Heil Hitler

Quizás no es por ironías de la historia que fuera un 14 de julio cuando Adolf Hitler decretó la prohibición de todos los partidos políticos menos el suyo, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores. Era en 1933, 144 años después, día por día, de la toma de la Bastilla.

La festividad nacional de Francia se celebra oficialmente el 14 julio desde 1880, a propuesta del artista y diputado de extrema izquierda de la Tercera República, Benjamin Raspail, para conmemorar la toma de la Bastilla. Durante el debate parlamentario, sin embargo, se sugirió que también se conmemorara la llamada Fiesta de la Federación, que se celebró un año después de la Bastilla. La Fiesta de la Federación fue una especie de lavado de cara de la monarquía de Luis XVI y un ritual colectivo de aceptación de la monarquía constitucional parlamentaria: un intento de cerrar la crisis en falso. Todavía faltaba el terror.

El presidente del Senado de 1880 fue quien lo sugirió con este argumento:

«No olvidéis que tras este 14 de julio, cuando la victoria de la nueva era sobre el antiguo régimen la pagamos con la lucha armada…, no olvidéis que después del día 14 de julio de 1789 llegó el día 14 de julio de 1790 [«Muy bien»!, interrumpen a los senadores de la izquierda, según el diario de sesiones]. A este día no le reprocharéis haber derramado ni una gota de sangre, ni haber dividido el país. Aquel día fue la consagración de la unidad de Francia. (…) Si algunos de vosotros tenéis escrúpulos con el primero 14 de julio, seguro que no tenéis ninguno contra el segundo. Sean cuáles sean las diferencias que nos dividen, hay una cosa que las supera: la unidad nacional, que todos deseamos, y por la cual todos responderemos, dispuestos a morir si hace falta.»

La resolución que finalmente aprueba el Senado aquel 1880 dice que «el 14 de julio de 1790 es el día más bello de la historia de Francia, y quizás de toda la historia. Es el día en que por fin se alcanzó la unidad nacional.»

Que el nazismo es, en parte, la respuesta alemana a la revolución francesa no es una tesis muy innovadora, pero a menudo se pasa por alto. Es la cura a la enfermedad que Hitler y los suyos diagnosticaron en las trincheras de la I Guerra Mundial: que Alemania no tiene un Estado unitario como Francia (ni siquiera como Rusia), que produzca un ejército fanático que no tema la muerte. Alemania sufre todas las opresiones propias de la modernidad, con su desabotonamiento moral y social, con las alienaciones industriales y el vacío liberal, pero no usa ninguna de sus fortalezas, encarnadas en un Estado robusto. Un Estado que convierta la masa moderna en un músculo impenetrable y cohesionado; un espíritu que resuene en la eternidad y deshaga los malentendidos del materialismo. Nacionalsocialismo. Por eso Auschwitz es al mismo tiempo la cumbre y el foso de la modernidad.

El día antes de la prohibición de los partidos, el 13 de julio de 1933, justo 6 meses después de que Hitler se convirtiera en canciller alemán, el Reich emitió un edicto proclamando que el saludo nazi —el grito de Heil Hitler! con el brazo estirado y ligeramente inclinado arriba, hasta que la punta de los dedos quede a la altura de los ojos— era un deber cívico y de uso obligatorio en todos los edificios públicos y del partido, y en todos los lugares conmemorativos del ascenso nazi.

