Trump

Andy Robinson: «Trump se convertirá rápidamente en un político de consenso con Wall Street y el FMI»

CRITIC

El corresponsal itinerante de ‘La Vanguardia’, Andy Robinson (Liverpool, 1960) ha retratado la profunda desigualdad de los Estados Unidos en el reciente ‘Off the road. Miedo, asco y esperanza en América’ (Ariel), una serie de crónicas a través de las cuales recorre buena parte de la geografía norteamericana. Ha cubierto el último tramo de la campaña de las elecciones presidenciales de EEUU. Después de cerrar su artículo para el diario barcelonés, atiende a CRÍTIC por teléfono desde Palm Beach (Florida), justo antes de emprender un viaje hasta Miami. Nada partidario de Donald Trump ni tampoco de Hillary Clinton, sí ve en la victoria del magnate inmobiliario la expresión de un profundo malestar de una parte de la sociedad estadounidense contra un sistema «injusto».

 

– Ni el grueso de las encuestas ni la mayoría de los analistas pronosticaron la victoria de Trump. Si tenemos en cuenta el incremento de voto republicano entre las personas de ingresos bajos, ¿se ha constatado que el malestar de una parte de la sociedad norteamericana con el «establishment» es mayor de lo que parecía?

– Una cuestión clave es el golpe de derecha a un sistema que se ve arreglado ya un ‘establishment’ que se percibe cómplice con los poderes que provocaron la crisis de los años 2007-2008 y que son responsables de unos problemas económicos que afectan a las clases más humildes. La clase trabajadora blanca se ha convertido en una especie de sujeto del populismo de Trump, que ha hecho una narrativa en torno a la idea de un trabajador blanco, víctima de una globalización que ha favorecido a países como México o China. Y esto explica el increíble éxito que ha tenido en estados como Michigan o Ohio. Pero evidentemente hay más factores. He escrito un artículo para ‘La Vanguardia’ a partir de un viaje que hice ayer [martes para el lector] hasta Palm Beach, parando por diferentes pueblos de Florida y donde me llamó la atención que una minoría considerable de hispanos le había votado. Hasta cierto punto, se han sentido interpelados como la clase obrera blanca enfadada que, debido a la injusticia del sistema, quiere que todo salte por los aires.

 

– En cambio, en estas mismas zonas parece evidente que la estrategia de Clinton ha fracasado.

– Su estrategia se ha basado más en una campaña para mantener la coalición de Obama con afroamericanos, latinos o mujeres, a partir de una política de identidades que ha sido un poco la filosofía del Partido Demócrata desde hace unos 40 años. Y que ha fracasado hasta cierto punto. Como trato de plantear el libro ‘Off the road’, creo que estamos en un momento en que está comenzando a emerger una nueva política de clase, y Trump, aunque cueste creerlo por el componente racista y xenófobo de su discurso, también es un ejemplo de ello. Una gran parte de la población de los Estados Unidos comparte la idea de que el sistema es injusto y está manipulado en contra del ciudadano de a pie, con independencia de cuál sea su sexo o etnia. En cierto modo, esto supera la idea de votar en función de la identidad.

 

– En este sentido, ¿crees que la clave de la victoria de Trump se enmarca en la misma ola de indignación que había tras el ‘Brexit’?

– Sí, hay similitudes que llaman la atención. Fui al Reino Unido cubriendo el referéndum sobre el euro y lo que se veía era la desconexión total de la élite mediática, política y económica respecto de la población blanca trabajadora empobrecida de fuera de las grandes ciudades. Y el factor sorpresa se notó muchísimo, como en Estados Unidos. Casi todo el «establishment’ mediático, la gente que dirige los medios de comunicación, no sabía que esto pasaría y al final fue una victoria contundente de Trump. Y lo mismo ocurrió con el ‘Brexit’. Al conocerse los resultados, se percibe esta desconexión entre la sensación de injusticia y de hartazgo que existe en las calles de Estados Unidos o de Inglaterra y las torres de marfil de Manhattan o de Londres en las que se generan constantemente un discurso y un debate sobre lo que está pasando.

 

– Si ponemos el foco en el perfil de clase blanca trabajadora empobrecida, se trata de personas derrotadas por la globalización económica. Pero la salida por la que optan no parece que permita avanzar hacia la construcción de un sistema más justo que combata la desigualdad.

– No, por supuesto que no. Son fenómenos muy complejos. Ahora mismo estoy en Palm Beach, cerca de un complejo privado de Donald Trump con campos de golf y piscina, exclusivo para millonarios. Que el trabajador de Michigan crea que Trump será una solución para sus problemas de pérdida de trabajo y de poder adquisitivo o que sea una solución para poner fin a la globalización de los mercados, cuando él es un inversor inmobiliario especulativo con inversiones globales, es una contradicción que te hace preguntarte en qué está pensando. Pero a veces se reacciona con desesperación. Y en Estados Unidos el sistema bipartidista ha ofrecido una gama de alternativas muy reducida para afrontar la situación económica y social y desde la crisis de los años 2008-2009 estas políticas parecen tan insuficientes que hay un momento en que mucha gente dice basta.

