí donde hay más trabajos rutinarios. Aparte de ser alienantes, los trabajos rutinarios tienen dos características determinantes: son fáciles de deslocalizar y son fáciles de automatizar. Pero el miedo a que tu trabajo se envíe a un país con menos costes laborales ya es el miedo del pasado. Que el trabajo lo haga un robot parecía el futuro. Si hacemos caso de Jed Kolko, es el miedo del presente.

El segundo hecho relevante de la campaña norteamericana, aparte del camión de cerveza, se produjo cuando el FBI anunció, dos días antes de las elecciones, que había revisado los 650.000 e-mails que habían encontrado en el ordenador de una asesora de Clinton y que no habían encontrado nada delictivo. Enseguida salieron políticos republicanos, incluyendo un general que había estado a cargo de una agencia de inteligencia, afirmando que era imposible haber revisado tantos e-mails en sólo una semana. Haciendo el cálculo, les salía un e-mail por segundo. Imposible. Trump lo repitió en un mitin para demostrar que las elecciones estaban manipuladas; fue en Michigan, uno de los estados clave en las elecciones, con condados que cumplen las condiciones que Kolko señala sobre la automatización. La verdad es que la tecnología hace años que puede escanear 650.000 e-mails (según los parámetros necesarios) en horas, si no minutos. Si ya es revelador que ninguno de los dos candidatos hablara de este cambio de paradigma, el episodio demuestra que los líderes políticos y militares en quien los votantes han confiado para enderezar el problema no entienden los principios básicos de la revolución que estamos viviendo.

Los economistas la llaman la cuarta revolución industrial (tras la del vapor, la electricidad y la digital). De las cuatro, es la más rápida y la que dificulta más adaptarse a tiempo. Es posible que el primer impacto serio lo veamos en el mundo del transporte, que es uno de los sectores que emplean a más gente. Pero la verdad es que hay muchos sectores menos visibles en los que la robotización ya se está produciendo: la planta que Amazon está construyendo en El Prat será una versión mejorada de las que ya tienen en Europa y América. Recomiendo ver los vídeos que hay en YouTube sobre cómo funcionan, son hipnóticos: no hay humanos. Pero, querido lector que te escaqueas de tu trabajo administrativo para leer este artículo en el ordenador, tu eres el siguiente. Bueno, ya hace tiempo que lo eras. Secretarios, contables, abogados: la mayoría de tareas que os hacen imprescindibles son las que os harán prescindibles. Y además: ¿habéis visto los robots que diagnostican como si fueran médicos, con menos humanidad pero más memoria? Echad un vistazo a la música que compone el robot Emily Howell, poetas. Para hablar de mí: tengo un amigo que está programando un robot para hacer crónicas culturales. Ya hace tiempo que hay noticias escritas por robots en internet: clicas en ellas como un loco.

Trump no es la solución a esta revolución. Al contrario: es una amenaza para los que ha prometido proteger. Clinton tampoco parecía mucho mejor en eso. Pero es Trump quien ha capturado el miedo, y el miedo es muy razonable. El miedo sabe más que nuestros políticos. Mientras tanto, en Cataluña asistimos a una batalla entre nostálgicos de los 70 y nostálgicos de los 90 -a ambos lados de la plaza Sant Jaume, por resumirlo. Tenemos un problema gigante en el mundo educativo, que por ahora parece el único lugar donde todo el mundo que sabe se pone de acuerdo en que hay que empezar a poner manos a la obra para dar a los niños herramientas para encarar esta velocidad y dejar de embutirlos con unas cualidades que los robots ya tienen, y mejoradas. Incluso estas soluciones parecen aún borradores. Pero al igual que a finales del siglo XVIII, estar culturalmente preparados para la revolución es lo que distingue a unos países de otros. Es el eje político de nuestro presente, pero hablan sólo profetas en el desierto. Quizás es porque el mercado del miedo con el que mercadean los políticos es poco automatizable. Y no porque sea poco rutinario.

