El fundamentalismo constitucional español

RESULTA ya un lugar común para los adherentes a la causa nacional española enarbolar toda una serie de argumentos con los que se pretende objetar los discursos de los nacionalistas periféricos, cuestionadores de la arquitectura del modelo nacional español. Argumentos que, a pesar de recurrir a veces a elaboradas conceptualizaciones jurídico-políticas, muestran una triste faz caricaturesca en su contraste con la realidad plurinacional, pues esta es la auténtica finalidad que procuran ocultar y negar.

Abordamos algunos de estos estereotipos que persiguen instalarse como incuestionables creencias en el imaginario colectivo para ser esgrimidas como armas de descalificación contra los “intratables y obstinados” nacionalistas, separatistas, soberanistas, independentistas o desafectos con las bondades constitucionales.

Los dos nacionalismos En primer lugar, un tema muy socorrido es el de que los españoles defienden un nacionalismo cívico o político, mientras que los periféricos andamos de ganchete con otro de tipo étnico o cultural. No merece la pena extenderse sobre la génesis de esta dualidad o sobre las rigurosas y fundamentadas críticas que la discuten. Lo que sí es necesario desvelar es la inconsistencia de esta categorización en el ámbito que nos toca, el del Estado español y su articulación nacional.

Resultaría, así, que la nación española sería producto de un proyecto voluntario y compartido de someterse a una Constitución y a un sistema legal. Su legitimidad se basaría en la decisión de los individuos que deciden constituirse en pueblo y nación. La obtención de la nacionalidad quedaría abierta a todos, aunque no pertenezcan a un grupo étnico. El nacionalismo español, al autodenominarse cívico, ya tendría concedida la condición de tolerante, abierto, inclusivo y democrático, rasgos que entonces no se nos suponen a los pre-políticos, que ni siquiera entenderíamos el concepto de derechos humanos. De este manera proclaman que el resto, los que viviendo dentro del Estado no nos sentimos españoles, queremos construir la nación desde un ancestral tribalismo y bebemos en las fuentes de mitos, tradiciones y también de códigos genéticos raciales o culturales.

Pues bien, la realidad pasada y presente choca frontalmente con este injusto reparto de beneficios y cargas. La construcción nacional española se hizo y se hace echando mano de todos los elementos étnicos, históricos, religiosos, culturales, tanto reales como ficticios, que podamos enumerar. Y para esto precisó reprimir contundentemente, y con diversidad de medios, las manifestaciones identitarias diferentes que obstaculizaron la antedicha construcción.

Pero referirámonos ahora a voluntades libremente expresadas, a los deseos de poder decidir y construir en pie de igualdad. Aquí cambia el cuento. Porque, ¿qué sucede cuando expresamos la voluntad de construir la nación política? ¿qué ocurre cuando queremos decidir, libre y democráticamente, sobre la forma política y el futuro de nuestras comunidades con absoluto respeto a los derechos humanos y a las libertades públicas? ¡Ni con esas! Aquí termina la famosa voluntad libremente expresada. La nación, dicen, ya existe, se llama España y adquirió una estructura estatal. Otra vuelta de tuerca: como los demás no tenemos Estado propio, seguimos, y seguiremos, siendo nación cultural. El pretendido carácter voluntario del tan traído proyecto común se deduce de rasgos históricos y culturales en lugar de comprobarlo por vías de consulta democrática. Aquí asoma la cara del etnicismo, de la historia, de la tradición, de lo que se supone y de lo que no se supone. Todo con tal de que no se pueda votar, decidir.

Como atinadamente expresó Lucía Payero López, el nacionalismo español hegemónico toma lo que le interesa de cada visión teórica, las mezcla y desvirtúa su propia distinción. Recordemos también la lucidez de Xacobe Bastida Freixedo cuando reprochaba que considerar que una nación es política, porque tiene Estado, y otra es cultural, porque carece de él, equivale a la claudicación intelectual más absoluta. Claudicación y miseria intelectual y política, podemos añadir.