 

– Son personas que no han obtenido ningún beneficio del crecimiento económico de la era de Obama, concentrado en pocas manos.

– Dentro de la política del «statu quo», Obama ha sido un presidente con buena voluntad y buenas intenciones, pero consciente del ámbito reducido en el que podía actuar y sabiendo que no puede romper el sistema y se limitó a trabajar dentro del sistema. Y, para una gran parte del electorado de renta baja y media baja, el sistema es perjudicial. En Europa a veces pensamos que Obama lo estaba haciendo muy bien porque había lidiado con la gran crisis y había hecho una buena gestión macroeconómica, sobre todo si se compara con la europea. Pero, dada la envergadura del problema, fuera de una clase media bastante acomodada, se ha buscado algo mucho más radical, sin entender muy bien qué tipo de políticas pueden ser las necesarias. Trump tiene un discurso populista, casi mesiánico, de decir que puede resolver esto, y la gente se lo compra. Y esto es un modelo de populismo muy típico de América Latina y que los Estados Unidos entren en este camino es un indicio de hasta qué punto hay gente harta y de los niveles de desigualdad a los que se ha llegado. Y, obviamente, Trump no sólo es un populista de clase; también hay un componente que tiene que ver con el racismo histórico de la sociedad de los Estados Unidos. Pero su aparición tiene más que ver con la forma de elaborar un discurso basado en una crítica bastante dura a un capitalismo globalizado que ha empobrecido un segmento importante de la clase trabajadora y media de Estados Unidos.

 

– En ‘Off the road’ dices que Trump es un claro exponente de la ‘dolarcracia’. ¿Qué puede suponer su llegada a la presidencia?

– De Trump hago la lectura que es la expresión máxima de la ‘dolarcracia’, en el sentido de que es un político multimillonario, que aparece en el ranking de Forbes, que llega a la Casa Blanca. Pero al mismo tiempo es su negación, porque la ‘dolarcracia’ está basada en la idea de un sistema político comprado por el poder corporativo y Trump hasta cierto punto no ha entrado en este juego o al menos en eso ha basado su discurso. Y, por populista que sea, esto le ha funcionado y mucha gente piensa que es independiente de lo que ven como un sistema político corrupto en el que los lobis pueden comprar favores en el Congreso. Trump ha convencido a muchos votantes de que no forma parte de esto, pero creo que estamos a punto de comprobar que es un componente de todo eso. Creo que Trump se convertirá rápidamente en un político de consenso con Wall Street, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los partidarios de los tratados de libre comercio.

 

– Por tanto no lo ves cuestionando el consenso neoliberal.

– La ha cuestionado durante la campaña y ahora el reto será buscar un modus vivendi ‘con lo que sea compatible con el mantenimiento de su popularidad. El populismo tiene esta temeridad de hacer una retórica de llegar a los corazones de las clases más oprimidas por un sistema económico injusto, pero realmente, cuando llegas el poder, tienes un problema si no estás dispuesto a transformar el sistema. Y no creo que Donald Trump sea un político que quiera cambiar el capitalismo de manera profunda. Es una contradicción que tiene. Imagino que ya debe haber recibido unas llamadas de Goldman Sachs o similares… y ya veremos cómo resuelve el problema.

 

– La irrupción de Trump, primero en las primarias republicanas y ahora en la presidencia, responde en parte a un movimiento de fondo de la sociedad norteamericana y de un profundo malestar. Pero este movimiento también tiene otro reverso, que se vio con la movilización a favor de Bernie Sanders en las primarias demócratas, con la lucha por conseguir un sueldo mínimo de 15 dólares por hora en las cadenas de comida rápida o con el movimiento de izquierdas de Vermont. En ‘Off the road’ hablas como esperanza. ¿Puede crecer?

– El epílogo del libro era un poco desesperanzador debido al enfrentamiento entre Trump y Clinton, porque creo que las elecciones de este momento histórico pedían un enfrentamiento entre un populismo de izquierdas y un candidato republicano del «establishment». Esto habría permitido que se saliera hacia un camino mejor. Y también hay motivos para pensar que Sanders pudo ganar ayer, sobre todo en estados del Medio Oeste donde perdió Clinton, como Michigan o Ohio. No está todo perdido y no deja ser un motivo de esperanza que se tambalee un sistema que durante tanto tiempo lo ha tenido todo atado con respecto al dominio ideológico.

 

– Así, por ejemplo, ¿ves opciones de que se repliquen las luchas por mejorar las condiciones laborales de trabajadores precarios?