ARA

 

 

Es sorprendente que se considere sorprendente la victoria de Trump

Vicenç Navarro

Público

Lo que ha ocurrido en EEUU con la elección del candidato republicano, el Sr. Donald Trump, era predecible. Y así lo había yo indicado en un artículo reciente (ver “De lo que no se informa y/o se conoce sobre las elecciones en EEUU”, Público, 18.10.16). En realidad, la posibilidad de que ocurriera lo que ha ocurrido se ha ido fraguando desde los años noventa, cuando el partido Demócrata, bajo la presidencia del Sr. Bill Clinton, aplicó toda una serie de políticas de clara sensibilidad neoliberal (hasta entonces patrimonio del Partido Republicano), algo que también ocurrió en el Reino Unido cuando el Sr. Tony Blair, dirigente del Partido Laborista, adoptó las medidas neoliberales que había propuesto la Sra. Thatcher, dirigente del Partido Conservador. En realidad, y tal como he documentado en otro artículo, la Tercera Vía del gobierno Blair estaba muy inspirada en las políticas llevadas a cabo por la Administración Clinton (ver “El fracaso del nuevo laborismo y del socioliberalismo”. Sistema, 21.05.10).

La derechización del Partido Demócrata: el origen de la Tercera Vía

Estas políticas neoliberales significaron un cambio notable de las políticas del Partido Demócrata heredadas del New Deal establecido por el presidente Roosevelt, y que justificaban que tal partido se presentara como el “partido del pueblo llano” frente al instrumento político del gran empresariado, representado por el Partido Republicano. Tales políticas del New Deal (y más tarde de la Great Society) fueron sustituidas por políticas neoliberales llevadas a cabo por el presidente Clinton, las cuales incluyeron la desregulación en la movilidad del comercio y del capital financiero, iniciándose toda una serie de tratados referidos como tratados de libre comercio, de los cuales el más importante fue el Tratado de Libre Comercio entre EEUU, Canadá y México, conocido en inglés como NAFTA. Tal tratado era altamente impopular entre los sindicatos y entre las bases electorales del Partido Demócrata, lo cual explica que la mayoría de los miembros del Partido Demócrata en el Congreso no votaran a su favor. Solo los procedentes del sur de EEUU (que suelen ser los más conservadores) apoyaron dicho tratado, junto con la mayoría de los miembros del Partido Republicano. Tal aprobación significó un giro importante en las políticas del supuesto “partido del pueblo”, el cual dañó, como era predecible, a los trabajadores de los sectores manufactureros (los sectores mejor pagados dentro de la fuerza laboral en EEUU), pues vieron sus trabajos desplazados a Méjico cuando sus empresas se trasladaron a aquel país, perdiéndose con ello millones de buenos empleos en EEUU. Fue así como el Partido Demócrata favoreció extensamente el tipo de globalización económica que hemos conocido desde los años ochenta y noventa (iniciado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher). Este globalismo ha sido uno de los elementos que ha debilitado más a la clase trabajadora, pues el mundo empresarial ha utilizado contra el mundo de trabajo la amenaza de desplazarse a otros países en caso de no obtener concesiones en forma de bajada de salarios, de recortes en su protección social y de deterioro de sus condiciones de trabajo.

Tal globalización contribuyó al alejamiento de la clase trabajadora del Partido Demócrata. En realidad, la pérdida de la mayoría del Partido Demócrata en el Congreso (incluyendo el Senado) se debió a la masiva abstención de la clase trabajadora en las elecciones al Congreso del 1994, después de que el presidente Clinton aprobara en 1993 el NAFTA con el apoyo mayoritario del Partido Republicano. Fue entonces cuando ya se inició el enfado de la clase trabajadora. Como bien ha comentado el politólogo Thomas Frank en su libro Listen, Liberal, a medida que el Partido Demócrata fue distanciándose de la clase trabajadora, fue aumentando la influencia de la clase media profesional (personas con estudios superiores, incluyendo los universitarios) en los aparatos de tal partido. En realidad, fue el crecimiento de esta influencia, ejemplificada por la Administración Clinton, la que causó el distanciamiento de la clase trabajadora, algo semejante a lo que ha estado ocurriendo con los partidos socialdemócratas en Europa.

