Erdogan, el moderado

Quizás ustedes no lo recuerdan, pero cuando ganó por primera y por segunda vez (en 2002 y 2007, respectivamente) las elecciones legislativas turcas, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) era descrito entre nosotros como una formación «islamista moderada», una versión musulmana de la democracia cristiana occidental, y su líder y entonces primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, aparecía como un gobernante de lo más frecuentable y cuerdo.

Tan frecuentable que Zapatero lo eligió desde 2004 como ‘partner’ principal en la nunca suficientemente bien ponderada Alianza de Civilizaciones. Tanto, que en 2010 la Universidad Europea de Madrid -privada y conservadora- le otorgó un doctorado ‘honoris causa’. Tanto, que todavía el 12 de febrero de 2014 Mariano Rajoy intervino en Estambul en un mitin preelectoral del AKP. Por cierto, cuando a resultas del oscuro golpe de estado de julio de 2016 se contabilizan en Turquía unas 80.000 detenciones, hay 40.000 presos políticos (incluyendo periodistas, magistrados, diputados, alcaldes, etcétera) y han sido purgados más de 150.000 funcionarios públicos (entre los cuales 6.300 profesores universitarios), no tengo noticia de que ni Zapatero, ni la universidad madrileña antes mencionada, ni Rajoy hayan formulado alguna crítica ni rectificación de las alabanzas previas.

Erdogan llegó al gobierno con grandes ambiciones, aunque algo contradictorias. Por un lado, pretendía acelerar la incorporación de Turquía a la Unión Europea…; sin embargo, su programa oculto -cada vez menos oculto- de reislamización de la República, de construcción de un régimen presidencialista muy autoritario, de represión policial de cualquier forma de contestación interna, ha provocado el alejamiento turco de la UE. Hoy, sólo el chantaje inmigratorio que Ankara hace sobre Berlín y Bruselas -si os ponéis demasiado duros, reabrire el grifo del Egeo- mantiene la relación de Turquía con la Unión, pero en unos niveles de frialdad y desconfianza muy superiores los de 2002.

Por otro, el líder del AKP aspiraba a devolver a Turquía al papel hegemónico, en el rol de liderazgo de Oriente Próximo musulmán que había tenido hasta el 1918; es lo que se ha llamado neootomanismo. Pero hay que subrayar que, en la centenaria fórmula otomana de hegemonía regional, había una pieza clave: el sultán (emperador, líder político) era a la vez el califa (papa, líder religioso). Erdogan no podía aspirar a la magistratura espiritual abolida por Atatürk en 1924, de modo que en intentó un sucedáneo: su Turquía sería el ejemplo y el modelo de un régimen islamista compatible con el crecimiento y la modernidad económicas; además, Ankara cogería la bandera de la causa común más potente para el mundo árabe-musulmán, la lucha contra Israel, con quien Turquía kemalista había mantenido una estrecha alianza. Es aquí donde se debe situar el episodio de la flotilla de Gaza, en junio de 2010, y toda la gesticulación posterior, que, ciertamente, valió a Erdogan una fugaz popularidad entre las masas árabes.

Pero poco después estallaron las Primaveras Árabes. Y si, por un momento, pareció que el AKP turco era un referente para las «democracias islámicas» que pudieran salir, pronto se vio que no. Peor aún, el inicio de la guerra civil en la vecina Siria, la sectarización -sunies contra chiíes y la regionalización del conflicto convirtieron el neootomanismo de Erdogan en un campo de minas.

De entrada, por solidaridad suní y por antipatía profunda hacia el régimen sirio -Siria tiene con Turquía una disputa territorial por el ‘sandjak’ de Alexandreta desde el 1939-, Erdogan se mostró complaciente con los rebeldes, también con los yihadistas, sin exceptuar a los del Estado Islámico; de hecho, la frontera sirio-turca fue durante años un colador de armas y de voluntarios extranjeros que iban a nutrir las filas del EI.

Las cosas no cambiaron hasta el 2014-2015: las presiones de Occidente y el alarmante -para Ankara- protagonismo que cogían los combatientes kurdos en la guerra siria hicieron que Erdogan, ahora ya presidente de la República, dibujara un giro que se fue acentuando en 2016. de las hostilidades casi abiertas se ha transitado a la reconciliación y la complicidad con la Rusia de Putin, protectora del régimen de Damasco. De la retórica antisionista, a la normalización con Israel. Las fuerzas armadas turcas actúan abiertamente dentro de Siria contra el Estado Islámico, pero sobre todo contra las milicias kurdas, y su gobierno ya ve a Bashar el Asad como un interlocutor válido, mientras reanudó el enfrentamiento bélico con el PKK, y ha dinamitado así el proceso de paz iniciado en 2013.

Tantas curvas han dejado, claro, una herencia de agravios, de intereses engañados o traicionados y de afanes de venganza que, ahora, estallan en Estambul o en cualquier otra ciudad turca en forma de bombas y ametrallamientos. Recep Tayyip Erdogan hace tiempo que sueña gobernar como un nuevo sultán, pero quizás pasará a la historia como un émulo de Abdul Hamid II, el Sultán Sangriento.

ARA