– Sí. La idea de que los Estados Unidos se están derechizado no concuerda con otras votaciones que se hicieron el martes de cuestiones como la legalización de la marihuana en varios estados. Trump no es un político de derechas convencional y el martes hizo un discurso casi keynesiano, en el que habló de la construcción de infraestructuras. Interpretar su victoria como una catástrofe frente a lo que habría sido una victoria de Clinton, y pensar que esta habría sido un paso adelante para el progreso y la igualdad, es una idea muy equivocada. No me siento muy desencantado, porque creo que la gente al menos reacciona contra un sistema malo. Creo que hay que ver qué hay detrás de esto que está pasando y no quedarse con discursos simplistas y falsos y tachar, por ejemplo, a Trump de fascista, cuando no lo es.

Andy Robinson: “Trump es convertirà ràpidament en un polític de consens amb Wall Street i l’FMI”

 

 

Más allá de la trumpofobia

EDWARD N. LUTTWAK

LA VANGUARDIA

Cuando el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, se reúna hoy con Donald Trump, empezará en serio la inevitable normalización del nuevo presidente. Trump ha declarado que Japón debería gastar más en defensa para compartir el peso derivado de contener a China de manera más equitativa, pero no habrá exigencias groseras. Como máximo, en la próxima cumbre, o en otra posterior, Trump podría sugerir que un mayor esfuerzo de parte de Japón sería bienvenido. Como Abe se ha esforzado más en reforzar Japón y en favor de la alianza, ambos líderes encontrarán una vía de entendimiento con bastante facilidad.

En cuanto a China y su expansionismo marítimo, las otras políticas de Trump revisten mayor importancia que su política sobre China como tal: quiere retirarse de Afganistán e Irak y alcanzar acuerdos con Putin sobre Siria y Ucrania. Ello liberaría recursos militares de Estados Unidos para contener a China, aportando los medios para una respuesta más musculosa. El equipo de Obama en la Casa Blanca rechazó una y otra vez las sugerencias del Comando del Pacífico de EE.UU. de instaurar patrullas para garantizar la “libertad de navegación”, con la esperanza de que bastaría con la persuasión verbal; la consejera de Seguridad Nacional, Susan Rice, dijo que China era “moldeable” –es decir, maleable– como si fuera un pequeño país sin mucha historia a sus espaldas. Es improbable que Trump comparta tales ilusiones, de modo que no detendría al Comando del Pacífico de realizar su tarea correspondiente de asegurar que las vías de navegación marítima permanezcan abiertas.

Si la política de Trump sobre Rusia tiene éxito, reducirá las tensiones, así como la necesidad de reforzar las fuerzas de la OTAN. Pero con respecto a esto, Trump ha reiterado en muchas ocasiones que presionará en favor de una mayor equidad en lo que concierne a la tarea de compartir el esfuerzo de los miembros más ricos de la OTAN. Algunos europeos ya han dicho que cualquier intento por parte de Trump en este sentido daría lugar, por el contrario, a la creación de las propias fuerzas armadas de Europa, superando en ­última instancia objeciones de todas las partes. Se trataría, ciertamente, de una curiosa respuesta, porque significaría gastar mucho más de lo que Trump pidiera. La consecuencia más probable es que Trump consiga los aumentos que pide.

No cabe esperar de Trump una política diferente con respecto a Europa. Su abierto apoyo al Brexit mostró claramente su euroescepticismo. Como un número creciente de europeos, debe contemplar la Unión Europea como un experimento fallido y el sistema monetario del euro como un factor destructor del crecimiento económico. Por otra parte, ningún presidente estadounidense puede decir mucho sobre el tema una vez haya ocupado su cargo e incluso puede hacer menos. No obstante, incluso un Trump silencioso animará a los políticos euroescépticos en todas partes, quizás inclinando la balanza en algunos países.

En lo concerniente a Arabia Saudí, cabría pensar que las cosas evolucionarán desde lo malo –su encarnizada disputa con Obama a propósito de Irán– a una situación peor, dado que Trump ha dicho muchas veces que el islam islamista es una ideología hostil. Arabia Saudí es la principal fuente de ello a nivel mundial, seguida por India (sí, la India laica concede una exención fiscal al enorme seminario Deobandi que dio lugar a los talibanes). Pero la Administración Trump no iniciará disputas religiosas y no abandonará la doctrina diplomática instaurada sobre la inmunidad soberana –violada por la ley de Justicia contra los patrocinadores del terrorismo, que se acaba de aprobar pasando por encima del veto de Obama– que permite pleitos civiles contra Arabia Saudí.

Contra todo esto, existe algo mucho más importante: en su afán por alcanzar un acuerdo nuclear con Irán, Obama hizo caso omiso de las preocupaciones israelíes y saudíes en materia de seguridad –que diariamente son objeto de ataques de parte de Irán– y acogió sus objeciones con glacial menosprecio. En cambio, los políticos de la Administración de Obama se comportaron como muchachos exaltados con sus homólogos iraníes. Los saudíes lo tomaron como algo personal. Aunque Trump no rechazará los acuerdos con Irán que ha criticado tan enérgicamente, su equipo no consentirá ninguna desviación, y si la Guardia Revolucionaria iraní intenta humillar a Trump con provocaciones navales como hizo con Obama, la marina estadounidense hundirá una o dos embarcaciones pequeñas y las relaciones estadounidense-saudíes serán espléndidas una vez más.

