La norma y la excepción

En ‘Los límites del deseo’, Esteban Hernández describe el sistema de poder en que vivimos como “un régimen ambiguo en el que existen dos direcciones, aquella que sujeta a la mayoría, en la que las reglas deben seguirse, y la que permite la libertad de acción a determinados actores”. Dicho de otro modo, manda quien tiene poder de salirse de las normas. Y los sectores económicamente más poderosos se han instalado en la excepción como forma de estar en el mundo y así han construido una peculiar soberanía global, que crece paralelamente al deterioro del poder de los Estados, que “dependen de los mercados para su financiación, es decir, para contar con los medios materiales para su funcionamiento corriente”.

Si la excepción es lo que desequilibra las sociedades y rompe la posibilidad del pacto social, la respuesta para detener esta deriva está en restaurar el poder de la norma. ¿Cómo puede conseguirse? Recuperando el papel de la política a cuyo descrédito han contribuido esforzadamente los propios gobernantes desde el momento en que se entregaron por completo a las exigencias de los poderes económicos surgidos de la mutación del capitalismo en los ochenta: políticas de excepción, desregulaciones y privatizaciones masivas, legitimación de los poderes contramayoritarios, es decir, renuncia a instrumentos reales del poder político hasta entrar en una etapa de plena hegemonía de la economía sobre la política.

Este periodo entró en fase límite al alcanzar su momento catastrófico: la crisis de 2008. Desde entonces, en unas sociedades fracturadas en sus clases medias, se conjugan dos fenómenos, el malestar y la incertidumbre, cuya retroalimentación puede producir estragos en el espacio político. El espectáculo de la corrupción, al hacerse visible la promiscuidad entre política y dinero, mientras se hacen recaer sobre los ciudadanos los costes de los desajustes del sistema, completa el descrédito de la clase política. Si a ello sumamos una creciente percepción de impotencia de la política, se comprende perfectamente que los sistemas de partidos estén en plena mutación, con irrupciones inesperadas a derecha e izquierda, ante las que los partidos tradicionales parecen incapaces de revisar los errores cometidos y adaptarse a las nuevas urgencias. Y sólo buscan estrechar el sentimiento descalificando como populista todo lo que se mueve.

Los regímenes de alternancia se han agotado porque los dos actores que la garantizaban se parecían demasiado. El discurso para el asalto al poder era siempre el del cambio que fructificaba cuando el partido gobernante había perdida empatía y frescura, erosionado por el ejercicio del poder. Ahora el referente es la estabilidad. Y el que gana es el más agresivo en la promesa de orden destinada a los sectores más desestabilizados por la crisis. Y el resultado lo hemos visto, Trump ha hecho caer la última ficción: el dinero ha pasado a ocupar el poder directamente.

¿Cómo parar esta deriva? Se habla de la necesidad de moralizar el capitalismo. Moralizar supone poner límites. Y el capitalismo por definición no los tiene: quien gana arrasa. Estamos además en un escenario en que no hay alternativa sistémica. Solo hay diversas decantaciones del capitalismo. Por tanto no hay presión externa para que el sistema se autolimite, al modo de los años de posguerra. No es una cuestión moral, sino política. Ésta ha de sumergirse más y mejor en la sociedad, para recuperar el papel de poder de los que no tienen poder.

Aunque los suyos hayan preferido el discurso político de la excepcionalidad permanente, creo que Errejón acertaba al proponer una revolución que puede parecer conservadora pero es la única posible: intentar reactualizar el pacto social que un día fue viable y que desde los años ochenta se ha ido liquidando sistemáticamente. Hemos pasado de la ciudadanía a los expertos, de la participación a la indiferencia y el miedo, de la confrontación ideológica al discurso del mejor de los mundos posibles.

Hay que regresar a la política sin miedo a devolver poder a los Estados nacionales, para compensar el vértigo de la globalización acelerada. Y poner normas a los que se amparan en la excepción. Como dice el reciente premio Nobel de Economía, Jean Tirole: “La economía de mercado no tiene razón a priori para generar una estructura de redes y de riquezas conforme a lo querría la sociedad”. Y ahí se necesita a la política.

EL PAÍS