El continuismo del neoliberalismo con Obama

Tales políticas han sido seguidas por el Presidente Obama, e incluso expandidas durante su mandato para incluir el proyectado tratado de libre comercio con los países del Pacífico y el intento de establecer otro con la Unión Europea (UE). No hay que olvidar que una de sus promesas electorales, realizadas en su primera elección, había sido modificar el NAFTA, lo cual no hizo. La propuesta de los sindicatos era la de su eliminación, a lo cual el presidente Obama no accedió, sin ni siquiera modificarlo. Como consecuencia, los datos fácilmente accesibles muestran un gran descenso de los salarios y de la protección social, mayores causas de que las rentas del trabajo como porcentaje de las rentas totales continuaran descendiendo, proceso que se había iniciado en los años ochenta, adquiriendo mayor descenso a partir de la plena expansión del proceso de globalización. Mientras las rentas del trabajo disminuían, las rentas derivadas del capital fueron subiendo, habiendo alcanzado niveles nunca vistos desde los años treinta del siglo XX (causa, por cierto, de la Gran Depresión).

La segunda mayor ofensa a las clases populares por parte del socioliberalismo: la desregulación de la banca

Otra política pública introducida por el presidente Clinton fue la desregulación de la banca, eliminando la separación entre la banca comercial y la banca de inversión (y que exigía la Ley Glass-Steagall aprobada durante el mandato del presidente Roosevelt), medida propuesta por su Secretario del Tesoro (equivalente al Ministro de Finanzas), el Sr. Robert Rubin, que había sido codirector de la banca Goldman Sachs antes de incorporarse al gobierno del presidente Clinton. Esta medida desreguladora tuvo dos impactos sumamente negativos para el bienestar de las clases populares (y de la economía). Tal desregulación del capital financiero favoreció las burbujas especulativas, de las cuales la inmobiliaria afectó particularmente a la clase trabajadora y a las clases medias de renta baja, que tuvieron que endeudarse profundamente para pagar precios abusivos de las viviendas, resultado del carácter especulativo de las inversiones inmobiliarias. Esta desregulación bancaria era resultado de la complicidad nueva que se estableció entre Wall Street y el Partido Demócrata, que ha sido una constante de la Tercera Vía, iniciada por Clinton y continuada por Obama.

El resultado de tal complicidad es el rescate que el gobierno federal hizo de la banca cuando las burbujas especulativas estallaron, poniendo en peligro la viabilidad del sistema financiero, que estaba metido en la especulación hasta la médula. Es significativo resaltar que ningún banquero haya ido a la cárcel, a pesar de haber cometido delitos graves que afectaron muy negativamente el bienestar de las clases populares. En realidad, el enorme crecimiento de las rentas del capital se debe, en parte, a la gran expansión del capital financiero basada en un enorme endeudamiento de las clases populares, consecuencia a su vez del descenso de las rentas del trabajo. Hay que señalar que dirigentes de la empresa Enron terminaron en la cárcel durante la Administración Bush. No así los dirigentes de la banca en la Administración Obama.

El justificado y predecible enfado de la clase trabajadora

Era obvio que se estaba acumulando un enfado que podía apercibirse en el enorme descrédito de las instituciones llamadas representativas en aquel país, y que son ocupadas por una de las clases políticas más estables en el mundo capitalista avanzado, resultado del sistema de financiación, predominantemente privado, del proceso electoral de aquel país, en un sistema bipartidista carente de proporcionalidad y que prácticamente imposibilita la entrada de nuevos partidos.