Según el sentir de muchos, lo más alarmante han sido las críticas de Trump a tratados comerciales recientes. La creencia en el libre comercio es algo así como una religión y ello ha hecho de Trump un apóstata. Sí, no: Trump no sancionaría la Asociación Transpacífica que debe suprimir numerosas barreras aduaneras, pero hasta este punto es lo más lejos que llegará su apostasía: no retirará a Estados Unidos de la OMC y no anulará ningún tratado existente, incluido el tratado de Libre Comercio de América del Norte, que no dejó de atacar durante su campaña. Por otra parte, Trump invocaría sin duda las previsiones de barreras antidumping que sus predecesores se mostraron reacios a utilizar, por ejemplo para proteger la industria siderúrgica estadounidense frente a una inundación de acero chino.

Esperen en cambio medidas fiscales para disuadir a las industrias estadounidenses de emigrar al extranjero. Así que, en efecto: Wall Street acertó al oponerse a él y los trabajadores industriales acertaron al respaldarle.

 

 

Florida y Trump, según Carl Hiaasen

ANDY ROBINSON

Miami,-

No había votantes de Donald Trump en la presentación de la nueva novela de “pulp fiction”, titulado Razor girl de Carl Hiaasen (ver foto), celebrada inverosímilmente en una iglesia en Coral Gables el mes pasado. Pero Hiaasen, columnista del Miami Herald, y autoridad sobre las excentricidades enfermizas del estado del sunshine noir, entiende que todo puede pasar en Florida el próximo martes. “Estoy rezando de que nosotros no seamos el estado que decida si gana Trump o Hillary; por favor ¡que sea Ohio o Pensilvania!”, dijo en una entrevista después de la presentación.

En la presidenciales del 2000, George W Bush se impuso a Al Gore por un margen de solo 537 votos en Florida tras una serie de recuentos que pusieron de manifiesto graves deficiencias en el proceso electoral, no solo técnicos sino también la exclusión de miles de votantes (principalmente afroamericanos) registradas, por error o diseño, como ex presos. “Desde lo que pasó en el 2000, hay mucha gente que dice, con cierta lógica, que los floridanos no deberíamos tener el derecho a votar”, ironizó Hiaasen cuya novela Striptease (película con Demi Moore) retrata en plan de comedia negra los crímenes medioambientales de los poderosos hermanos azucareros, los Fanjul, importantes contribuidores a las campañas de los Clinton. ( Bill hasta interrumpió una sesión con Monica Lewinsky para hablar con uno de ellos por teléfono).

 

– ¿Se puede dar por hecha una victoria para Hillary?

– No . Yo no daría nada por hecho. En Florida , todo dependerá de la participación. Para que gane Trump , muchos hispanos, afroamericanos, mujeres con estudios, jóvenes, tendrian que quedarse en casa. Los blancos viejos son de Trump y ellos votan seguro.

 

– ¿Por qué son trumpistas esos jubilados?

– Hay mucha gente blanca que ha venido a Florida para escaparse de lo que ellos consideran los problemas de las ciudades multi étnicas y se sienten enfadados con el mundo. Es extraño porque Florida tiene 11 de las ciudades mas violentas de Estados Unidos. Hay tantas armas en las calles y esto condiciona tu comportamiento. Das por hecho que cada conductor al que pitas lleve un arma ella guantera. Pero ellos están metidos en comunidades de jubilados vallados

 

– ¿Son blancos pobres y amargados esos forofos de Trump en Florida? Pensaba que ellos estaban en el frío Medio oeste…

– No solamente. Lo extraño es que hay mucho dinero en Florida. Lo lógico seria pensar que el candidato de los cuello azul sin estudios no seria el mismo el de la clase adinerada en Florida con el yate amarrado en Palm Beach. Pero yo conozco a gente pudiente aquí, profesionales con estudios, que creen que Trump es un auténtica monstruo. Lo van a votar porque creen que Hillary es peor. Es extraño porque han vivido muy bien en los ultimas años pero odian a Obama. Gran parte de lo que ocurre viene del resentimiento que aun perdura por el hecho de que tenemos a un negro en la Casa blanca. Pero Trump no puede ganar Florida solo con ellos. El sur de Florida es demócrata.

 

– ¿Cómo describiría la campaña?

– Pues, es un poco deprimente para escritores como yo porque estas elecciones esta superando nuestra sátira. Gran parte de la popularidad de Trump, toda esa gente que va a sus mítines, en parte es porque la gente quieren ver un estrella de televisión. En Razor girl, un pijo de familia bien protagoniza a un cuello rojo racista e islamófobo en una reality show muy taquillero y acaba provocando el mismo una serie de crímenes racistas. Y Trump hace lo mismo. La cultura de entretenimiento actualmente siempre busca los estereotipos mas extremos; pretende ser un reflejo de la realidad pero, lo cierto es que están creando la realidad; el resultado es una campaña como esta.