Hasta la extensión del Heil Hitler no existía en Alemania un saludo común a todo el mundo. A diferencia de Francia, en lugar del estándar, cada región alemana tenía una manera propia de saludarse que era fácilmente reconocible geográficamente. Los saludos también expresaban relaciones económicas o de status. Los mineros de la cuenca del Ruhr se saludaban con un Glück auf (‘mucha suerte’), quizás como consecuencia del peligro del trabajo. En cambio, el exclusivamente nórdico Moin-moin, de significado hoy oscuro pero proveniente seguramente del ‘buen día’, marcaba una lealtad regional. El más aséptico y estandarizado Guten Tag (‘buen día’) se usaba a menudo con el vocativo profesional, Guten Tag, Herr Direktor, para marcar estatus social y económico. También permanecían antiguallas premodernas, como Küss die Hand (‘os beso la mano’) o Servus (‘os sirvo’), que son herencias claras de estructuras señoriales. Originalmente, marcaban la inferioridad de quien iniciaba la conversación, con el tiempo se volvieron simétricas: a un Servus, en el siglo XX ya podías responder con otro Servus. Y en el sur católico, el habitual Grüß Gott (‘Dios os guarde’), que introduce la religación religiosa, y también la presencia de Dios en la conversación, de un tercero que garantiza la paz del encuentro.

En 1937, Samuel Beckett emprendió un viaje por Alemania, y en la entrada del dietario del 3 de marzo, estando en Baviera, dice: «Paso por delante de la iglesia de los Dominicos, que ni siquiera miro, excepto para ver que en el tablón de anuncios de la puerta del norte han tachado el «Dios os guarde» y lo han sustituido por Heil Hitler!!!»

La aceptación entusiasta de la nueva convención en los primeros años no se explica sólo por el ascenso nazi y su popularidad, ni tampoco por la imposición. El Heil Hitler solucionaba la carencia de un estándar para toda la nación alemana. De hecho, en los años veinte, justo después de la derrota en la I Guerra Mundial, se puso de moda acabar las cartas con un «Saludos alemanes». Más tarde, por saludo alemán se entenderá sólo el Heil Hitler, hasta el punto de que la sección 86 del código penal alemán actual prohíbe explícitamente las dos expresiones en la correspondencia escrita (si no es con uso irónico o sentido crítico, que ya me explicarás).

Entre las clases trabajadoras, el saludo nazi fue desproporcionadamente popular porque destruyó las formalidades rígidas de las convenciones sociales de la burguesía. La psicoanalista Emma Moersch, de orígenes humildes, recuerda que cuando era joven se sentía incómoda encajando la mano porque, en tanto que formalidad burguesa, le recordaba su bajo status económico. Para ella, el saludo hitleriano representaba una práctica innovadora que prometía acabar con las costumbres burguesas. Los burgueses, claro, reaccionaron con indignación de salón de té. ¿»Cómo es posible»? Las formas modernas y refinadas sustentaban su sentido de superioridad. Pero se adaptaron sin mayores aspavientos. Los aristócratas, básicamente militares prusianos, conservadores por naturaleza, se mantuvieron a distancia y, de hecho, fue Hitler quien trató de acercárseles. Mantuvieron más autonomía privada que los otros, y financiaron algunos de los planes para asesinar al Führer.

Estas mismas divisiones, culturales, regionales, sociales e individuales que se expresan en las convenciones culturales, y que ponen de manifiesto el poder de la idiosincrasia y de la historia, se expresaban también en el ejército, y están también en el corazón de la diagnosis que muchos alemanes, y el cabo Adolf Hitler en particular, hicieron de la derrota en la guerra. Rusia y Francia eran los dos países más militarizados del mundo, en 1914. Y los franceses en particular aplicaban a la soldadesca las técnicas de excitación del fanatismo y de deshumanización del enemigo que después hemos asociado a los nazis con los judíos. En su Pity of War, el historiador Niall Ferguson —tal como nos recuerda Enric Vila en su Londres, París, Barcelona-, explica que los alemanes llevaron la economía de guerra mejor que los aliados. Los teutones tenían más puntería y cavaban trincheras más seguras. «A pesar de disponer de menos soldados y menos dinero —la tradición confederal no permitía en Berlín aprobar unos presupuestos de defensa tan inflados como los de Francia y Rusia–, no está claro que Alemania hubiera perdido la guerra si sus soldados no se hubieran rendido en masa a partir de 1918.»

