Afrontar la posverdad y el complotismo

El retroceso del universalismo, de la razón, del Estado de derecho y del derecho se ha acelerado bruscamente en estos últimos años en todo el mundo occidental. Se constataba ya hace varios años con el complotismo, esta tendencia paranoica a ver lo real bajo el prisma de la sospecha y de la denuncia: el fenómeno se ha acentuado y se ha extendido hasta el punto de que ha podido hablarse en nuestro tiempo de la era de la posverdad; mejor cabría hablar de la mentira, o de no verdad; sería más claro y nítido.

Este fenómeno ha revestido un giro político con la campaña en favor del Brexit en el Reino Unido, donde las peores y más absurdas contraverdades sobre Europa se han vertido en la prensa, ha proseguido en EE.UU. con ocasión de la campaña de Trump por las primarias de su partido y posteriormente de la elección presidencial; cabe advertir, por otra parte, que Hillary Clinton no siempre ha quedado en desventaja sobre el particular. Y la posverdad prosigue desde entonces su camino con la invención por el entorno de Donald Trump de “hechos alternativos”; es decir, de afirmaciones que pretendían mostrar lo contrario de lo que observan los medios de comunicación. Añadamos que la posverdad no se limita a la exclusiva zona política: se observa en otros terrenos, empezando por la vida privada.

En adelante, importantes dirigentes políticos, influyentes redes sociales y una parte importante del pueblo pueden hallar un terreno de entendimiento sobre la base de la mentira y de las contraverdades, mientras que otros, o los mismos, se llenan de ideas, de afirmaciones y de explicaciones centradas sobre la imagen de fuerzas oscuras todas ellas a instancias del mal.

¿Cómo afrontar estos dos errores, pues tanto el uno como el otro ponen a prueba nuestra vida democrática y dan fe de una profundo malestar en nuestra cultura? Toda respuesta seria debe proceder de un análisis sobre las fuentes tanto del complotismo como de la posverdad.

En ambos casos, figura en primer lugar la pérdida de credibilidad de aquellos cuya palabra debería aportar la información, el saber, los conocimientos. Las élites políticas presentes en el panorama existente se hallan desacreditadas en todas partes, acusadas eventualmente de corrupción y percibidas como realidades que prosperan en la mentira, la contradicción, la incoherencia. Los medios de comunicación clásica suelen ser puestos en tela de juicio por sus vínculos con los poderes políticos y económicos, porque serían en definitiva la expresión del poder y serían mundos elitistas ya no de fiar. Se trata también, con demasiada frecuencia, de los intelectuales y sobre todo de los docentes que serían incapaces de encarnar la razón y la verdad: se abriga sospecha sobre ellos también de ignorancia, o de mentira, de difundir teorías que serían falsas o peligrosas.

Para que tanto el complotismo como la posverdad encuentren un vasto espacio, son menester internet y las redes sociales. Los nuevos medios permiten la interacción, el intercambio, el debate o sus apariencias de tales: todos pueden expresar su verdad, confrontarlas a otras, más a menudo bajo formas poco elaboradas, un me gusta en Facebook, un tuit en menos de 140 signos. Y para quienes quieran saber más, figuran, con fácil acceso continentes y archipiélagos de recursos vía internet para llegar aún más lejos y hundirse en las mentiras y lo irracional sin fronteras.

Resulta ingenuo creer que argumentando racionalmente, aportando pruebas, demostraciones rigurosas, cabe hacer retroceder lo irracional una vez implantado. Porque la principal artimaña del mal, para quienes viven en las teorías del complot y de la posverdad, consiste en revestir el aspecto de lo verdadero: cuando más se demuestra que una idea es falsa, más se aporta la prueba de que se halla uno en la postura más fuerte, de que su malignidad es diabólica. El recurso a la razón, por sí solo, es inoperante, incluso contraproducente. Es, asimismo, arriesgado, e incluso contraproductivo, apelar a la moral, a valores altruistas, a otros valores propios del amor, de la apertura de espíritu, de la tolerancia: los buenos sentimientos, el “alma bella” como decía Hegel, no pesan ante convicciones innegociables, ancladas en la profundidad, incluso en un mundo religioso.

Dado que lo irracional, lo inmoral, se nutre de la distancia que separa las élites y una parte de la población, es menester abolir esta distancia en la práctica, facilitando el acceso de esta parte de la población, y sobre todo de los jóvenes, a lo que puede encarnar la razón y los valores. Por ejemplo, un aprendizaje práctico de la tecnología y de la ciencia en instituciones como las ciudades de la ciencia o museos donde los jóvenes hacen experiencias, encuentran personas con conocimientos en su especialidad, intercambian entre ellos, se les toma en serio en sus planteamientos, todo ello puede resultar decisivo.

De igual manera, en la escuela los discursos cautivadores que valoran la instrucción cívica o descriptivos del Holocausto pueden revelarse ineficaces, incluso contraproducentes, que no pueden convencer más que a quienes ya están convencidos, cuanto el choque emocional que ofrece una visita a Auschwitz, en el marco de la escolaridad, puede revelarse especialmente importante.

Y, dado que las élites suelen dar la imagen de hallarse geográficamente alejadas de la población, conviene que los lugares donde pueden tener lugar experiencias concretas, intercambios, debates y encuentros no sean los que se identifican con las élites, aunque sea de modo simbólica. Dicho de otro modo, que las ciudades de la ciencia, museos y otros espacios sean instalados en barrios populares y no necesariamente en barrios acomodados, cosa que ya se observa a buen seguro. Son sólo pistas, pero ¿cómo no ver que es necesario aportar respuestas prácticas y realistas, y no palabras razonables y moralizadoras carentes de gran efecto?

LA VANGUARDIA