Portugal: del sueño hispánico a la independencia

En el imaginario hispánico Portugal representa aquella porción del suelo que hace incompleta la España peninsular. La Gran España sólo limitada por accidentes geográficos insalvables: las vastas aguas de los mares y las escarpadas montañas de los Pirineos. Aquella pretendida unidad indisoluble que se revela –y que se afirma– ante el mundo como un subcontinente con un origen genuino, una historia singular y un destino universal. La idea iniciática –la cuna ideológica– del nacionalismo español de fábrica castellana: «Ancha es Castilla», del delta del Ebro al estuario del Tajo. La historia de Portugal, que explica su esencia y su existencia –ergo su independencia– es un monumento al fracaso de la idea castellana de España. La decepción española que, en su ira, clama «si España es el culo de Europa, Portugal es la almorrana». En cambio para los catalanes –para el viejo sueño catalán– Portugal es el espejo atlántico. Orígenes diferenciados, caminos paralelos, y destinos –probablemente– similares.

 

El sueño hispánico de Portugal

La historia portuguesa es un relato de cortejo con las aguas marinas convertido en un matrimonio estable y consolidado. Sin historias de cuernos. Pero no siempre ha sido así. En la adolescencia portuguesa –en la centuria de 1400–clases dirigentes tenían un ojo puesto –que significa, también, una mano– en los astilleros que abrían las vías atlánticas, y otro en las horribles guerras civiles que devastaban a Castilla. E imaginaron –y construyeron– un plan de unificación hispánica que sería liderado desde Lisboa. El último capítulo de la guerra civil castellana –Juana (la heredera legítima) versus Isabel (la pretendienta triunfadora)– se explica en un contexto internacional. Los catalanes, que tampoco se quedaban quietos, habían puesto los ojos –y los colmillos– en Isabel, que acabarían casando secretamente con Fernando. El partido aragonés, la Castilla aristocrática y latifundista. Y los portugueses hicieron lo mismo con Juana, casada a bombo y platillos con su rey. El partido portugués, la Castilla artesana y mercantil.

 

Póquer de damas

Las devastadoras guerras civiles castellanas arruinaron a los gremios de Burgos, Medina, Almagro y Sevilla, el emporio mercantil del reino. Y Fernando e Isabel (la católica pareja) y su nieto –y heredero– Carlos (el primer Habsburgo) hicieron el resto. Sobre todo en la guerra de los Comuneros. Los portugueses, que no renunciaban a su plan, no les quedó ninguna otra opción que un cambio de estrategia. A partir del católico matrimonio, los portugueses convirtieron las Cortes de Toledo y de Lisboa en un desfile permanente de princesas casaderas. El póquer de damas portugués tenía el propósito de acabar en una escalera real. Pero la partida acabó de una manera inesperada. En Lisboa murió soltero y sin descendencia el último rey de la dinastía Avis. I Felipe II, el monarca hispánico que tenía todos los grados de parentesco posibles con la casa real portuguesa, tomó la mano –las cartas– del jugador pretendidamente difunto, y reclamó con todas sus fuerzas –las militares sobre todo– el trono de Lisboa.

 

La misteriosa desaparición del rey Sebastián

Las relaciones políticas hispano-portuguesas –a pesar del intenso intercambio de fluidos reales– tenían el estilo de una tensa partida de póquer de jugadores profesionales. Con los trucos –los conocidos y los desconocidos– y las trampas posibles. Nada que aventure un escenario de cordialidad. Una versión medieval de los casinos flotantes del Misisipi en aguas del Tajo. En Toledo y en Lisboa. En este contexto se explica –o se quiere explicar– la enigmática desaparición de Sebastián de Portugal, un joven rey que todavía no había tenido ocasión de acudir a los desfiles de princesas y que se fundió, literalmente, en la batalla de Ksar al-Kabir (1578). Tenía 24 años y nadie se explica –ni siquiera hoy– cómo un monarca –una jefe del ejército– situado en la retaguardia del combate y completamente rodeado por su guardia y por los elementos más añejos de la nobleza lusitana, desapareció sin dejar ningún rastro. Una extraña contradicción que ha convertido su figura en mito.