Tal pérdida de legitimidad se traduce en que la mayoría de la clase trabajadora no vota en EEUU. Tal clase representa aproximadamente el 52% de la población estadounidense (un número bastante próximo a lo que la población señala como su pertenencia, cuando se le pregunta si se considera de la clase alta, la clase media o la clase trabajadora). Al haber una relación inversa entre nivel de renta y participación en el proceso electoral, se deduce que la mitad de la población estadounidense, por debajo de la media, es la que no vota (en EEUU solo votan entre un 52% y un 54% de la población que podría hacerlo), y pertenece a la clase trabajadora. En realidad, el descenso electoral del Partido Demócrata está muy marcado por el creciente grado de abstención de la población obrera identificada con este partido. El cambio del Congreso de demócrata a republicano que tuvo lugar en el año 1994, que he citado en un párrafo anterior, fue resultado del crecimiento de la abstención obrera en respuesta a la aprobación del NAFTA.

La marginación de la clase trabajadora

El cambio de los partidos que electoralmente tenían como base central la clase trabajadora y otros componentes de las clases populares hacia otros sectores y clases sociales (definiéndose a sí mismos como partidos de las clases medias) fue resultado del cambio de composición de los aparatos de tales partidos, con un claro dominio de las clases profesionales, personas con educación superior que asumían que o bien la clase trabajadora estaba despareciendo, o bien se estaba convirtiendo en clases medias. Esta llamada “modernización” de tales partidos incluyó la adopción por su parte de elementos de la ideología neoliberal, que había sido transmitida desde los años ochenta por los partidos conservadores y liberales. En realidad, el Partido Demócrata hoy está próximo (sin estar afiliado) a la Internacional Liberal. Clinton fijó esta nueva línea. Tal neoliberalismo económico, por cierto, redefinió la política social, enfatizando la importancia de la empresa privada (financiada públicamente) en la gestión de los servicios públicos, tema que trataré en una sección posterior de este artículo.

Los costes de ignorar a la clase trabajadora

La desaparición de clase social como categoría sociopolítica por parte del Partido Demócrata (como también ha ocurrido con la socialdemocracia) implicó el abandono de las políticas redistributivas. El Partido Demócrata (considerado con excesiva generosidad como la izquierda en EEUU) enfatizó, en lugar de políticas de clase, políticas encaminadas a integrar a las minorías y a las mujeres en el sistema político, basando su estrategia política en combatir la discriminación en contra de las minorías (negras y latinas) y en contra de las mujeres. Estas políticas fueron, en parte, exitosas en incorporar estos grupos discriminados dentro de las instituciones políticas de carácter representativo y en la administración pública. Pero las mayores beneficiarias de estas políticas fueron personas de clase media de renta alta, sin que en general afectaran al bienestar económico y social de la mayoría de minorías y mujeres, que pertenecían a la clase trabajadora. El intento de integrar a las mujeres y a los negros (y en parte también a los latinos) en el sueño americano no afectó al bienestar de las clases populares. Las políticas de identidad sin sensibilidad de clase (supuestamente desaparecida) no cambiaron el poder de la clase dominante del país. Solo cambiaron el color y el género de las clases medias de renta alta. La victoria del presidente Obama, una persona negra, no afectó al bienestar económico de la clase trabajadora negra, mostrando los límites de tal estrategia identitaria, en ausencia de unas medidas de tipo clasista.

Y las elecciones del pasado 8 de noviembre han mostrado como la gran mayoría de las mujeres de clase trabajadora ha votado por Trump, que fue, de los dos candidatos (Trump y Clinton), el que acentuó más el discurso de clase. Trump se presentó como el defensor del mundo del trabajo, haciendo referencia constante a que su gente eran las personas con escasa educación, a las cuales el establishment político del país denominaba como “white trash” (basura blanca). Y el primer punto que subrayó en su discurso en la noche de las elecciones fue que él representaba a las personas olvidadas por el sistema. Viéndole en aquel momento, me recordaba el discurso de la líder del Partido Conservador británico, la Sra. Theresa May, que tras otra gran sorpresa del establishment, el Brexit, promovió a partir de entonces que el Partido Conservador tenía que ser el partido de la clase trabajadora del Reino Unido. Mientras, la Sra. Clinton apelaba a las mujeres, habiendo definido a los seguidores de Trump como “deplorables”, un adjetivo parecido a “basura”.

