Independencia y metrópolis

Los días 17 y 18 de octubre tuvo lugar, en Quito, la cumbre mundial ‘Habitat III’. La cumbre de las Naciones Unidas para la ciudad se convoca cada 20 años y reúne a los estados y los representantes de las principales ciudades del mundo para decidir las prioridades de la Nueva Agenda Urbana mundial. La delegación catalana estaba encabezada por la alcaldesa de Barcelona, ​​Ada Colau; la presidenta de la Diputación de Barcelona, ​​Mercè Conesa, y el consejero de Territorio y Sostenibilidad, Josep Rull.

Entre la multitud de datos y conclusiones presentadas, una constatación: en las próximas décadas el 70% de los humanos viviremos en las ciudades, a menudo en grandes megalópolis globales, como ya ocurre en los países occidentales. En Cataluña se puede decir que esta tendencia no será ninguna novedad, porque ya hace tiempo que somos conscientes de la megacefalia barcelonesa en la que viven el 50% de los catalanes. La agenda urbana es, evidentemente, fundamental para Cataluña. Lo que no es tan evidente es qué relación tiene la agenda urbana con la agenda propia, el proceso soberanista.

Podemos empezar por confrontar los datos anteriores con otros. La Asociación de Municipios por la Independencia representa el 80% de los municipios catalanes pero sólo el 43% de la población catalana. De hecho, hasta ahora no está adherido ninguno de los cinco municipios que conforman el Barcelonès. No es ninguna novedad afirmar que en el área metropolitana es donde el apoyo a la independencia es más bajo en términos porcentuales, pero a menudo se sitúa el foco en el origen de sus habitantes en lugar de las características estructurales del hecho metropolitano. La independencia no encaja fácilmente como reivindicación metropolitana.

No se trata de repetir el discurso caduco que enfrentaba el cosmopolitismo al provincianismo (a menudo transmutado en oposición entre izquierdas y derechas), sino de darse cuenta del impacto que tiene sobre el comportamiento político (y el apoyo a la independencia) el hecho de que un ciudadano salga de casa y pueda llegar a París en menos de cuatro horas o que éste sea el tiempo que tarda en llegar desde su portal hasta Barcelona. Con todas las consecuencias que conlleva.

A costa de simplificar, hay una serie de rasgos que contraponen el ámbito urbano, entendido como ciudad globalizada, y el resto del territorio. Interdependencia global, concentración y alta densidad, asociación inestable, heterogeneidad y diversidad cultural, servicios e industria derivada caracterizan la gran ciudad; autosuficiencia local, dispersión y baja densidad, comunidad estable, homogeneidad, agricultura e industria manufacturera, el territorio no urbano (¿rural?). La metrópolis mira fijamente en el mundo. El pueblo o la pequeña ciudad, al Estado. En cualquier país del ámbito rural es más estatista. Los lugareños tienen claro que la carretera que une sus municipios está gestionada desde un ámbito supramunicipal, pero esta conciencia no es tan clara para el urbanita preocupado por la mejora de sus calles. Algo parecido ocurre en relación a la necesidad de nación: ¿qué une a los ciudadanos globales? ¿Ser de Barcelona o ser de Cataluña? El estado resulta menos visible en la gran ciudad, y sin la necesidad del Estado el debate sobre la independencia se desfigura

No sólo eso: la ciudad global suele plantarse como un contrapoder frente al Estado, como ponían de manifiesto, por ejemplo, las palabras de Colau en la cumbre, en la que defendió que las ciudades puedan acceder directamente a los fondos de financiación internacionales sin la obligación de tener que pasar necesariamente por los estados.

Cataluña ha tenido la suerte de tener una capitalidad muy clara (a diferencia, por ejemplo, de Occitania), a la vez que una red de ciudades medias potentes (como no ha tenido, por ejemplo, Galicia), dos factores que, seguramente, explican la fortaleza de nuestra reivindicación nacional y por qué hemos llegado hasta donde hemos llegado. Pero ahora hay que religar el ‘Cap i Casal’ (‘capital’ -de cataluña-) con el resto del territorio. No hay atajos, pero quizás es necesario que el independentismo se empape del pragmatismo que une las reivindicaciones de los vecinos por encima de diferencias ideológicas. Algunos hace tiempo que proponemos la necesidad de un proceso constituyente, ciudadano, donde se pueda conectar lo que es más concreto con lo que es más general (no desde la Constitución, sino desde las necesidades) y que manifieste la no autosuficiencia de ninguno de los tres niveles: rural, ciudad media, ciudad global.

Durante unos años se solía repetir que sin Convergencia no hay independencia. Ahora habrá que empezar a repetir que sin municipios y metrópoli, tampoco.

ARA