 

El parche del rey Enrique

La misteriosa desaparición del rey Sebastián precipitó los acontecimientos. En Lisboa les temblaron las piernas mientras miraban Tajo hacia arriba de reojo. La partida se complicaba y las clases dirigentes no confiaron en la esperanza de que Sebastián se hubiera levantado de la mesa de juego para ir a evacuar al váter. Saltaron el turno –y el trono– y coronaron a su tío Enrique, una personalidad de 66 años con una larga experiencia en las mesas de juego político. Había, sin embargo, un inconveniente que se debía salvar para que todo aquello no acabara en un lamentable parche. Enrique era el poderoso arzobispo de dos archidiócesis y era, también, el Gran Inquisidor del Reino. Un currículum envidiable –en aquel contexto–le impedía, sin embargo, acudir como parte activa en los habituales desfiles de princesas. La jugada consistía en coronar a Enrique como rey-arzobispo evitando la posibilidad de que las prestigiosas –y sobre todo estratégicas– dignidades que ostentaba fueran asignadas a personajes de la cuerda hispánica.

 

La invasión hispánica

Roma –al corriente de todos los movimientos de la partida y aliada tradicional de los Habsburgo hispánicos– negó a Enrique el privilegio de colgar los hábitos en las higueras del Palacio de Ribeira. La sucesión portuguesa –la ruptura de la partida– era una simple cuestión de tiempo. Y a su muerte –dos años después– el duque de Alba –un siniestro personaje precedido de una macabra fama de sanguinario– entraba en Lisboa e imponía a Felipe II –el monarca hispánico– como Rey. La unificación dinástica –los estados Habsburgo siempre se organizaron como una confederación–vigente durante 60 años. Entre 1580 y 1640 las oligarquías castellanas –con la inestimable colaboración de la monarquía hispánica– se infiltraron en las instituciones portuguesas, y acabaron ocupando los sitios más destacados de gobierno, hasta convertirlas en una alberca mugrienta de corrupción. El catalán Franquesa –el Bárcenas de la época– corría a su aire, haciendo y deshaciendo –con el paraguas del Rey– cargos públicos y negocios privados.

 

La independencia de Portugal

Durante la dominación hispánica el antiguo imperio colonial portugués sufrió una importante erosión. El desinterés de los Habsburgo para defenderlo de la rapiña de holandeses e ingleses fue una constante que provocó un descontento colosal entre las clases aristocráticas y mercantiles. El soberanismo se convertía en la idea central: la supervivencia de la nación –de la sociedad– portuguesa pasaba por la independencia. La piedra de toque –el detonante de la crisis– fue la imposición de Olivares –el ministro plenipotenciario hispánico– de aportar financiación y tropas para atacar a Catalunya y Holanda. Los estamentos coronaron a Juan de Braganza, descendiente indirecto del mito Sebastián. Pero quien tuvo una destacada actuación fue su mujer Luisa de Guzmán –una aristócrata andaluza parienta de Olivares– que demostró que las mujeres también podían ser grandes jugadoras del póquer geopolítico. Suya es la reveladora cita que dice: «Más vale ser reina por un día que duquesa toda la vida». ​

 

Los sefardíes holandeses

La reina Luisa reunió a la escala real de color. Entonces blanca, azul y roja. Puso de acuerdo a todos los estamentos sociales y políticos, dirigió el ejercido en las batallas decisivas y negoció los tratados internacionales para recuperar las colonias. En esta última batalla buscó –y consiguió– la complicidad de los sefardíes holandeses, descendientes de la colonia judía lusitana expulsada en 1497 para contentar a Toledo y Roma. En Holanda se habían convertido en una potente comunidad mercantil e intelectual (recordamos el filósofo Baruj Spinoza) con tentáculos que abarcaban el poder en Amsterdam y en Londres. El éxito de Luisa fue crear una comunión formada por los enemigos seculares de los Habsburgo y de la Inquisición, que abrió el camino del reconocimiento internacional y de la recuperación colonial. En Londres y en Amsterdam, pasaba del rango de enemigo a la categoría de aliado. Y en Madrid, la guerra entre la monarquía hispánica y la República catalana (1640-1652) se convertía en la tumba de Olivares y en la cuna de Portugal.

ELNACIONAL.CAT

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