Siempre había alternativas que el establishment político-mediático vetó

En las últimas elecciones hubo la alternativa a Hillary Clinton, que había apoyado todas las políticas de su esposo durante su mandato Se llamaba Bernie Sanders, el candidato en las primarias demócratas, socialista sin complejos, que siempre defendió los intereses de la clase trabajadora, Bernie Sanders, conocido por su integridad y compromiso con las clases trabajadoras, y que apostaba explícitamente por una “revolución política” encaminada a democratizar las instituciones políticas y económicas del país, movilizando a grandes sectores de la clase trabajadora y a la juventud del país. Fue un terremoto dentro del Partido Demócrata, y el aparato de tal partido se movilizó por todos los medios para parar tal candidatura, y ello a costa de perder las elecciones. La gran mayoría de encuestas mostraban que Sanders, cuando aparecía frente a Trump, sacaba mucho más apoyo popular que el que Clinton conseguía frente al candidato republicano. Sanders era la única posibilidad de parar a Trump. Y su lenguaje, el de Sanders, era clasista, subrayado la conjunción de intereses de todas las razas y de todos los géneros, unidos en sus reivindicaciones basadas en su clase. Este mensaje hubiera sido imbatible. Pero el nuevo Partido Demócrata era incapaz de presentar esta imagen, pues el aparato estaba claramente conectado con la clase que se sentía amenazada con este enfoque de clase del candidato Sanders. La victoria de Clinton en las primarias desmovilizó a los votantes de Sanders, aumentando significativamente la abstención, un aumento que ha sido fatal para Clinton, pues su adversario tenía movilizada a la clase trabajadora blanca y a los grupos extremistas claramente racistas, que apoyaron masivamente a su candidato, y en cambio la candidata Clinton tenía a sus bases desmovilizadas.

Clase o raza y género, o clase, raza y género: los orígenes históricos de este debate en EEUU

El desconocido precedente de Sanders fue la candidatura del reverendo Jesse Jackson en 1988. Tal candidato en las primarias del Partido Demócrata enfatizó, en las primarias anteriores, en 1984, la necesidad de integrar a la población negra en la sociedad estadounidense. Su eslogan fue “Our time has come” (nuestro tiempo ha llegado). Presentándose como discípulo de Martin Luther King y como “la conciencia de EEUU”, la recepción del establishment político-mediático fue sumamente favorable. El New York Times escribió un editorial sumamente positivo. Fui asesor suyo en temas sociales y económicos en aquella campaña, y ello a pesar de mi desacuerdo con la orientación de la misma, pues si la intención era llegar a ser presidente de EEUU, presentándose como la voz de las minorías, no era el mejor método para llega a tal puesto.

En el año 1988, en cambio, se presentó como el candidato de la clase trabajadora, siguiendo el consejo de algunos de sus asesores, incluyéndome a mí. Formó así el movimiento Arco Iris (la Rainbow Coalition), que era la manera gráfica de mostrar que cuando los trabajadores negros, los amarillos, los verdes y los blancos se unen, forman la mayoría. Y cuando en Baltimore, ciudad industrial, con una amplia clase trabajadora dividida por razas (obreros negros y obreros blancos), le preguntaron “¿cómo conseguirá usted el voto del obrero blanco?”, respondió “haciéndole ver que tiene más común con el obrero negro, por ser los dos obreros, que con su empresario por ser blanco”. Con ello recuperó el mensaje de Martin Luther King expresado una semana antes de ser asesinado, cuando aseguró que el conflicto clave en EEUU era un conflicto de clases entre una minoría y una gran mayoría de la población compuesta por diferentes razas y etnias. Jesse Jackson consiguió con ello casi la mitad de los delegados en la Convención del Partido Demócrata en Atlanta. Su programa incluía “propuestas universalistas”, como el establecimiento del Programa Nacional de Salud que, debido a la presión del Rainbow, fueron incluidas en la campaña del Partido Demócrata del 1988.

