El malestar de las sociedades

¿Por qué en la última década ha ido creciendo un malestar en las sociedades occidentales que ha acabado cuestionando el modelo político vigente? Las élites económicas, políticas y culturales, atrapadas en la visión del mundo que fueron configurando desde principios de los ochenta, no supieron o no quisieron anticipar las fracturas en curso, no calcularon las consecuencias de sus políticas de respuesta a la crisis, no saben captar ahora las causas del descontento y, en consecuencia, no aciertan a componer la figura frente a aquellos movimientos que han sido capaces de conectar con los miedos y las incertidumbres de los ciudadano.

Ante el desconcierto, se está respondiendo de una manera tan mecánica como ineficiente: dar la culpa a la economía y demonizar a los que capitalizan el descontento (y de paso a sus errados votantes) ¿Por qué el Partido Demócrata no escuchó a Sanders? Las clases dirigentes son rehenes de sus propias creencias: la reducción del hombre a sujeto económico (magníficamente descrita por Daniel Cohen), ser autosuficiente, individuo desocializado, que lucha a muerte por la supervivencia económica, negándole la compleja economía del deseo humano.

A partir del principio de que la sociedad no existe, sólo existen los individuos, se fueron destruyendo las instituciones intermedias que articulaban la relación entre lo público y la sociedad civil. Y el crecimiento —con el consumo como modelo de comportamiento social— se convirtió en único factor de legitimación de las políticas y de las conductas.

Sin duda, la crisis económica tiene que ver con la irrupción del malestar, dos tercios de los ciudadanos han visto sensiblemente disminuidos sus recursos en los países del primer mundo. Y se ha abierto una gran brecha entre perdedores e integrados, con diferencias sensibles dentro de las propias clases medias. Al mismo tiempo, el crecimiento exponencial de los beneficios en algunos sectores de la nueva economía, a caballo de la globalización, ha abierto una fantasía nihilista —no hay límites, todo está permitido— que ha debilitado moral y culturalmente a la sociedad.

Pero ya nos advirtió Hegel que ser reconocidos es la obsesión de los humanos y la historia nos enseña que los ciudadanos necesitan el amparo de un entorno que les salve de la intemperie. Por eso se agrupan. Y por eso, ¡oh gran sorpresa!, las redes sociales han servido prioritariamente para reforzar lazos con los más próximos y reconstruir espacios comunes con los cercanos. Algo que no estaba previsto en los cálculos de los cantores de la globalización. Y por esta ventana entraron muchas sorpresas: por ejemplo, las movilizaciones sociales que en España encontraron las fórmulas del 15-M o del soberanismo catalán.

El proceso acelerado de globalización generó vértigo. Y la crisis rompió el ciclo de la indiferencia. Europa se asustó porque de pronto tomó conciencia de que ya no era el centro del mundo. Y empezó a ver amenazas provenientes del exterior. Los países que creíamos subalternos, levantaban cabeza, con efectos reales y simbólicos sobre nuestras vidas cotidianas: cambio del modelo productivo, caídas de salarios, promiscuidad cultural, cuestionamiento del carácter universal de nuestras creencias. No se acompañó a la ciudadanía en este proceso. Al contrario se la embarcó en la fantasía del endeudamiento sin límites y del dinero fácil. Y no se entendió que no basta con prometer un enriquecimiento que pronto se ve que es una falsa ilusión. Y ahora los miedos de los ciudadanos los capitalizan la extrema derecha y el poder bruto, al estilo Trump.

Mientras los medios se debaten en torno a la postverdad (es decir, el reconocimiento de la credibilidad perdida), el presidente Trump inaugura la postdemocracia twitter. Cada día los suyos reciben en su móvil un mensaje directo y halagador de sus bajas pasiones, escrito en el tono desenfadado y protestón que conecta con su malestar. Y no es fácil de combatir. Ante ello la derecha y la izquierda tradicionales se quedan sin respuesta. Y se suman a la quimera de los neoautoritarios.

Es la crisis europea: ataques a la soberanía y a los derechos básicos de países como Grecia, muros, fronteras, endurecimiento de las leyes, contemporización con la xenofobia y el racismo, tolerancia con los países que pisotean los valores de la Unión, pactos inmorales con Turquía, debilitamiento de las instituciones democráticas. Y sin otro plan de futuro que una Europa a dos velocidades, económicas por supuesto. No aprenden.

EL PAIS