En las trincheras se encontraron tantas maneras de entender la guerra como maneras de entender el Estado. Los británicos, que entraron en ella de mala gana y con un cierto fatalismo, enviaron a los escoceses a los frentes más difíciles, y es así que la proporción de soldados de Escocia que murieron (3 de cada 10) es la más alta del continente. England first. Desde la perspectiva del coste, los soldados más baratos de matar eran los franceses. Costaba mucho más matar a un alemán. Eso es así porque el ejército francés, como su Estado, se basaba en la masa desindividualizada, en el colectivo fanatizado por la patria, que necesitaba la eliminación de la diferencia. No hay datos para saber cuántos occitanos o bretones murieron en el ejército francés —que hubiera datos regionalizados ya sería ir contra el principio de fondo—, pero si los hubiera, dice Vila que no le extrañaría que nos lleváramos alguna revelación sobre la historia de Europa. El ejército francés era un matadero, y sus manuales de instrucción militar eran los más violentos y xenófobos de la Europa del momento. En los momentos clave, tener una masa fanática dispuesta a morir marcó toda la diferencia. En el ejército austriaco y alemán la cadena de mando no era tan rígida, y a las lealtades regionales se sumaba un sentido de la individualidad fuertemente idealista que evitaba que los germanos fueran alegremente y en masa a la muerte segura. Cuando Hitler acusaba a judíos y comunistas de ser los responsables de la derrota, hacía encajar su delirio con este bajo compromiso, a esta carencia de fanatismo que les dejaba en desventaja ante los franceses, y que los obreros de las trincheras habían visto de primera mano. Los compañeros de trinchera, sin embargo, explicarían años después que Hitler ya entonces culpaba a los judíos y los comunistas de todo.

En el momento en que el saludo nazi se volvió obligatorio empezó la penetración en la intimidad de la población. La politización de los gestos íntimos es la destrucción de la espontaneidad. La base de la destrucción es la desconfianza. Un saludo, da igual cuán rutinario sea, es la creación de un espacio común. Los antropólogos explican como los apretones de manos, los abrazos, los besos y las frases formales con que iniciamos una conversación son maneras de gestionar el conflicto que provoca el encuentro con otro ser humano. Los gestos son garantías de paz, y la mayoría son maneras de decir: no voy armado, no te haré daño. También generan distancia y proximidad: lo bastante cerca para encajarte la mano, para abrazarte, para besarte —según. O lo bastante lejos para poder alzar el brazo, para todo el mundo, sin excepciones. Las frases, aparte de paz y garantía de salud, indican disposición a colaborar, ni que solo sea en el cotilleo intranscendente. Por eso los mensajes que el Heil Hitler quiso sustituir estaban tan anclados en la idiosincrasia de cada lugar y poder. Y por eso la historia de la Europa moderna se puede explicar como una tensión entre dos tentaciones: la del mantenimiento de las costumbres como legitimación de la jerarquía y la de la destrucción de todo el tejido íntimo para uniformizar a la gente desde el Estado. La mayoría de los estados europeos son el pacto entre uno de los grupos tradicionales y los que tienen dinero con el objetivo de convertir el Estado en una apisonadora para el resto.

El saludo nazi representaba la completa transformación de lo que hasta entonces habían sido normas de comportamiento personal dirigidas a los valores personales y a la autoestima del individuo. Establecerlo como el único gesto auténtico era la obsesión de la propaganda totalitaria. En un artículo de 1935 en el diario nazi más importante, el Völkischer Beobachter, se decía: «Una tarea emergente es comprometer a la gente al majestuoso saludo germánico. Estas palabras tienen que elevarnos continuamente lejos de los detalles mundanos de cada día y recordarnos el gran objetivo y los retos que Adolf Hitler nos ha encomendado a todos.»