Ahora bien, la fuerza de las izquierdas asustó al Partido Demócrata y el gobernador Clinton del Estado de Arkansas lideró la campaña para parar a las izquierdas, a la vez que hizo suya, en las elecciones en el año 1992, la petición de establecer un programa nacional de salud, que había sido muy movilizadora en la campaña de Jackson del 1988. De ahí que, después de ganar, estableciera un grupo de trabajo, liderado por su esposa, Hillary Clinton, del que Jesse Jackson y líderes sindicales insistieron que yo formara parte, invitándoseme a que les representara en tal grupo de trabajo. La Sra. Clinton, sin embargo, no apoyó la propuesta de las izquierdas, que pedían que la gestión del sistema sanitario (que deseábamos que fuera universal) se hiciera por parte del sector público en lugar de que lo hicieran las compañías de aseguramiento sanitario privado, como ocurrió y continúa ocurriendo ahora. El mantenimiento del enorme poder de tales compañías en el sistema sanitario estadounidense es el origen del enorme gasto sanitario por un lado (19% del PIB), y de la gran impopularidad del programa (el 62% de estadounidenses están insatisfechos con la manera como se financia y gestiona la sanidad), incluido el Obamacare. Mi año de experiencia en la Casa Blanca, trabajando en aquel grupo de trabajo liderado por la Sra. Clinton, fue enormemente frustrante, pero de gran valor para entender cómo funciona el poder en Washington, concluyendo que la complicidad de Washington con lo que se llama “clase corporativa” vacía de sentido aquella famosa frase que aparece en la Constitución de EEUU, “We, the people”, debiéndose añadir que no es el pueblo, sino las grandes compañías que dominan la economía estadounidense, las que deciden en el gobierno. Y el Partido Demócrata es una fuerza clave en tal entramado. De ahí la necesidad de hacer una revolución política, para democratizar el país. La marginación del único candidato, Bernie Sanders, que hizo tal propuesta, enormemente popular, augura una continuidad de la extrema derecha en el gobierno.

Una última observación

Como era predecible, los grandes medios de información no han explicado ni han entendido lo que está ocurriendo en EEUU. Durante toda la campaña se han centrado en la figura de Trump, presentándolo como un payaso. Es extraordinaria la enorme atención que dieron a este personaje, intentando ridiculizarlo. Pero estos ataques movilizaron todavía más a las clases populares que odian a los establishments mediáticos, hecho del cual Trump es consciente. Ni que decir tiene que Trump era y es una persona de gran astucia política, que sabe bien cómo canalizar el enorme enfado popular contra el establishment político-mediático del país. Pero si no hubiera habido Trump, hubiera habido otro personaje, tan o incluso más a la derecha que él. En realidad, algunos de los candidatos que derrotó en la campaña electoral en las primarias eran incluso más reaccionarios, queriendo prohibir, por ejemplo, el aborto.

Este excesivo énfasis en los personajes, frivolizando la política, es la característica de lo que se conoce como medios de información. Pero para entender lo que está pasando, hay que entender y conocer lo que ha estado pasando en EEUU, y que, por desgracia, los medios no citan. Presentar lo ocurrido, como he leído en más de un reportaje, como una traición de las mujeres trabajadoras a la causa feminista, es no entender nada de lo que pasa en EEUU. Es urgente que las izquierdas, incluyendo los movimientos progresistas en defensa de las minorías y también los movimientos feministas, recuperen el concepto de clase en sus proyectos, pues la mayoría de cada uno de sus sujetos pertenecen a la clase trabajadora y clases medias de rentas medias y bajas, que constituyen la mayoría de la población en EEUU y en cualquier país de capitalismo desarrollado. Olvidarse de la clase trabajadora ha sido lo que ha llevado al tsunami que estamos viendo a los dos lados del Atlántico Norte. Así de claro.