Más confianza en la democracia

Donald Trump ha sido investido presidente y, dos meses y medio después de ser elegido, aquí todavía dedicamos más tiempo a los exorcismos contra el mal que a los análisis sobre los hechos acaecidos y aprender algo. Para constatarlo, sólo había que seguir los comentarios de los enviados especiales en Washington o leer los artículos de los que, gracias a Trump, han podido desempolvar su tradicional antiamericanismo.

Dado el estado de opinión reinante en Cataluña, y antes de ser enviado al infierno de los sospechosos de populismo conservador, quiero recordar que fui un obamista confeso de primera hora y que lo he sido de manera entusiasta hasta ahora mismo. Y cautivado por la solidez ética del discurso de Obama más que por la efectividad de sus políticas, el contraste con el hablar agresivo y desafiante de Trump todavía me lo hace más digno de admiración. En 2008, aquí -hagamos memoria-, Obama no despertó ningún entusiasmo: entre los más conservadores, porque parecía progresista; y entre los progresistas, porque era estadounidense.

Pero es precisamente la incomodidad intelectual y política que produce la retórica y la puesta en escena de Donald Trump lo que nos debería empujar a hacer un esfuerzo adicional de comprensión, y ponernos en guardia contra las usuales descalificaciones viscerales y los pronósticos tremendistas. En primer lugar, porque atribuyendo a Donald Trump un poder ilimitado, como si pudiera actuar como un tirano, se desconsidera la enorme fuerza del sistema democrático estadounidense. Si Obama no pudo imponer su criterio en cuestiones que consideraba determinantes, ¿por qué debemos suponer que Trump no estará también condicionado por un sistema complejo y verdaderamente federal de poderes y contrapoderes, empezando por las restricciones que le impondrá su propio partido?

Segundo, la victoria en votos electorales de Trump -a pesar de la derrota por muy poco en votos populares- ha llevado a simplificar el perfil político de los estadounidenses. Todo es más complejo de lo que parece. Sólo un ejemplo: en muchos estados donde ganó Trump también se impusieron en los referéndums las opciones liberales -entiéndase progresistas- sobre el incremento del sueldo base, la anticorrupción o la legalización de la marihuana.

Es cierto, en tercer lugar, que el nuevo presidente estadounidense es de una incorrección política brutal. Pero otros aspectos lo acercan a los más críticos con el neoliberalismo. Trump es un iliberal -eso sí, conservador- pero que hará imposible el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones, tal como quería la izquierda anticapitalista. E intentará -si puede- hacer políticas proteccionistas y contrarias a las deslocalizaciones, como las que piden aquí los sindicatos. La política hace extraños compañeros de viaje.

Y sí: Donald Trump es un populista. Pero no lo es -como escribía Josep Ramoneda el pasado domingo- por el hecho de «prometer cosas con la certeza de que no se podrán cumplir», sino por lo que realmente es el populismo: jugar a confrontar el «pueblo» -eso tan condescendiente de la «buena gente de la calle»- con sus élites, sospechosas de los más perversos intereses (véase «Sin populismos» en el ARA del 29 de noviembre). Este fue el eje fundamental del discurso de investidura de Trump. Pero cuidado: tal y como ha hecho notar Francesc-Marc Álvaro, se trata exactamente del mismo discurso que ha hecho aquí el populismo de izquierdas, con Ada Colau a la cabeza.

Todo el mundo sabe que más que a una victoria de Trump, hemos asistido a la derrota de Hillary Clinton. Pero, como señalan algunos analistas estadounidenses, si el Partido Demócrata sabe reaccionar, en las elecciones del ‘midterm’ de 2018 puede haber sorpresas. Por favor, un poco más de confianza en las democracias serias.

ARA