La fuerza de cada uno

1. GRAVEDAD.

El primer juicio por el 9-N ha quedado visto para sentencia, y marca el inicio de una nueva etapa que acerca cada vez más a la confrontación. Pero como ya ocurrió después de la consulta, cuando un evento rompe la rutina de eso que aún se llama proceso pero que lleva camino de ser un estado natural del país, genera un cierto vértigo. El 9-N no fue un episodio cualquiera. Que más de dos millones de personas vayan a votar en un referéndum sin valor legal y prohibido por el gobierno español es una demostración de fuerza bastante excepcional. Y sin embargo al día siguiente se extendió la idea de que los números no salían y germinó cierta frustración. Ahora el juicio contra Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau está llevando a una situación parecida. Se impone una cierta gravedad. Como si la inminente escalada de la tensión -las imágenes sanguinolentas de Mariano Rajoy en el congreso de su partido sobre el jardinero que poda y el cirujano que amputa no preludian nada bueno- hubiera introducido dudas sobre el verdadero poder de cada parte. «Al final del camino -dijo Mas en TV3- habrá que ver la fuerza de cada uno».

No sé dónde sitúa el expresidente este «final del camino». Si se refiere al momento de convocar el referéndum o el de su prohibición. Pero en todo caso es una advertencia: a la hora de la verdad no se puede pasar de puntillas sobre la realidad, porque es fangosa y atrapa. Un proceso de independencia por la vía rápida sólo es posible si se da alguna de estas tres condiciones o una combinación de las tres: disponer de aparatos institucionales coercitivos suficientes para imponerlo; tener el apoyo efectivo de una o varias potencias internacionales, o movilizar una insurrección popular efectiva capaz de bloquear el funcionamiento del país y de las instituciones. Cada uno tiene criterio para evaluar, sin fantasías, si estas condiciones se dan en el caso catalán. No hay más garantía de fracaso que actuar sin conciencia de los límites.

Algo diferente es si se asume un proceso largo. En este caso hay otra arma que a mí me parece que, por ahora, es la única que está al alcance: el voto de los ciudadanos. Pero todavía hace falta un largo período de acumulación de capital electoral, ampliando el campo de las alianzas y haciendo patente el descrédito de unas instituciones españolas que sólo parecen entender el lenguaje de la rendición o del choque. El soberanismo ha ganado una batalla: en el gobierno español había la convicción de que era cuestión de tiempo que se disolviera solo. Han pasado cinco años desde la llegada de Rajoy y el soberanismo sigue ahí. Es cierto que existe el riesgo de que el proceso se convierta en una segunda piel del país y que, por tanto, se haga costumbre y deje de avanzar. ¿Y si fuera esta la realidad de la relación de fuerzas? Algunos han reprochado al expresidente Mas su doble papel: uno en la calle y otro ante el tribunal. ¿Por qué se niega la desobediencia en vez de hacer de la misma virtud y bandera política? Pues, probablemente, porque una cadena de errores estratégicos ha hecho reflexionar a Mas sobre el «poder de cada uno». Y no es tiempo de héroes de mesa camilla, sino de hacer política de lo posible.

 

2. INCOMODIDAD.

Me ha sorprendido la obsesión del fiscal Ulled, pero también la del presidente del tribunal, el juez Barrientos, para justificar que no era un juicio político y que no iba contra el soberanismo. Tarea titánica. Ambos saben perfectamente que, sea cual sea la sentencia, las lecturas que se harán serán políticas. Y no por culpa de ellos, sino del origen del procedimiento: la orden del gobierno español al fiscal general de presentar una querella por una consulta que no había hecho nada por impedir. Torres-Dulce cumplió y dimitió. Como dijo en TV3 el corresponsal de The New York Times Raphael Minder, «mal asunto cuando la justicia se siente juzgada y debe defenderse». Es lo que ocurre cuando un gobierno, el del PP en este caso, se niega a afrontar un problema político y lo delega a los tribunales. Los jueces deben asumir una responsabilidad que no les corresponde. Y la viven con incomodidad. Y es también con estas contradicciones como debe jugar un proceso soberanista de larga duración.

ARA