 

– El futuro del planeta Tierra puede depender de Florida el martes. ¿Cómo describiría el estado ?

– Florida es uno de esos destinos icónicos de sueños. Desde que Disney llegó en los setenta , el sueño americano consistía en trabajar, ahorrar y llevar a lso hijos a Disneyworld… Y vayas donde vayas , siempre encuentras a gente que tenga alguna relación alguna historia en Florida.. . Los peregrinos, buenos y malos se sienten atraídos a Florida. La gente viene para el sol y porque aquí no hay impuesto sorbe la renta del estado. Y tienes industrias auxiliarles que siguen a esa población migrante que se desplaza a Florida. Unas son legitimas y otras. Hay deprededadores que siguen al rebaño en busca a lso mas débiles. Y, vamos , si vas a dedicarte a robar coches ¿donde lo vas a hacer en Miami Bach o en Toledo (Ohio)?. Hay romance e intriga. Cuando echaron la teleserie Miami Vice en los años 80, el ayuntamiento protestó por la imagen de violencia. Pero el turismo subió. Cuanta gente se muda aquí mas cosas extrañas ocurren y mas materia tengo para mis novelas. La verdad es que cada vez que escribo lo que me resulta la cosa mas macabra, leo el periódico y veo algo que lo supera.

 

– Florida parece un poco apocalíptico y con el cambio climático y los huracanes más, ¿no?

– La gente que viene siempre siente la fascinación por los ciclones.. Organizan hurricane-watching parties, fiestas para ver acercarse el huracán tomando un coctel. Pero una vez que uno te ha dado de lleno ya no lo haces fiesta la próxima vez. Y con las subidas del nivel del mar, gran parte de esto va a desaparecer. Pero en la comunidades de jubilados no quieren saber nada de cambio climático. Quieren pasar los últimos años de sus vidas aquí jugando a golf sin traumas.

 

 

Dos demagogias

FRANCESC-MARC ÁLVARO

Hay centenares de estudios sobre lo que mueve a la gente cuando vota y siempre se confirma que los factores irracionales pesan más que los razonamientos sofisticados y los datos comprobados. La victoria de Trump ha reabierto también este debate. La democracia contemporánea parte del mito de que la razón y la información del ciudadano conducirán a una buena elección, pero la realidad es que los electorados acaban decantándose a partir de una suma impredecible de elementos y circunstancias. Los juicios superficiales, las impresiones fabricadas por todo tipo de propagandas y las emociones tienen un papel central en todos los comicios. Es una brecha insalvable.

Hace casi un siglo que Walter Lippmann detectó estas debilidades estructurales y subrayó que el conocimiento riguroso de los problemas de interés general es muy difícil –casi imposible– para el ciudadano de la calle. Aunque Lippmann pensaba en la sociedad industrial de grandes públicos uniformes y no podía evitar un cierto elitismo propio de su época, su diagnóstico –debidamente actualizado– permite entender lo que ocurre también en nuestra sociedad postindustrial, donde los canales de expresión son incon­tables, donde hay más personas instruidas, y donde los públicos se han fragmentado y diversificado. El propio concepto de opinión pública y el concepto de influencia se han visto modificados profundamente por la aparición de internet y las redes sociales. Ahora bien, que haya mucha más información al alcance que hace cien años no significa –es evidente– que tengamos un criterio más elabo­rado a la hora de votar. Vivimos en la sociedad del conocimiento, pero este cuenta poco cuando nos ponemos el sombrero de electores.

Las victorias políticas no surgen de un análisis equilibrado, documentado y crítico de la realidad. Elegimos a los que tienen que gobernarnos de una manera que tiene poco que ver con una selección de personal. Los populistas ganan gracias al mismo mecanismo que los candidatos convencionales, a partir de la misma irracionalidad aleatoria. Lo que diferencia los primeros de los segundos son, a mi entender, tres elementos: el populista presenta de manera simple problemas complejos, hace un uso de la mentira más sistemático y descarado, y ofrece una restitución de un pasado idealizado frente a un presente y un futuro preñados de amenazas reales o prefabricadas. La globalización concentra todas estas tendencias y por eso es el enemigo que abatir para los populistas de derechas y de izquierdas, coincidentes en algunos asuntos y en la idea –ciertamente peligrosa– de que la política ha sido secuestrada hasta que ellos han llegado al poder. Por ejemplo, el partido de Colau proclamó, el día que ella tomaba posesión, que el pueblo entraba por primera vez en las instituciones, como si los ayuntamientos desde 1979 hubieran sido una gran farsa.

