¡Viva la muerte!

Entre el amor y la muerte, los españoles no dudan: eligen siempre la muerte. Se ha visto una vez más en torno al cadáver de Rita Barberá: las emociones del odio y la posesión se han desbordado; y se han escrito gruesos misales de moralidad pública. El odio se ha hecho visible no sólo en Twitter, también en el comportamiento de Podemos, que ha negado a la exalcaldesa la dignidad funeral. Por su parte, varios líderes del PP han tomado posesión del cadáver y lo han convertido en reliquia. Como ocurre con el tema de las víctimas del terrorismo, el PP se siente víctima de un mal que ha practicado mucho: cuando negó el reconocimiento fúnebre a Labordeta (y cuando lo regatea a las víctimas del franquismo). Ahora bien, el PP ha tenido que hacer grandes esfuerzos para olvidar que suya es precisamente la decisión dejar a Barberá en soledad. Murió abandonada por los suyos, como en tiempos antiguos los portadores de una peste.

 

El presidente Rajoy, generalmente frío y calculador, se mostró tierno, afectado, casi lagrimoso. Quizás este es el único momento de verdad íntima que Rajoy ha dejado entrever en toda su carrera política: el duelo por Rita. No sé si el presidente es consciente, sin embargo, de que con este gesto de dolor deja al desnudo otro gesto anterior: ¿por qué la dejó caer, si tanto la quería?

 

¿Existe algo más importante que el amor fraternal? ¿El poder? También el miedo. Y es que la táctica con la que el PP de Rajoy se ha enfrentado a los casos de corrupción ha sido la de los globos aerostáticos: soltar sacos de arena para poder despegar y alzar de nuevo el vuelo. Así ha ocurrido con Bárcenas (“Luis, se fuerte”) y los restantes protagonistas de la Gürtel. Con la caída de estos chivos, el partido ha remontado el vuelo.

 

Desde que, por filtraciones del sumario, la opinión pública tuvo conocimiento de las dimensiones económicas y estructurales del funcionamiento de la Gürtel, era inevitable hacer, por sentido común, una deducción: es imposible que maquinaciones económicas de este calibre fueran desconocidas por los dirigentes del partido (y especialmente de los máximos dirigentes: Aznar y Rajoy). No estarían al tanto de los detalles, pero tenían que saber forzosamente de dónde salía el dinero. Por supuesto, la misma deducción puede aplicarse a los otros partidos embarrados en la corrupción (Convergència: casos Palau y familia Pujol; PSOE: los ERE andaluces). Por sentido común, en una u otra reunión de alto nivel alguien debía preguntar “¿Y eso como vamos a pagarlo?” O bien: “Y ese dinero, de donde sale?”. Cuando la policía y los jueces comenzaron a investigar, el partido al unísono negaba los hechos. Cuando las evidencias se hicieron insoportables, el partido continuó negando la mayor, pero liberó el lastre de unos nombres: sacos de arena.

 

En cualquier caso, a Barberá, de momento, sólo podían reprocharle 1000 euros de donación: ¿por qué la dejaron caer? Si era tan querida, ¿por qué dejaron que se hundiese por tan poca cosa? Se pueden formular varias hipótesis. Primera, maniobra de distracción: un gran árbol abatido no deja ver el gran bosque de la corrupción. Segunda: el partido contaba con el silencio cómplice de la víctima propiciatoria. Barberá era una mujer sola: no podía traicionar el partido aunque el partido la traicionara a ella. Tercera: dejar caer la ex alcaldesa de Valencia era una forma de sacrificar en la pira de los media a un personaje pintoresco, fallero y excesivo que resumía perfectamente los tópicos que el entorno mediático del PP ha propagado sobre la Valencia de los últimos años: megalomanía arruinada y mal gusto rebozado con lujo desbordante. En las tres hipótesis, la fallera del caloret actuaba como McGuffin del PP: un relato escandaloso y llamativo que desviaba la atención. Avidez corrupta, mal gusto y dinero tirado los ha habido en todas partes (Valencia, Madrid, Sevilla, Barcelona): pero en el anzuelo de Barberá picaron todos los medios.

 

Ciertamente, Rita ha encontrado en su agonía solitaria y repentina el mismo triste destino que ella deseó desde el balcón del ayuntamiento a los familiares del accidente del metro de Valencia. Más aún: la cacería mediática que ella sufrió fue muy inferior a la que sufrieron valencianos ilustres como Joan Fuster. Con una diferencia sustancial: Fuster no había mandado nunca, era simplemente un hombre con ideas propias. Sin embargo, además de acoso mediático y social, recibía bombas en casa. Ahora bien: la agresividad que ella mantuvo con rivales o enemigos no justifica la crueldad hacia ella. La crueldad siempre es execrable. Y abunda entre nosotros. Una jauría mediática acosa desde hace años a líderes catalanes. La jauría de la derecha acosa a la izquierda; y viceversa. También la prensa rosa ataca sin contención. Los medios funcionan hoy en día como sustitutos de la guillotina.

 

Las epístolas morales que se han publicado en torno al cuerpo de Barberá pretenden justificar el odio o el amor. Pero más allá de esta retórica, el cadáver de Barberá subraya la debilidad de la nación española, que no respeta a sus muertos. O los desprecia o los instrumentaliza. O los odia o los santifica.

LA VANGUARDIA