¿Votar divide?

Los resultados de las elecciones estadounidenses han llevado a algunos analistas a hablar de una sociedad profundamente dividida. Los votos, según el último recuento, dan un 47,8% a Clinton y un 47,5% a Trump. Y supongo que es esta igualdad la que sugiere la supuesta «profunda» división. Como es una discusión que también tenemos en Cataluña, puede ser interesante darle cuatro vueltas.

En primer lugar, no parece que una sociedad «dividida» al 50% debería estar más escindida que si lo estuviera en tres partes de 33% cada una, o entre el 20% y el 80%. La gravedad, en todo caso, tiene que venir de la distancia entre cada una de las partes. Clinton y Trump son muy diferentes, sí. Pero ¿lo eran sus electores? Si en campaña se disputaban los mismos votos, quizás es que no los consideraban tan distantes, ¿verdad?

Tampoco parece razonable que la supuesta división fije la mirada sólo en los que han votado. En este caso la participación fue relativamente baja, del 55,4%, pero similar a la del 2000, del 56,6%, y sólo 4,5 puntos inferior a la del 2012. Alguien podría decir, con razón, que la peor y más radical división de un país es la que hay entre los que votan y los que no votan. Y que los ahora «divididos» en todo caso serían entre un 26,5% y un 26,3%.

Ahora bien, la gran cuestión es si es la sociedad la que está tan dividida o es la lógica electoral la que provoca la imagen de división. Primero, porque los candidatos tienen necesidad de diferenciarse y suelen exagerar lo que los separa y proyectarlo sobre los electores. Y segundo, porque es un sistema político y electoral rotundamente bipartidista el que fabrica dos bloques de ciudadanos. ¿Qué habría pasado si en la oferta política estadounidense hubiera habido la posibilidad de votar a Trump, Clinton y Sanders, y sobre todo si el reparto de los votos electorales no forzara tanto el reparto de voto útil en dos?

La cuestión se plantea también en los referendos, que son a sí o no. ¿Los referéndums dividen una nación? Si lo llevamos al plano personal, la situación no tiene nada de extraño. Si tengo que decidir si compro unos zapatos, me encuentro en el dilema del sí o no. Ni los puedo comprar a medias, ni puedo comprar el del pie derecho sí y el del izquierdo no. Y puedo tener un sentimiento interior profundamente dividido entre una consideración racional («No los necesito») y un impulso fuerte («Me gustan mucho»). Pero finalmente tendré que decidir ante la espera impaciente de la vendedora.

Ciertamente, no hay división cuando el pueblo no es consultado y cuando las decisiones las toma el dictador o el monarca de turno en nombre de todos. O cuando las decisiones remiten a una Constitución sagrada y unificadora que permite que el político se excuse en que no está en sus manos preguntar nada.

En Cataluña las advertencias de que un referéndum dividiría a los catalanes, siempre hechas por los contrarios a la independencia, esconden la cobardía de una toma de la decisión. Quizás es una decisión difícil, pero no por no hacer el referéndum los catalanes dejarán de desear modelos de país diferentes. Y, a efectos prácticos, no hacer el referéndum es lo mismo que hacerlo pero dando por ganadores a los que quieren preservar el ‘statu quo’ en contra de una posibilidad de cambio.

Hay muchos sistemas electorales posibles, y los hay que permitirían evitar muchos de los vicios que tienen los que ahora utilizamos. Lástima que no seamos más osados para probar otros nuevos, aunque fuera en una doble urna experimental. Pero en un referéndum, como en tantas cosas en la vida, hay que decidir si sí o si no. Y el criterio democrático de aceptar la decisión de la mayoría, reconocida como legítima por todos, es el procedimiento que más ayuda a que toda una población se mantenga leal a la decisión tomada.

ARA