La globalización ha impactado sobre la tecnología, el mercado de trabajo y los salarios. Un mundo que parecía inmutable ha desaparecido en pocos años y amplios sectores sociales que se sentían seguros han pasado a sentirse decepcionados, desconcertados y asediados. Los expertos explican que muchos votantes de Trump han buscado refugio ante una sensación extrema de desamparo, generada por cambios que les dan miedo. Salvador Cardús ha hablado de la humillación como materia indispensable para acabar de entenderlo. El producto contra el desamparo incluye ingredientes muy peligrosos. La actitud expeditiva y autoritaria del candidato republicano pretende sugerir una claridad y una coherencia que, a la hora de la verdad, no existen. Una suma de mensajes reaccionarios no es un programa de gobierno, he ahí el primer gran reto de un perfecto amateur en política. Ser autoritario no implica tener visión y liderazgo.

No hay un populismo bueno y uno malo, por mucho que los ideólogos de Podemos y otros hayan adoptado el término en positivo para definir una vía copiada de países con una fuerte desigualdad. Es lo que el profesor Jaume Risquete ha definido acertadamente como “la condición pospopulista”. Mientras la derecha populista envuelve sus respuestas en una actitud autoritaria, la izquierda populista lo hace con una actitud de superioridad moral que da por hecho que las razones del rival son siempre innobles y espurias. Mientras el enemigo de la derecha populista son el inmigrante y las minorías, para la izquierda populista lo son la clase media y los que defienden la iniciativa privada o el esfuerzo individual. Los dos populismos coinciden en una lectura dogmática y rígida de la vida pública que pretende diseñar el común como un espacio de exclusión del pluralismo, donde los valores del que gobierna se impongan duramente, forjando hegemonías a martillazos. Unos pervierten el concepto patriota y otros pervierten el de clases populares. Ambos exhiben –por ejemplo– ideales autárquicos y antiliberales, como en la batalla contra el TTIP.

La mayoría estamos atrapados entre dos demagogias que borran la complejidad y el valor del pacto: la de Trump y la de nuestros revolucionarios más iluminados.

 

 

El triángulo China-Vietnam-EEUU tras la elección de Donald Trump

Xulio Ríos

Rebelión

La presidencia de Barack Obama resultó en un fortalecimiento significativo de las relaciones entre Hanoi y Washington y una ambivalencia de escasa proyección entre Beijing y Washington. El principal símbolo de una transformación impensable hace poco tiempo de esta ecuación fue el levantamiento del embargo sobre la exportación de armas a Vietnam. La razón de dicho cambio es evidente por más que se intente disimular: contener a China y su expansión regional. Con Beijing, quizá el principal logro fue el acuerdo climático, ahora en entredicho.

Las tensiones entre China y Vietnam no son nuevas. Hoy día, la pugna marítimo-territorial y sus implicaciones energéticas y estratégicas ensombrece un entendimiento que a priori se plantearía fácil a la vista de la relativa identidad de proyectos y sistemas que lideran los respectivos gobiernos. Lo cierto es que en los últimos tiempos se han multiplicado los esfuerzos por atemperar y evitar los conflictos. La última crisis, en 2014, ofreció un balance desolador (con numerosas fábricas y explotaciones chinas saqueadas e incendiadas) tras conocerse un plan del gigante asiático para instalar una plataforma petrolera en aguas disputadas.

China y Vietnam completaron recientemente una nueva misión de patrulla conjunta por una zona pesquera común del golfo de Beibu, iniciativa en marcha desde 2006, coincidiendo con la visita de Zhang Dejiang, el número tres chino, a Hanoi. El intercambio de visitas al máximo nivel es moneda común y ambas partes confían en que ese diálogo pueda dar resultados no solo superficiales. No es fácil.

Tras el giro de Filipinas con el nuevo gobierno de Duterte y la victoria de Donald Trump en EEUU, el escenario sugiere un nuevo enfoque en la región. De confirmarse las proclamas del magnate estadounidense, nos hallaríamos ante el fin del Pivot to Asia que lideró la ex secretaria de Estado Hillary Clinton. En dicho marco, Washington confiaba mucho en la capacidad para establecer una alianza con un Hanoi que no veía con malos ojos la presencia militar de su antiguo enemigo para mantener el equilibrio regional y hacer ver a China que la política de hechos consumados no es la mejor. Ahora se especula con la disposición de Trump a dejar que Asia se desvíe hacia una hipotética hegemonía china dejando en el aire los acuerdos de defensa mutua con sus aliados. Trump podría priorizar el entendimiento estratégico con Beijing sobre otras colaboraciones bilaterales.

Beijing y Hanoi comparten unas relaciones económicas y comerciales importantes. También políticas. Pero la sombra estratégica que les separa es alargada. Esto explica, entre otros, la adhesión de Vietnam al TPP o Acuerdo Transpacífico, ahora también de incierto futuro tras las críticas dispensadas por Trump, que lo calificó de puro desastre. De confirmarse, se renunciaría así al intento de determinar las normas comerciales de la región adelantándose a Beijing y a su Asociación Económica Regional Amplia (RCEP, siglas en inglés), tal como pretendía Obama.

