Navidad, Alepo y nosotros

No era necesario que este año llegara Navidad y que nos enterneciésemos con clamores de paz para sentirnos brutalmente abrumados por el horror de la guerra en Siria. Y digo abrumados porque si bien la misma idea de la guerra, en general, ya nos indigna, su materialización concreta, las imágenes de la devastación, la desolación en los rostros de los que huyen, la estúpida cara de satisfacción de los que se sienten victoriosos, se hacen insoportables.

Particularmente, la felicitación de esta Navidad es la ciudad de Alepo. Una ciudad que justo antes de su destrucción tenía más de dos millones de habitantes -bastante mayor que Barcelona-, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1986 por su riqueza monumental, económicamente avanzada y próspera y con una larga historia de rebeldía frente a los abusos de poder. Y ahora, la expresión de hasta dónde puede llegar la ceguera por la victoria: hasta la aniquilación total de lo que es el objeto de deseo.

Decenas de miles de evacuados sin destino final conocido, cientos de miles de refugiados malviviendo en una permanente provisionalidad y estos más de 300.000 muertos que ya ha hecho la guerra, los únicos que, sin ni siquiera merecer la paz del cementerio, y sin quererla, han conseguido su último destino. Y, ante toda esta ruina, además ayer, lunes por la mañana, el Consejo de Seguridad de la ONU se reunía para pactar una declaración sobre la evacuación de Alepo. El cinismo de la burocracia diplomática es el único que parece mantener una serenidad sin fronteras.

¿Podemos hacer algo hacer con nuestro abatimiento? La etimología de la palabra (‘aclaparar’ en catalán puede equivaler a ‘abrumar’) no nos da muchas esperanzas. Proveniente del occitano, ‘aclaparar’ deriva de ‘aclapar’, en el sentido de colgar piedras, apilar rocas. Por tanto, la palabra nos transmite un profundo sentimiento de derrota, de impotencia, de dejarnos -como dice Coromines- «como enterrados en un pedregal o reducidos a un montón de trozos como mineral despedazado». Y, enterrados de piedras, ¿podemos hacer algo de la derrota y la impotencia?

Quizá con un voluntarismo ingenuo -este sí, forzado por la conmoción de los sentimientos navideños-, a mí se me ocurren tres posibles lecciones. Lecciones que ni consuelan ni mucho menos resuelven nada, pero que a la postre pueden transformar nuestra propia conciencia. En primer lugar, estas imágenes de desolación nos pueden ayudar a globalizar la mirada sin perder la concreción. El dolor lejano se nos hace cercano, casi inmediato. No denunciamos la guerra en general, sino esta guerra. Y no se trata de renunciar al punto de vista que nos es propio, por otra parte un esfuerzo que nos despersonaliza, sino todo lo contrario: hace falta que lleguemos a ver Alepo como una ciudad casi vecina, incluso como nuestra casa. Y Alepo es también la memoria de nuestras guerras pasadas, tal como los refugiados de ahora nos han recordado nuestros refugiados entonces.

En segundo lugar, la devastación de Alepo puede convertirse en un punto de referencia a la hora de medir nuestros propios problemas. Si Alepo es el 10 de la barbarie, ¿dónde debemos situar nuestras miserias y nuestras lamentaciones cotidianas? No se trata de buscar consuelo en las desgracias ajenas, sino de encontrar el sentido de la medida que perdemos cuando nuestra mirada se encierra en la contemplación de las propias limitaciones, en la queja permanente o en la nostalgia de un bienestar insolidario.

Finalmente, Alepo nos debería permitir huir de la banalización a la que nos llevan las denuncias genéricas del mal, las interpretaciones estereotipadas de la realidad o, incluso, la utilización del dolor ajeno para fortalecer las propias y vagas ideologías. La devastación de Alepo tiene responsables con nombres y apellidos, cómplices por acción y omisión y causas precisas. No es una desgracia natural o estructural: es el resultado de una maldad culpable que hay que condenar.

ARA