Moralina e historia

Lahistoria oficial” de la Transición -entendida como aquel relato que no solo describe un proceso, sino que además lo beatifica- no se ha configurado como una disciplina científica, sino como un cuento novelado. En un rasgo muy significativo del tipo de “historia” de que se trata, la inmensa mayoría de los episodios que la trenzan han pasado al imaginario popular personificados. Las ideologías y los movimientos políticos aparecen encarnados en sujetos reales, de carne y hueso. Héroes y villanos, enredos, desenlaces… todo se ha dispuesto de manera literaria, casi cinematográfica. No se persigue describir, o, al menos, no sin a la vez legitimar.

Uno de los episodios centrales de esa historia, quizás el principal, tuvo lugar en la Semana Santa de 1977 -“sábado santo y rojo”, se lo llamó después- y consistió en la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Sus principales héroes fueron Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. El villano, el habitual, fue el ejército. Según el relato al uso, las cosas ocurrieron más o menos así.

Incluir al Partido Comunista de España en el sistema era un elemento indispensable para que el tránsito a un modelo democrático-liberal tuviera algún éxito. Desde el Gobierno, Suárez era plenamente consciente de que el nuevo régimen jamás sería legitimado -ni por las potencias europeas, ni por el resto de partidos democráticos- si el PCE no podía presentarse a las urnas. Pero el ejército se oponía en redondo. Medularmente franquista, la cúpula militar había arrancado de Suárez la promesa de que jamás se cruzaría esa línea roja. Legalizar al PCE podía llevar a un golpe de Estado y acabar con todo el proceso.

Suárez se jugó el todo por el todo, reuniéndose en secreto con el líder comunista Santiago Carrillo. El encuentro, hoy casi mítico, tuvo lugar el 26 de febrero en un chalé de Pozuelo de Alarcón, en las afueras de Madrid, propiedad del presidente de la agencia Europa Press. Nada más saludarse, Carrillo preguntó si iban a hablar de política “con p minúscula o con P mayúscula”. Prevaleció la mayúscula. Negociaron durante ocho horas, desde las cuatro de la tarde hasta las doce de la madrugada. Fumaron varios paquetes de cigarrillos. Se cayeron bien. Congeniaron.

El resultado de aquel diálogo facilitó lo que después se conoció como el “consenso”. El Partido Comunista aceptó la monarquía en la persona de Juan Carlos I y renunció a la bandera republicana y a las emisiones clandestinas de Radio Pirenaica. A cambio, Suárez permitía la existencia legal del partido y su concurrencia a las elecciones. Desde un punto de vista simbólico, la reunión entre ambos líderes escenificó la “reconciliación” entre los dos bandos que se habían matado en la guerra civil, abriendo así el camino a la mera posibilidad de democracia.

A este relato de los acontecimientos, ya de por sí triunfalista, se le añade siempre una dosis de voluntarismo democrático a cuenta de Suárez. Según narra la historia oficial, Suárez se habría movido siempre impulsado por un móvil idealista: traer la democracia para España. Una lectura que se extiende también al Rey, que en todo momento habría jugado el papel del “piloto del cambio”.

Por descontado, la evidencia de que ambos posibilitaron el desmantelamiento de las estructuras franquistas y apostaron a fondo por el advenimiento del sistema constitucional se sustancia en hechos objetivos e indiscutibles y es por tanto abrumadora. Pero salpimentar esos hechos con un ingrediente como “la voluntad” es harina de otro costal, un costal en el que los hechos objetivos ceden paso a los valores, las aspiraciones y los móviles de cada acción, cuestiones todas ellas que se encuentran lejos de ofrecer un asidero empírico inobjetable.

Ese recubrimiento motivacional constituye la parte menos creíble del relato oficioso de la Transición, y de hecho es el principal responsable de que el mismo se tilde no tanto de “descripción” o de “historia” como de “legitimación” o de “hagiografía”. La diferencia entre ambos enfoques consiste en la moral, y la moral, al menos desde Kant, se sustenta en la voluntad. Por eso es tan importante insistir en la voluntad de ambos actores, porque de ella depende el juicio moral de quien escucha la historia.

Hay muchos factores que señalan que no fue un genuino impulso democrático el que se apoderó un buen día de 1976 del Rey Juan Carlos y de Adolfo Suárez -máximos representantes, no lo olvidemos, de una dictadura militar de extrema derecha- y los convirtió en convencidos demócratas. Una posibilidad harto remota cuando se la contrapone a la explicación alternativa obvia: que ambos eran animales políticos que deseaban sobre todas las cosas el poder, y que sus acciones -esos hechos empíricos que nadie discute- pueden explicarse también como decisiones racionales tomadas bajo el exclusivo impulso volitivo de permanecer instalados en el mismo.

Cuando profundizamos, de hecho, en el propio acuerdo al que Suárez y Carrillo llegaron, y lo hacemos poniendo a un lado la moralina voluntarista habitual, es evidente que un demócrata jamás podría reconocerse en un apaño así. No se le pide a nadie que renuncie a sus ideas -la república-, a sus símbolos -la bandera- o a su derecho a expresarse –Radio Pirenaica– como condición para poder presentarse a las elecciones. Es al revés: las elecciones se conciben precisamente para que todos puedan defender sus valores y sus símbolos, y para que lo hagan bajo una atmósfera de absoluto respeto a la libertad de expresión de esas ideas y valores.

Que una dejación democrática así no solo no se vislumbre ni, por tanto, se denuncie, sino que se celebre como un logro inaugural de la democracia revela a las claras los peligros de mezclar historia y moraleja, descripción y valoración, hechos y valores. La Transición fue un logro y ha permitido los mejores cuarenta años de nuestra historia, cierto. Tan cierto como que ya es hora de que vayamos superando las anteojeras ideológicas de la ya lejana época en la que se forjó como mito y leyenda.

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