Ni Hanoi ni Beijing dejarán de prestar atención a los nuevos humos que emanen de la Casa Blanca. Quizá las cosas no cambien finalmente tanto como ahora se sugiere. No obstante, a ambos compete un esfuerzo compartido y constructivo para definir un nuevo equilibrio en su relación que tenga en cuenta los respectivos intereses centrales. Al margen de las conveniencias de terceros.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

 

 

¿Y ahora lo lamentamos?

JORDI ANGUSTO

ARA

En 1971 unos Estados Unidos deficitarios a raíz de la Guerra de Vietnam y hartos de una Europa que sentían apoyada sobre sus hombros decretaron el fin del patrón dólar-oro, e hicieron temblar las cancillerías europeas como lo hacían el martes día 8 al ver que triunfaba Trump. ¿Alguna similitud? Más de una: con Obama de presidente, EEUU directamente y, sobre todo, a través del G-8 y el G-20 hacía años que pedían a la UE, básicamente a Alemania, que contribuyera al equilibrio económico mundial; es decir, que en vez de aplicar la austeridad aumentara la inversión y la demanda agregada europea y, por tanto, la mundial. Unas llamadas que Alemania desdeñó una y otra vez. Más aún: cuando el secretario del Tesoro estadounidense asistió a una reunión del Eurogrupo y lo pidió, lo echaron gritando que quién se creían que eran los americanos para darnos ningún consejo a nosotros, los europeos.

¿Resultado? EEUU ha cerrado el ejercicio 2015 con un déficit exterior cercano al medio billón de dólares y la UE con un superávit ligeramente inferior. Así pues, ¿teníamos razón nosotros, los europeos, y debemos celebrar la victoria? Lo dudo. Es muy cierto que la austeridad, al deprimir los salarios, el gasto público y la demanda interna, también ha debilitado al euro, y todo ello nos ha hecho tan competitivos como cualquiera que hace dumping, y nos ha permitido compensar la falta de demanda interna con exportaciones. Dicho de otro modo, nos ha permitido sostener nuestro empleo, sin embargo escaso y mal pagado, con la demanda de países con déficit como ahora, y muy principalmente, EEUU. Unos EEUU que con la Gran Depresión de 1929 aprendieron que la austeridad era letal y que, hasta ahora, no han dejado de sostener la demanda mundial. El problema es que, desde hace tiempo, ellos solitos no pueden sostenerla, de la misma manera que ya no pueden gobernar el mundo ellos solos.

La paradoja europea es que criticábamos que lo hicieran y a la vez nos quejemos de que dejen de hacerlo y que no seamos capaces de compartir las responsabilidades. Cuando teníamos que ser la locomotora hemos preferido hacer de revisores para comprobar si todo el mundo había pagado el billete. Y esta tacañería tiene bastante que ver con el Brexit británico y con la ‘trumpada’ yanqui. Sin la colaboración europea, y con una China que aún fía su crecimiento a la demanda de terceros, Obama no podía salir de la crisis, ni enderezar los déficits que provocarla, si no era con un déficit mayor. Y en Cataluña y España sabemos muy bien que crecer a base de déficit significa burbujas, especulación, desigualdad y trabajo precario. Una precariedad que ha nutrido las urnas de votos a favor de Trump, al igual que en el Reino Unido las nutrió a favor del Brexit a unos muertos de pánico ante unos competidores que el continente les quitaba de encima y los aparcaba en Calais.

La globalización no es mala en sí misma y el libre comercio tampoco, ya que permite disfrutar todo lo mejor de todo; pero pide un gobierno igualmente global para regularla, garantizar el equilibrio y asegurar una plena ocupación decente y una distribución equitativa de las ganancias. Un gobierno global que debe ser y deberíamos desear que fuera multilateral, con el compromiso de todas las partes y sin miembros dispuestos a hacer dumping social o fiscal para ser más competitivos que los demás. Por tanto, que incluyera elementos coercitivos como los que Keynes quería para el Fondo Monetario Internacional que ayudó a diseñar, con penalización de los superávits, y que EEUU no quisieron entonces, cuando eran los campeones del superávit, y hoy desearían. Y con acuerdos multilaterales bajo los auspicios de las Naciones Unidas, como el COP21 por el clima, y no al margen de la OMC y la OIT, como pretendían los EEUU con el TTIP y el TISA para asegurarse una hegemonía que jamás tendrán.

De otro modo, sin un gobierno global multilateral y la responsabilidad de todas las partes, la tentación nacionalista-proteccionista que hoy vemos crecer no dejará de hacerlo y la competencia puede pasar de económica a variantes más violentas. El caldo de cultivo ya está aquí: una precariedad que hace enemigos a los vecinos y no digamos a los extraños; una xenofobia que creíamos enterrada en cal y que emerge hoy por todos los rincones del mundo. Ojalá la victoria de Trump sea la ‘wake up call’ que Brian Eno, músico metido en política por la gravedad del momento, reclamaba en un artículo reciente. Ojalá seamos capaces de evitar lo que no se evitó el siglo pasado en condiciones similares, cuando las guerras comerciales terminaron cambiando las divisas por armas. Por suerte parece lejano, pero ¿quién se esperaba el Brexit? ¿Quién la victoria de Trump?