Los carteros lo utilizaban cuando llamaban a las puertas de las casas, los clientes al entrar en las tiendas eran recibidos con un «Heil Hitler, ¿cómo le puedo ayudar»?, los invitados a cenar te llevaban, de regalo, copas con Heil Hitler grabado en el cristal, los niños tenían soldaditos con el brazo derecho articulado para poder hacer el saludo imperial romano, en las escuelas primarias los alumnos ensayaban una vez y otra el saludo, incluso en clásicos como La bella durmiente, el príncipe, transmutado en Adolf Hitler, después de despertar a la princesa con un beso, la saludaba con el brazo alzado.

Ingeborg Schäfer, la hija de un oficial de las SS, recordaba años después que «cuando mi hermana y yo salíamos a pasear con nuestro padre, siempre nos peleábamos para poder caminar a su izquierda. Era incómodo caminar a su derecha. Él siempre nos cogía de la mano para que no saliéramos corriendo, y constantemente tenía que levantar el brazo derecho para saludar. La que iba a su derecha nunca soltaba la mano a tiempo y sufría tirones constantemente.»

Aparte de una adhesión entusiasta, la palabra Heil en alemán está relacionada con el verbo heilen, que quiere decir principalmente ‘curar, sanar’. La palabra Heil quiere decir ‘felicidad o bienestar’ o, en contextos religiosos, ‘salvar’. Como explica Tillman Allert, la cuestión se complica porque no claro está si el Heil delante de «Hitler» es un nombre, un adjetivo, o un verbo. Y si es un verbo, si «Hitler» es el sujeto o el objeto: ‘Hitler nos salve/cure’ o ‘se salve/cure Hitler’. En caso de entenderse como un deseo hacia el Führer, se emparentaría con el uso normal de la expresión Heil antes del nazismo, que se usaría en contextos privados y acompañada del nombre de pila, Heil Roger, que sería el equivalente al nuestro ‘Salud!. Decirlo sin que la persona esté presente es francamente extraño, especialmente según los usos alemanes. Pero si se trata del otro uso, en el que se pide al Führer que nos salve, entonces se ve emerger de una manera más clara el papel que el Estado en el contexto contemporáneo europeo está llamado a desarrollar. Igual que el «Dios os guarde» significa la invocación de un tercero, un tercero todopoderoso, que garantiza y vigila las relaciones privadas, dotándolas de legitimidad y seguridad. Ya no es una relación de confianza entre dos individuos, que se desean salud y paz e indican su voluntad de cooperar, se trata de la aceptación de que es el líder político el que hace de intermediario de la intimidad.

Como es sabido, con sus resonancias sagradas, el eco del imperialismo romano —el imperialismo es la pulsión siempre presente en Europa, es como si toda la política europea, en cada época, intentara resucitar el imperio con las herramientas del momento: Carlomagno y sus caballos, el Sacro Imperio y sus ciudades, Napoleón y sus cañones, Hitler y sus tanques, la UE y su burocracia de Estado—, el saludo nazi no sólo era una herramienta de religación vía estado totalitario, un juramento de lealtad camuflado de saludo, también era una forma de exclusión, una frontera. Por eso se prohibió a los judíos utilizarlo, excluidos de la comunidad, y por eso también no hacerlo o hacerlo de manera irónica o incompleta era una forma de resistencia. La dificultad de interpretar el gesto y su autenticidad generaban situaciones hilarantes como la de una orden ministerial de 1934: «Hay noticias de un grupo ambulante de comediantes que han entrenado sus chimpancés a fin de que hagan el saludo alemán al fin de los espectáculos. Este tipo de espectáculos se burlan del saludo aleman y crean desorden público… En caso de violaciones como esta, encárguese de ejecutar los animales.» En realidad es imposible saber si los artistas trataban de reírse del régimen o de honrarlo. O en las memorias del gran filósofo Hans G. Gadamer, en que explica que en los años en que ascendió a la universidad, en parte porque los judíos habían sido expulsados, él y sus amigos hacían el saludo sin convicción, con un gesto afeminado, y lo utiliza como a prueba de su desafección, en un ejercicio que yo humildemente considero más bien cínico, pero que sobre todo explica que en los regímenes totalitarios, una vez la gestualidad ha sido hecha ley, una vez la desconfianza ha penetrado la esfera íntima, una vez la espontaneidad y la autoestima personal es politizada, todo el mundo se ve forzado a ocuparse de lo que es secundario, como un saludo, y al aceptarlo, performativamente, se crea una dependencia fruto de la humillación, se allana el camino hacia lo monstruoso y queda sólo la resistencia estética. Años después del final de la II Guerra Mundial, se explicaba la anécdota de un hombre que salía a pasear con su mujer, y que ella le cogía la mano derecha con fuerza, para evitar el gesto instintivo de saludar a todo el mundo con el brazo alzado.

