Le Pen

En marzo viajé directamente de Nueva York a la capital de Francia, invitado por Sciences Po, la Escuela de Ciencias Políticas de París, a dar una conferencia sobre nacionalismo e identidad. Desembarcar en Europa aquella mañana no fue fácil. Los vuelos transatlánticos me dejan la boca pastosa y la cabeza sin norte, casi ingobernable. Las colas de pasaporte me parecieron eternas. El aeropuerto de Charles de Gaulle es un artefacto monstruoso, mitad cemento, mitad vidrio, diseñado siguiendo la imaginación funcionalista de la década de los setenta. Me confirmó una ley implacable en la arquitectura de hoy en día: cuanto más futuristas se quieren hacer los edificios, más rápidamente pasan de moda. El futuro es raramente lo que planeamos.

Afuera me esperaba una mañana enterrada bajo una neblina cerrada rodeada por un horizonte metálico. El taxi, un Citroën no muy limpio, humedecía también. El taxista, un nativo tirando a rechoncho, nariz grande y aplastada, gorra de jugador de petanca y chaqueta de cuadros grises y rojos desteñidos, parecía tener tanto sueño como yo. Naturalmente, la carrera hasta la Rive Gauche fue larga -aunque París acababa de levantarse con nosotros-. Después de algunos intercambios educados, la conversación tomó fuerza enseguida. Mi conductor reconoció, con una sonrisa tímida, propia de quien confiesa haber cometido un crimen inevitable, que Le Pen era su candidata. Le dejé hablar. Discutir con taxistas al volante (y barberos con navaja) siempre me ha parecido muy peligroso.

El taxista de París no me pareció ni fascista ni reaccionario ni racista. Estaba cansado, me dijo, del ‘establishment’ que lleva gobernando Francia desde hace cuarenta años, de la alternancia entre los mismos «énarques», de la sumisión a los dictados de la Unión Europea. Una victoria de Le Pen le hacía sentir optimista: veía la posibilidad de romper cosas, de sacudir un país inmóvil. Le aterraba la decadencia y el individualismo en el que se había instalado el país. Me sorprendió haciendo algo habitual entre italianos: una autocrítica feroz a la incapacidad de sus compatriotas de ser serios, de cumplir estrictamente la ley. Era la nostalgia de no haber podido llegar nunca a ser calvinistas. En Francia, me dijo, cada uno hace lo que le da la gana. Quizá para demostrarlo con hechos cogió su móvil y fotografió un coche que hacía las veces de taxista y de Uber -algo, me informó, por completo ilegal-. No hay ninguna duda de que, en los años setenta, mi taxista habría votado Marchais y al PCF.

Como a los franceses (igual que a los catalanes ‘de siempre’) les gusta refunfuñar y discutir, es complicado saber si aquellas quejas tenían un fundamento objetivo. Con las estadísticas en la mano, la situación de Francia se puede leer de muchas maneras. Por un lado, el estado del bienestar funciona bien. La natalidad (que es uno de los mejores indicadores del nivel de optimismo de un país) es, con Irlanda, la más alta de Europa. La expectativa de vida también. Ya transitando por la ciudad de París, me pareció que la dulce Francia continúa ofreciendo una vida agradable, como la corteza de una ‘baguette’ recién hecha. Por otra parte, el paro juvenil es alto; la asimilación de la minoría musulmana, deficiente, y la separación (o ‘décalage’ ) entre el núcleo económico y político, París y la gente de suburbios y de provincias, cada vez mayor.

De la señora Le Pen sé muy pocas cosas. Las que cuentan los periódicos, que, en principio, tiendo a creer porque la candidata del FN no me cae nada simpática. Haría el papel perfecto de una propietaria de hotel de provincias en una novela de Simenon: práctica, hábil en repasar cuentas y en discutir facturas con sus proveedores, desconfiada, endurecida por el roce continuo del negocio, con la impenetrabilidad que produce creerse parte de una lengua y una civilización superiores a la de los vecinos.

Hace unos meses la vi entrevistada en la televisión pública de Quebec. La periodista, que soltaba preguntas de una gran inanidad, murió aplastada por las respuestas, glaciares y precisas, de la líder francesa. Allí no había ningún vestigio de los prejuicios reaccionarios de Le Pen padre sino la apropiación directa, explicada de una manera convincente y efectiva, del discurso republicano francés más puro. Marine Le Pen se reivindicaba como el único político que ponía la defensa de los ciudadanos franceses, con independencia de su origen, creencias o piel, por delante de todo o de todos.

Contra el cosmopolitismo blando de la izquierda socialista, que dejó de creer en una nación francesa sin grietas (aquella que azotaba a los niños bretones cuando no utilizaban la lengua nacional) en los años setenta y promovió la construcción de hipermercados en todas partes. Contra el globalismo tecnocrático de un Macron, exempleado de la banca Rothschild. Para Le Pen, como para Mélenchon, defender la nación es la única estrategia para cultivar la democracia. En este sentido, el proyecto europeo se ha quedado sin discurso. Probablemente ahora Le Pen perderá las elecciones presidenciales. Pero considerando la calidad etérea de sus oponentes, no me sorprendería verla en el Elíseo el año 2022.

ARA