 

 

Trump, el elegido mal que nos pese

XAVIER ROIG

ARA

En estos días los opinadores mediáticos se van refriendo mientras discuten los resultados electorales en Estados Unidos. Todo el mundo se atreve a decir la suya -a eso ahora se llama análisis-. Todos saben por qué ha ganado Trump. En general se trata de eso: verbosidad de sobremesa. A menudo se parte de una información publicada que quizás tampoco ha sido contrastada. Y así vamos engrosando la bola de la desinformación y la intoxicación. Después nos quejamos de eso. Sólo hay una realidad: el señor Trump ha sido elegido porque los americanos le han votado. Y los que se han abstenido han favorecido su triunfo -sabemos lo que se jugaban-. Y no vale decir que la candidata Clinton ha tenido unos cuantos votos más (el 0,5%). Las reglas son las reglas y, además, la mayoría republicana en la Cámara de Representantes y el Senado no ofrece dudas.

Este columnista hubiera preferido el triunfo de la señora Clinton. También la habría preferido en las primarias de 2008, cuando ganó el presidente Obama. En cuanto a las elecciones estadounidenses, pues, Clinton ya me ha dado dos desencantos. Dicho esto, sin embargo, en absoluto caeré en el error tan generalizado de pensar que los estadounidenses se han convertido en un grupo de necios. Simplemente ha sido elegido un candidato que a mí, personalmente, no me merece confianza. El resto, si me lo permiten, constituye una superioridad moral que denota poca vocación democrática.

Los políticos caen en gracia, o no, dependiendo de varios factores que son extremadamente subjetivos. A crear esta subjetividad ayudan, y mucho, los medios de comunicación. Cuando conviene se nos vende que los medios constituyen un recurso para el lavado de cerebro, mientras que en otros casos se nos cuenta que la influencia no es tan grande -yo creo que las tertulias, en nuestra casa, representan un arma de intoxicación populista sin rival-. Pero la opinión pública sobre un candidato la configuran los medios. El presidente Kennedy cayó siempre en gracia. Sorprendentemente provenía de familia rica, gozaba de un glamour inalcanzable para las clases populares y, encima, inició la Guerra de Vietnam. Pero fue el presidente Johnson quien logró el voto para la ley de derechos civiles que hacía justicia a los negros. Y fue el presidente Nixon quien terminó con la Guerra de Vietnam iniciada por Kennedy, y abrió China al mundo. Ninguno de estos dos presidentes contó con la simpatía de la prensa mientras mandaron -a Nixon ya le detestaban antes del Watergate-.

Aprendí hace muchos años que los políticos electos no llevan a cabo el programa que han presentado. Ejecutan el programa que más se aproxima a la opinión de la masa social que les ha votado. Porque, por encima de todo, aprecian los votos. Muchos se han sorprendido de la moderación postelectoral del discurso de Trump. No se podía esperar otra cosa. Los que le han votado e, insisto, los que se han abstenido porque consideraban que su elección ya les vanía bien, no son todos unos xenófobos. Ni son estúpidos. Son gente que está desencantada, que está harta de lo políticamente correcto, del establishment político, de la ineficacia, que cree amenazadas sus opciones y su bienestar. Pero nos preocupemos, al igual que hicimos con el Brexit, en imaginar un supuesto elector ignorante y obtuso. Que la respuesta de los votantes no nos guste no quiere decir que las cuestiones planteadas no sean correctas. Que no nos halaguen unos resultados democráticos no implica que los problemas planteados por la opción ganadora sean inexistentes.

En Cataluña, como era de esperar, la actitud general de manifestar que Estados Unidos ahora se han equivocado fastidia -curiosamente, parece, no se equivocaron cuando eligieron repetidamente a Obama-. Esta superioridad que opina de los otros con pedantería, pero que pasa de largo sobre las barbaridades locales, da miedo. Informativamente estamos engrosando un país que sube torcido. No nos escandaliza que una minoría que quisiera ver el sistema destruido (la CUP) consiguiera que se retirara el candidato a presidente de la Generalitat de la lista más votada. Es con este estrafalario concepto de democracia como no se nos hace extraña la opinión general de que el más votado en los Estados Unidos tal vez no debería mandar

¿Cómo actuará el señor Trump? Es difícil saberlo. Lo que sí les puedo asegurar es que personalmente se me aproximan cuatro años incómodos. Ocupará la Casa Blanca alguien que me preocupa, cuyas erráticas decisiones me afectan. Y, encima, me lo veo venir, tendré que soportar una tabarra informativa inmadura, fofa y cursi-progresista que se dedicará a denunciar los tópicos de siempre -una forma fácil de populismo- en lugar de criticar todo lo que haga verdaderamente mal el presidente electo.