Toda sumisión genera un hábito.

Cuando tratamos de entender los nuevos movimientos políticos de Occidente, no es suficiente ver el contenido de su ideología. No es suficiente decir que, por ejemplo, el Alt-right es un movimiento neonazi y racista, que predica el supremacismo blanco y el antisemitismo. No basta con escrutar el discurso contra la diversidad, o la apuesta por el proteccionismo económico, por la ruptura de los acuerdos de libre comercio, o por el paternalismo estatal. Hace falta ver también cómo en la nostalgia por la hegemonía racial se expresa la aceptación de que los mecanismos del Estado configuran espacios de inclusión y de exclusión, dibujan al enemigo y marcan el límite entre aquello de lo que se puede hablar y de lo que no. En los gestos, los rituales, expresamos los juramentos de lealtad y las disidencias, como expresión de otras monstruosidades más profundas.

El reverso de la Ley de Godwin es entender hasta qué punto nuestros estados actuales son herederos de la pulsión nazi, y qué parte de nuestras ideologías y preferencias se benefician de ellos. No es una pregunta fácil de hacerse, y se puede hacer con el nazismo o el comunismo o con los otros totalitarismos de la historia. Cuando utilizas estos discursos para dirigirte al otro en lugar de a ti mismo, sólo sacas partido, de esta violencia.

Otra cosa son los discursos netamente y explícitamente neonazis, que son los que reivindican esta herencia histórica concreta con orgullo. Cuando estos grupos así se identifican, alzando el brazo y diciendo Heil Trump, como hicieron los del National Policy Institute (NPI) hace unos meses, de fondo está la promesa de una violencia, el rechazo a la palabra y a aceptar las discrepancias y las imperfecciones, al igual que el saludo nazi era una negación del saludo cordial y cooperativo. Simétricamente, como dice Rorty, contra los nazis sólo queda la violencia.

Cuando extendemos esta categoría a nuestros adversarios, cuando los llamamos nazis o alt-right, lo que estamos diciendo es que las cosas que dicen son irrelevantes, que no hay que escucharlas, porque sus matices no importan: contra ellos sólo vale la violencia, física o de otro tipo. Hacemos uso de la fuerza que la historia ha concentrado y destilado en los estados y su poder normalizador. Nos aprovechamos del poder y sus agentes. No es un discurso, es una amenaza. No es una calificación, es una degradación. No es una advertencia, es odio. Es dibujar un círculo en el suelo y excluirlos. Es la recreación de una liturgia, de una serie de gestos, que obligan a un juramento de lealtad. Es negar el saludo civil, eso es: la paz y la conversación. Es negar al otro. Es gritar bien fuerte: ¡Heil!

Salud, Roger.

Este artículo se basa en tres libros, de los cuales parafrasea, prostituye y traduce trozos; son:

The Hitler Salute, On the Meaning of en Gesture, de Tilman Allert

Pity of War, de Niall Ferguson

Londres, Paris, Barcelona, de Enric Vila

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