Por delante de los líderes

Me acuerdo de un encuentro en Estrasburgo de periodistas con diputados españoles de cada grupo parlamentario. En particular, tengo presente la que hicimos con el representante del Partido Popular que, con aquella simpatía condescendiente que lo caracteriza, nos aseguró que todo este lío del independentismo catalán, pasado el ciclo electoral que se acercaba, se resolvería fácilmente en una reunión a puerta cerrada entre Mariano Rajoy y Artur Mas, en la que se llegaría a un acuerdo definitivo. Aunque lo afirmó con ademán serio, no puedo asegurar si se lo creía, si era una consigna digna del cinismo de un asesor de campaña o si, como nos pasa a todos a menudo, confundía deseo con realidad o, en este caso, deseo con pronóstico.

¿Qué es lo que no había entendido, no quería entender o hacía ver que no entendía el diputado? Pues que el proceso soberanista no era un invento de unos líderes políticos al servicio de sus intereses partidistas, sino el resultado de una presión popular que les había puesto al frente de un movimiento imposible de esquivar con un mínimo de decencia democrática. Es cansado repetirlo, pero la mayoría social a favor de la independencia nace en Catalunya durante el debate previo que llevó al fracaso del Estatut del 2006. Hay una fecha de la ruptura que quedará para la historia: Alfonso Guerra, el 8 de abril del 2006, calificando el texto del Parlament de infumable y de habérselo cargado de arriba abajo. La evolución en las encuestas del inicio del cambio de chip de muchos catalanes es empíricamente constatable y previo a la crisis económica, a la sentencia del Tribunal Constitucional y muy anterior a la asunción del horizonte independentista por parte del president Artur Mas, a quien tanto costó aceptarlo. Es, pues, un sólido movimiento de fondo, resultado de la constatación definitiva de que en España no cabe la nación de los catalanes.

Sin embargo, esta idea tan elemental parece que todavía no ha sido asumida ni por la mayoría de la clase política española –incluidos analistas, comentaristas y medios de comunicación–, ni por una parte de los sectores catalanes contrarios a la independencia. Se empeñan en pensar que lo que consideran un gran lío –y no un gran proceso democrático– se resolverá con un cambio de liderazgos domesticables. En el colmo de la incomprensión –y el delirio–, parece que hay quien cree que la retirada de Mas –y de Puigdemont– y el ascenso a la presidencia de la Generalitat de Oriol Junqueras les permitirá llegar a un acuerdo que alejaría el referéndum –y por lo tanto, el llamado choque de trenes–, en el supuesto que sólo el líder de ERC podría detener las prisas de los independentistas.

En esta misma línea argumental, hay quien cree –y, de hecho, propugna– unas elecciones anticipadas para salvar el choque final. Desde mi punto de vista, se trata de otra falsa salida al conflicto. Puede ser que si fracasa la celebración de un referéndum por causas de fuerza mayor haya que ir a unas nuevas elecciones. Pero eso no suavizará la situación, sino que todavía la calentará más. Y puedo imaginar que haya quien se frote las manos suponiendo que con un hipotético derrumbe del PDECat después de las actuales embestidas judiciales, con un retroceso de la CUP, un ascenso de los de En Comú Podem y la victoria de ERC, se llegue a un pacto de izquierdas que aplace ‘sine die’ la independencia. Una verdadera jugada de póquer. El problema es que siguen siendo cálculos hechos a la antigua. Es decir, como si todo se pudiera resolver de arriba abajo, desde los partidos y al margen de la comprensión profunda de una realidad soberanista catalana que va de abajo arriba. Una realidad que, además, ya ha demostrado que es capaz de sobrevivir a los golpes más duros que se le podían infligir desde arriba y desde dentro: cambios imprevistos de liderazgo, descalabros internos en los partidos o conflictos entre las formaciones que los representan. Y si alguien cree que la condena de los líderes del independentismo va a cortar la cabeza al proceso, que sepa que sólo lo está empujando hacia delante.

Lo que estoy diciendo es que el control del avance hacia la independencia de Catalunya ya hace tiempo que escapó de las manos del Estado. Pero también que este avance no es prisionero de la decisión de sus líderes políticos. No es que se pueda prescindir de ellos o que no sea bueno que tomen decisiones correctas. Pero si no hay unos líderes, se encontrarán otros. Y si los líderes traicionaran su compromiso con el proceso democrático hacia la independencia, se verían abandonados por un electorado que, animado o desanimado, tranquilo o impaciente, confiado o preocupado, en ningún caso renunciará a lo que ya ha identificado no como una simple mejora material, sino como un ejercicio de dignidad irrenunciable. Siempre me gustó aquella idea cogida de The West Wing: “Un líder sin seguidores es un tío que pasea”. En este caso, sin embargo, no hay seguidores: hay un movimiento que va por delante de los líderes.

LA VANGUARDIA