25 años sin la URSS

El 27 de diciembre de 1991, media hora antes de que Gorbachov llegara al Kremlin para llevarse sus pertenencias -se había retirado como presidente de la URSS en estas fechas hace 25 años-, el equipo de Boris Yeltsin entró en estampida, en el sentido literal de la palabra. La escena la vivió en directo el asesor de Gorbachov, el politólogo Alexander Tsipko, que narra cómo Yeltsin, después de sentarse en el despacho presidencial, se queda encantado, con la mirada perdida, como preguntándose: «¿Y ahora qué hay que hacer?»

A pesar de la potencia de la imagen literaria narrada por Tsipko, Boris Yeltsin sabía perfectamente lo que había que hacer una vez se había quitado la URSS del medio. La terapia de choque capitalista se había diseñado hacía meses. Grandes subidas de precios encubiertas en una liberalización aparentemente equilibradora; preparación de las privatizaciones vertiginosas; simulacros de accionariado popular que servirían para poner las acciones de las grandes compañías en manos de los poderosos, y, en definitiva, una gran operación de fundamentalismo de mercado mediante el cual la clase administradora de los tiempos soviéticos en pocos meses se convertiría en clase propietaria. Todo ello con una claque mediática dispuesta a difundir noche y día que aquello no era el malvado capitalismo occidental sino la «vida normal»

El último en rendirse al descalabro sería el viceprimer ministro económico del gobierno soviético -el último gobierno soviético- Grigori Iavlinski, que pensaba que desde su reducto de poder podía influir en Europa y EEUU y evitar la terapia neoliberal. Pero Iavlinski había caído del lado perdedor. En las últimas semanas de 1991 sus anhelos casi socialdemócratas y keynesianos nadie les tomaba en serio. ¿Un Plan Marshall para Rusia? ¿Y quién estaba dispuesto a transferir 35.000 millones de dólares durante cinco años prácticamente a fondo perdido? Iavlinski sólo podía buscar apoyo en el líder laborista británico, Neil Kinnock, y en el profesor de Harvard Graham Alison que es quien había redactado el plan de rescate.

 

La terapia de choque

Pero en otros ángulos de Harvard también se pensaba en el futuro de Rusia y no precisamente en clave de Plan Marshall. En el Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacional, el también profesor Jeffrey Sachs contribuía a diseñar la terapia de choque que se desplegaría finalmente con el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de los principales mandatarios occidentales. Un despliegue que sería al mismo tiempo la visualización de la derrota y la rendición incondicional de la URSS. Gorbachov se retiraria porque se había quedado sin Estado y, de inmediato, Yeltsin y los suyos llegarían tan en estampida como la terapia de choque, sin anestesia.

Dos años después, con Moscú convertido en un inmenso top manta con largas colas para obtener los productos más básicos, entrevisté el ideólogo de la perestroika, Alexander Yakovlev. La contracción del PIB sobrepasaba el 65%, la inflación llegaba al 2500%, más de 40 millones de rusos se habían hundido, en pocos meses, por debajo del umbral de la pobreza, y al cabo de unos años, un informe de la ONU daría a conocer que un millón de personas murieron por efectos de la depresión económica

Terminada la entrevista, Yakovlev me dice ‘off the record’, saliendo al rellano de la escalera: «¿Por qué los occidentales nos son tan hostiles? Hemos hecho lo que esperaban y deseaban. La URSS no existe, y los que hemos contribuido a ello podríamos acabar en prisión por traición, según quien gobierne. ¿Cómo es que están humillante tanto a este pueblo? ¿No ven que tarde o temprano esto tendrá consecuencias?» Palabras que divisaban la llegada de Vladimir Putin a la presidencia, aunque Yakovlev aún no sabía quién era.

 

La ayuda de EEUU

Los poderes occidentales no habrían dejado caer a la Unión Soviética tan estrepitosamente si no hubieran contado con la complicidad de Boris Yeltsin y el equipo de asesores llevados por Jeffrey Sachs en Moscú desde Harvard para diseñar la deconstrucción, el derribo de la URSS. Seis años después, el Organismo de Contabilidad General de los Estados Unidos detectó una partida de 325 millones de dólares que se habrían utilizado para pagar las nóminas de los juristas y economistas que redactaron decenas de decretos presidenciales para desregular precios y montar privatizaciones. ¿Una conspiración? No.

La URSS llevaba incorporadas siempre las pulsiones autodestructivas, pero parece cierto que el último y determinante espasmo vino de fuera. Ni Washington ni Londres, ni París, ni Bonn, ni el FMI quisieron perderse la escenificación de la rendición incondicional del enemigo. Incluso todos los episodios etílicos de Yeltsin y las sacudidas mafiosas formaron parte de la coreografía.

ARA