El patriotismo de Sternberger En segundo lugar está la importación y adaptación hispana del concepto de patriotismo constitucional, elaborado por Rudolf Sternberger y ampliado y popularizado por Habermas. Resguardado bajo este paraguas, el españolismo se presenta como patriota de verdad, leal y comprometido con una Constitución. Por el contrario, para estos constitucionalistas españoles, los nacionalistas de las fincas españolas, en expresión de José Antonio Primo de Rivera, cuando hablamos de patriotismo nos hundimos en la barbarie atávica de emociones y sentimientos. Sin embargo, la versión castiza se aparta bastante de la versión original. Por esto conviene clarificar. El patriotismo constitucional consiste en la creación de un sentimiento de pertenencia a una comunidad asentada sobre la adhesión a los valores democráticos y al respeto de los derechos humanos que se contemplen en una, cualquiera, Constitución. Por eso, en la versión original, es fundamental la voluntad ciudadana de conformar una comunidad política que decida libremente el modo de articular estos valores. Aspecto, este que se obvia en la versión española.

Así, observamos que, en la versión esencialista hispana, patriotismo constitucional significa adhesión al documento en sí mismo. Esta adhesión, más que a los valores democráticos de libertades y de participación, se vincula a un determinado modelo de organización territorial, a un determinado tipo de reparto competencial, a la monarquía, a un demos preconfigurado y a la parte orgánica-institucional en general. En efecto, en expresión de Xosé Manoel Núñez Seixas, el patriotismo español reclama el reconocimiento y asunción de una nación española, ya constituida previamente y que además es indiscutible. En esta concepción de patriotismo de nación española (patriotismo de patria, no de valores constitucionales), difícilmente podemos participar otros patriotas, que también somos capaces de construir naciones políticas y redactar constituciones, tanto o más democráticas, y que defendemos el derecho a decidir y sin excluir a nadie que quiera formar parte.

redacción esencialista y patriotera En tercer lugar, y concluyendo, adentrémonos en el propio texto constitucional que nos presentan como un acabado inmejorable de convivencia y de reconocimiento de las particularidades que habitan la nación. Vayamos, pues, al título que da título a este artículo, su fundamentalismo, algo que no es ajeno al proceso de tutela que las fuerzas más reaccionarias ejercieron durante su redacción.

De principio, es necesario subrayar un aspecto que pasa desapercibido. El artículo 2º de la Constitución española establece que ésta se funda en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. En la redacción esencialista y patriotera de este artículo se desmorona la escenografía de la tragicomedia con la que procuran engañarnos. Ya no es la voluntad libre y común de todas las identidades nacionales para constituir una patria común, lo que obligaría a articular un procedimiento que expresase esta voluntad de construir y/o de permanecer, la que fundamenta la Constitución. Lo que en realidad la fundamenta es una nación primordial e incuestionable en la que, conforme al artículo 1º, solo existe un pueblo reconocido, una identidad también anterior, titular de la soberanía y con un idioma privilegiado por el artículo 3º. La norma suprema fundante de la convivencia libre se fundamenta, nada menos, que en una nación previa que hace desaparecer, con las artes de la exclusión, a otras que pueden suscitar la misma adhesión. ¡El mundo al revés, pero nosotros seguimos siendo los pre-políticos! Y el fundamentalismo no remata.

Esta Constitución está más blindada que el búnker que la supervisó en su gestación. No se trata solamente de la enorme rigidez que dificulta su modificación. Esto sería comprensible respecto a lo que Ernesto Garzón Valdés denominó “coto vedado”, es decir, un exclusivo núcleo de derechos fundamentales, libertades y garantías. En el caso español la mayor dificultad de reforma abarca, de la misma manera, al coto de derechos, a los símbolos patrios, a la preeminencia del idioma, a la exclusividad soberana del pueblo español, a la monarquía y a la organización territorial. Por no hablar de la consideración de fincas arrendadas que el artículo 155º da a las Comunidades Autónomas. Quisiera, por último, mencionar brevemente dos recientes sentencias del máximo intérprete de la Constitución. En ellas se nos recuerda que, otra vez los de la periferia, no tenemos competencia para regular plenamente si queremos o no espectáculos bochornosos o para adoptar medidas contundentes en relación a la pobreza energética.

Si me desculpan, termino esta colaboración y me dispongo a releer el hermoso poema de Kavafis, Aguardando por los bárbaros.

DEIA