El honor de las humanidades

Decía Amartya Sen, a principios de siglo: “Numerosas son las teorías económica y sociales en las que los seres humanos son considerados como estrictos optimizadores de un interés personal muy definido. Este modelo de seres humanos no sólo es deprimente y preocupante si no que hay muy pocos datos que confirmen que sea una buena representación de la realidad. Los individuos están influenciados no sólo por la percepción de sus propios intereses sino también, como ha demostrado Hirschman, por su pasiones”. En tiempos en que los medios consagran la palabra posverdad, para señalar como una novedad lo que es tan viejo como la historia humana, “que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales”, la aclaración de Sen es más que pertinente. En este momento en que la utopía del homo economicus está en declive, para salvar el sistema de valores que la adornaba, hay que presentar como un atraso y una rareza que la economía del deseo condicione los comportamientos. Y, sin embargo, ¿qué es sino, por ejemplo, lo que induce al consumo al que se nos incita permanentemente para que cumplamos con el deber fundamental de contribuir al crecimiento?

Las visitas al diccionario son a veces ilustrativas. Consumir es “utilizar un producto para satisfacer una necesidad real o creada”. Y tiene una acepción que dice así: “afección que mengua la salud”. Los objetos que consumimos desaparecen: los destruimos o los olvidamos rápidamente, porque está en la lógica del consumo que el deseo de un nuevo producto prime sobre el interés por el producto conseguido, haciendo de la posesión del objeto un hecho inconsistente, puro tránsito de un producto al otro. No es lo que se compra si no la acción de comprar lo que importa. Por el camino, dejamos la libido y queda sólo la pulsión. ¿Es posible la empatía en una sociedad pulsional? Es decir, se nos invita por tierra, mar y aire a una forma patológica del consumir, y de pronto se descubre, oh! sorpresa, que unos votaron el Brexit y otros a Trump porque hemos entrado en la posverdad. Si de posverdad se puede hablar como novedad no es por la siempre presente economía del deseo si no porque la mentira se ha hecho viral y los mecanismos para desmontarla son impotentes. Entre otras cosas, porque quien tiene el control de las palabras no busca la verdad sino la descalificación de lo que se ha decretado inadecuado.

Me preguntan a menudo por qué creo que necesitamos las humanidades. Precisamente, para desmontar las falacias que acabo de describir, para defender el sentido de las palabras y para dar entidad a la complejidad de la experiencia humana. Es decir, salvar al ser humano de su reducción a estricto homo economicus, salvar al ciudadano de ser despojado de su condición para encerrarle en su cuerpo como individuo aislado. La economía humana del deseo es tan complicada y desconcertante que sigue y seguirá habiendo cosas que requerirán de una novela o de una obra de arte para que puedan entenderse. Y la experiencia es precisamente el lugar de referencia de las humanidades. La experiencia, al modo de Montaigne, como expresión de la profunda materialidad del hombre.

En una sociedad acelerada, en que el ritmo de las cosas está dominado por la dinámica sin freno del espacio virtual, y en que la infinita información compromete su jerarquización, las humanidades son útiles para ofrecer otra perspectiva desde la que contemplar las cosas; para tomar distancia de los acontecimientos y no convertir en novedad lo que no lo es; para salvarnos del papatanismo del último gadget; para proteger los espacios del silencio y de la pausa; para mantener viva la desconfianza en las ideas recibidas y en las verdades incontestables; para devolver la dignidad al ciudadano reducido a simple número estadístico; para no dejarnos colonizar la atención; y para repensar la vida. Lo diré en clave de Albert Camus: “Ser capaces, como Proust, de ver la realidad con otros ojos”. Y de reconocer el sentido trágico de la vida, cuya negación es el germen de la barbarie. Las humanidades pueden aportar la dimensión irónica que nos permite la asunción serena de nuestra radical contingencia.

EL PAÍS