La sombra de los años 30

Gracias a un regalo navideño, me he leído el librito de Chesterton sobre Francisco de Asís: “Sus acciones”, dice, “eran siempre inesperadas, pero nunca inadecuadas”. Exactamente lo contrario de las sorpresas que nos han deparado los protagonistas de 2016. Y que han hecho de éste un año sombrío.

Desde que la crisis de 2008 rompió el sueño nihilista de las dos décadas anteriores, se repiten las comparaciones con los años previos al triunfo del nazismo y a la II Guerra Mundial. Son momentos en que se cayó en la tentación de creer que todo era posible y cuando esto ocurre siempre se acaba mal. En los años 30, Karl Polanyi ya advirtió sobre los riesgos de una sociedad que olvida que los mercados son construcciones humanas; que los humanos no actúan solo en interés propio, porque atienden criterios cooperativos, sentimentales e irracionales; que la economía es una parte no separable de la sociedad y se apoya en mecanismos no económicos.

Una sociedad así, “no podrá existir mucho tiempo sin aniquilar la humana y natural sustancia de la sociedad; tendríamos a un hombre físicamente destruido y con su entorno transformado en una selva”. La irrupción de la extrema derecha con una fuerza desconocida desde 1945 en diversos países europeos alimenta las pesadillas del pasado. Pero la comparación no va mucho más allá porque los contextos son muy diferentes. Los años 30 eran un momento de gran intensidad de la lucha de clases, ahora, en cambio, como dice Warren Buffet, “la lucha de clases existe pero los míos ganan por goleada”.

La crisis del 29 había sumido a amplios sectores de la sociedad en un horizonte sin expectativas, como ha ocurrido ahora con la fractura de las clases medias. Pero eran momentos altamente politizados, mientras que, cuando estalló la crisis de 2008, Europa, vivía en la indiferencia política, conforme al espejismo del fin de la historia que emanó de los Estados Unidos como ideología de celebración del hundimiento de los regímenes de tipo soviético.

La indiferencia se convirtió en el modo de relacionarse con lo público. Predominaba la apolítica, la pérdida de jerarquía de los valores, el desprecio del otro y la invisibilización de los perdedores. Un ambiente sólo quebrado por momentáneas reacciones morales como las movilizaciones contra la guerra de Irak. La democracia se había hecho gélida, con una ciudadanía cada vez menos implicada, que reducía su participación al voto cada cuatro años, mientras unos pocos partidos (a menudo, dos) se repartían el monopolio del poder.

En 2010, inesperadamente, un panfleto bastante banal del veterano diplomático francés Stephen Hessel, Indignaos, se disparó como fenómeno editorial global. Y se convirtió en fugaz icono de la ruptura de la indiferencia. Un año más tarde, en España, se crearon, con un mes de diferencia, el 15-M y la Asamblea Nacional Catalana, organizaciones referenciales de los dos fenómenos políticos que romperían la quietud institucional: Podemos y el independentismo. Y aquí, como en Europa, la política tuvo un nuevo despertar.

Si en España, 2015 fue el año de las expectativas, 2016 ha sido el año en que se frustró el cambió. Y acaba en medio de cierta confusión, con los nuevos partidos encallados en las rugosidades de la cruda realidad, la socialdemocracia desdibujada, la derecha resistiendo y el soberanismo sin encontrar la puerta de salida. Y ello con Europa en plena oleada conservadora, con la extrema derecha arrastrando a la derecha para que asuma su agenda.

Y, sin embargo, creo que el año nos deja una buena noticia. Se ha consolidado la repolitización de la ciudadanía. Los ciudadanos han demostrado ganas de hacer oír su voz, aunque sea apostando por opciones que nos puedan parecer equivocadas. No están dispuestos a hacer delegación de soberanía en los expertos como algunos pretenden. La política les concierne. Casos como la elección de Trump o el Brexit son reacciones fruto del brusco paso de la indiferencia a la desconfianza y de ésta a la política. Para completar la repolitización, es urgente construir respuestas para frenar a la extrema derecha. Porque está probado que los actuales gobernantes europeos se acomodan fácilmente a la agenda de la derecha radical y xenófoba, y porque la extrema derecha está ocupando espacios sociales que tradicionalmente han sido territorio de la izquierda. Como en los años 30.

EL PAIS