«¿El mal francés?»

La última película de Albert Serra cuenta los últimos días de la vida de Luis XIV, el rey Sol -interpretado para la posteridad por Jean Pierre Léaud- el monarca que mejor encarna la magnitud de Francia. El rey se muere, entre agonías e incompetencias médicas, rodeado de aduladores y miasmas, mientras la gangrena gana la partida. Sería decir mucho, demasiado seguramente, si interpretamos este bellísimo film como la alegoría de una Francia en descomposición: la del siglo XXI. Porque Francia no está en descomposición, o en todo caso no más que cualquiera de sus vecinos. Pero, esta imagen de decadencia, de final de régimen, es precisamente una percepción ampliamente compartida en el mundo intelectual y político francés. Francia es, a los ojos de muchos de sus portavoces, irreconocible, amenazada de disolución.

Hace pocas semanas ha visto la luz ‘Histoire mondiale de la France’ obra coral dirigida por Patrick Boucheron (Ed. Du Seuil, 2017). El libro se ha convertido en un éxito inmediato de ventas, posiblemente por la atención periodística que ha recibido. Se trata de un libro bastante menos innovador de lo que se ha publicitado y tocado de desmesura (más de ochocientas páginas de gran formato). Un característico ejercicio de magnitud editorial. Pero, el libro ha sido interpretado como un ataque a la identidad de Francia, un intento de diluir Francia y su intrínseca particularidad en un magma general indistinto, global. ¡La excepción francesa! Al frente de esta reacción, el mediático filósofo Alain Finkielkraut que desde hace años fustiga con sadismo a la por otra parte no muy vigorosa izquierda francesa. Recientemente se ha traducido al castellano su último libro (‘Lo único Exacto’, Alianza editorial, 2016) una buena síntesis de sus preocupaciones en forma de prosas breves y fragmentos radiofónicos. El multiculturalismo, ‘voilà l’ennemi’. Todo este revuelo, naturalmente, no se explicaría sin el ascenso (¿imparable?) del Frente Nacional y los brutales atentados de los últimos años. Las ansiedades por la identidad francesa amenazada tuvieron un canto de cisne en el mundial de fútbol de 1998. Fue el último momento de una República francesa multicolor, aparentemente unida bajo una bandera exhibida con orgullo (la bandera francesa ha estado lejos de ser un símbolo indiscutido, como ha mostrado recientemente Bernard Richard, ‘Petite histoire du drapeau français’, CNRS, 2017). Pero, serían los movimientos llamados «identitarios» y no el «republicanismo universalista» quienes habrían ganado finalmente la partida: el islamismo o el Frente nacional, tanto da. Con la eclosión del fenómeno Houellebecq se ha llegado a decir que Le Pen… ha ocupado finalmente el café Flore…

La ironía de todo el asunto radica en que Finkielkraut, tanto como lo hacen sus enemigos a la izquierda, denuncian los movimientos identitarios al tiempo que aseguran impertérritos que defender la identidad nacional francesa no es ni nacionalismo ni identitarismo. Las contorsiones dialécticas llegan a extremos sublimes en autores como François Jullien, para quien no hay identidades culturales, pero defender el francés como nervio de Francia sería en cambio, otra cosa (‘Il n’y a pas de identité culturelle’, El Herne, 2016). En definitiva, sólo en Paris se puede creer que el discurso republicano no es nacionalismo francés y quedarse tan anchos; sólo en Paris se puede creer en el poder sanador que tiene evocar la idea de la República como una evidencia. Sólo en Paris, en fin, pueden creer que lo que vive Francia es otra cosa que una crisis de identidad nacional.

Más allá de las polémicas vinculadas a las elecciones presidenciales y las primarias de los partidos (Sarkozy o Valls han hecho emblema de la batalla por la historia: ¡incluso los galos han vuelto a escena!) En una perspectiva temporal más amplia, las ansiedades identitarias en Francia tienen mucho que ver con un país europeo que -exactamente como sus vecinos europeos- ha mutado sin darse cuenta. Hace ya décadas que Francia no es la potencia mundial que fue y que su población es incontestablemente diversa: la descolonización mental no llegó nunca al Eliseo. La autoimagen de Francia responde poco a su realidad históricamente diversa y convulsa. Más allá de los mitos construidos por la Tercera República -una Francia unida, potencia colonial benigna y cultura universal- las divisiones de clase, etnia, género y religión han atravesado su historia: son su historia. Lo cuenta Anne-Marie Thiesse en su magnífico trabajo ‘Francia. Qué identidad nacional’ (Afers/PUV, 2017). La memoria recuperada del colaboracionismo y de Vichy pareció por un instante ponerlo todo patas arriba, pero aquel mal trago ha quedado ya neutralizado, institucionalizado. Francia digiere ahora sin dispepsia las novelas de Modiano.

Dan ganas de preguntarse parafraseando a Montesquieu, cómo es puede ser francés. El forastero, europeo no menos lleno de dudas, observa el relato republicano francés: universalista, laico e integrador y no lo encuentra en las calles de Paris, en la banlieu que arde. Francia -si es que Paris es Francia- es diversa pero el relato republicano no lo es: no es lo suficiente. Finkielkraut trona contra el multiculturalismo, ¿pero dónde está el multiculturalismo? Las polémicas del velo, las polémicas sobre un Museo Nacional de historia de Francia… En Francia no esconden la cabeza bajo el ala, eso es seguro. Hacen libros, demasiados, probablemente. Pero vuelven siempre al mismo lugar: un sueño de Francia, a una cierta idea de Francia que no ha existido nunca. Hace años era de buen tono afrancesarse. Cualquiera se afrancesaba por esnobismo, por comodidad o porque provincianos como éramos, no sabíamos hacer otra cosa. Los franceses, sin embargo, llevan también muchos años afrancesados, y así, claro, no hay manera.

«La próxima vez lo haremos mejor» dice el médico de Luis XIV mientras le saca las tripas y las analiza, una vez el rey ha muerto, en una escena inenarrablemente ‘gore’ del filme de Albert Serra. Francia ha muerto. Viva Francia.

Levante-Posdata, 976 (4-III-2017)

EDITORIAL AFERS

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