El año de los patriotas

Todavía es pronto para afirmar que Estados Unidos se ha retirado del liderazgo mundial que ha ejercido desde hace un siglo y al que ahora Donald Trump parece querer renunciar. El tiempo de las gruesas palabras de la campaña ha dado paso al tiempo de los hechos y las decisiones, que en diez días como presidente han tomado forma de órdenes ejecutivas con aplicaciones inmediatas.

La grandeza de Estados Unidos se ha alcanzado por la vitalidad de su economía, por el saber acumulado en las universidades, por la seducción de su cultura expresada en las artes, la literatura, la música y, muy especialmente, por la imaginación y la artesanía cinematográfica de Hollywood. Es lo que el profesor Joseph Nye denomina el soft power, el poder blando que siempre es más penetrante que el poder de la fuerza.

Roma llegó a los confines del mundo conocido por los sesenta mil kilómetros de calzadas construidas para que transitaran sus ejércitos, pero también y por encima de todo por la expansión del derecho romano y la lengua que llegaría a ser común durante varios siglos. Roma imponía su orden y sus leyes adaptándose a los territorios conquistados.

Estados Unidos dio un cambio radical a partir de la Gran Guerra convirtiéndose en la potencia hegemónica que ha perdurado hasta hoy. Los principios del presidente Woodrow Wilson se basaban en que el nuevo orden debía combatir las agresiones con principios morales y no con intereses geopolíticos. Fue él quien introdujo en la Europa de los imperios vencidos el principio de autodeterminación de los pueblos que ha sido una de las constantes del siglo XX en todos los continentes.

La historia norteamericana no es ejemplar. Como la de ningún otro país. La xenofobia viene de los primeros años de la república. El esclavismo no desapareció legalmente hasta que Abraham Lincoln hizo suya la idea de que todos los hombres han sido creados iguales. En realidad, el racismo no ha desaparecido a pesar de la ley de los Derechos Civiles firmada por el presidente Johnson en 1964. Para muchos americanos un presidente negro no podía ocupar la Casa Blanca. Ha vivido en ella los últimos ocho años.

En Estados Unidos fueron eliminados prácticamente todos los nativos, se han aprobado leyes de exclusión, campos de internamiento en tiempos de guerra y atrocidades varias, propias de todos los imperios que han sido hegemónicos en algún momento de la historia. Como sostiene el filósofo francés de origen búlgaro Tzvetan Todorov, las bombas de una democracia son igual de letales que las de una tiranía. El hecho es, sin embargo, que la democracia americana ha perdurado cambiante pero inalterada en sus principios básicos desde la Constitución aprobada en 1787. Estados Unidos es fruto de las inmigraciones sucesivas a lo largo de su corta historia. Paradójicamente, por ejemplo, Steve Jobs era hijo de un inmigrante sirio y el padre de Obama era keniano.

Lo más sorprendente del discurso y de la manera de actuar de Donald Trump es la ideología nacionalista y radical que le ha llevado a la Casa Blanca intentando imponer la supremacía blanca. Su desprecio a los críticos, a la prensa en particular y a la oposición de cualquier tipo no forma parte de la tradición política americana.

Roma cayó, entre otras muchas cosas, porque cuando quiso asimilar a los pueblos conquistados concediéndoles la ciudadanía ya era tarde. Los bárbaros del siglo III y IV son los inmigrantes y refugiados de hoy. El cambio que se ha producido en Estados Unidos guarda mucha relación con los políticos xenófobos, populistas y nacionalistas que están ganando espacios políticos decisivos en toda Europa.

En la reunión celebrada en Coblenza el 21 de enero se encontraron todos los partidos antieuropeos bajo el lema: “2017, el año de los patriotas”. Allí estaban Marine Le Pen, que quiere llegar al Elíseo esta primavera, el holandés Geert Wilders, los representantes de Alternativa para Alemania y los partidos euroescépticos con mando en plaza en Hungría, Eslovaquia, Polonia…

Donald Trump tiene en común con este grupo de eurófobos su desprecio al inmigrante y un nacionalismo que choca frontalmente con los principios humanitarios que hicieron posible la actual Unión Europea. Los programas de la extrema derecha tienen mucho en común con las rápidas órdenes ejecutivas que Trump firma cada día con un exhibicionismo innecesario.

El aislacionismo y proteccionismo se imponen sobre la seguridad colectiva, que será sustituida por los intereses bilaterales basados en lo que interesa particularmente a cada país. Siempre que en Europa se ha despreciado y excluido al extranjero, por cuestiones ideológicas o racistas, los conflictos han sido inevitables porque todos venimos de una estirpe de inmigrantes. También en Estados Unidos, crisol evidente de razas y creencias.

LA VANGUARDIA