¿Y la capital, donde está?

En los años 1917-18, Eugeni d’Ors escribió una prédica a los «solitarios», a «las voces amigas» de todo el país, que no era más que un clamor lanzado a todos aquellos núcleos culturales de las ciudades catalanas para estrechar el contacto en la reivindicación de una cultura nacional, fuerte, civilizadora, transformadora. En definitiva, uno de los proyectos novecentistas clave: la Cataluña-Ciudad.

Un jovencísimo Francesc Trabal, desde Sabadell -una de las ciudades que supo autointerpelarse- respondía aceptando el reto. Era un deseo anhelado latente la voluntad de construir un proyecto donde todo girara en torno «al valor de continuidad en una obra colectiva en la que no son posibles éxitos individuales. El valor de aportación al patrimonio naciente de Cataluña y de ejemplaridad efusiva de cara a las ciudades hermanas». En definitiva, saltar juntos los retos que se tenían por delante.

Pero las ciudades amigas y solitarias de la Cataluña macro encefálica necesitan tanto de este ‘cap i casal’ (‘capital’) poderoso, tal y como Barcelona depende del país que domina. Separada de su ‘hinterland’ se convierte en una cabeza ridícula, que sólo es capaz de articular muecas de desesperación, una ciudad falsa y provinciana.

Por eso la pregunta: ¿dónde está la capital de Cataluña en esta encrucijada histórica de su país? Y aún diría más: ¿Se le espera?

A los barceloneses hoy se nos invitaba a mirar resignadamente hacia otro lado, a asistir de espectadores frenéticos de mil y un proyectos, excepto del de la construcción de la libertad del país del que somos capital, como si todo esto que está pasando ante nuestras narices no acabara de ir del todo con nosotros, como si casi no tuviéramos nada que ver, una película de arte y ensayo que ya veremos cómo acaba y entonces ya nos plantearemos qué hacemos. Eso sí, como se dice saliendo de los cines Verdi: «la fotografía estaba muy bien».

No se es capital de nada porque lo ponga un papel. La historia siempre ha hecho igual: un país ha reconocido en una ciudad su liderazgo cuando ésta lo ha ejercido y lo ha defendido, cuando ha sabido comprender las palpitaciones del tiempo, cuando no ha dudado en abrazar los anhelos y los ideales del pueblo -y los ha estirado hasta el límite-, cuando se ha fundido con el espíritu de la nación. Una capitalidad se gana; pero una capitalidad también se puede perder. No es una definición ni un artículo de una ley, es una moral y una exigencia, sujeta, pues, a una ética y a unas responsabilidades. Las ciudades solitarias y amigas del país esperan el liderazgo. Barcelona no puede fallar.

Desde 1714, cuando desde fuera de Barcelona se llamaba a ayudar a la ciudad sitiada con los términos de «capital y madre», y desde muchos siglos antes, Cataluña ha sido inseparable de su capital. Probablemente somos aún catalanes por la existencia de Barcelona. Pero hoy, ahora y aquí, perder el camino del referéndum de la autodeterminación (perdido el camino de la pertenencia a la AMI), convertiría la ciudad en un ser ajeno a su propio país. No hay nada más provinciano que empeñarse en continuar querer ser capital de una provincia. Hace falta que Barcelona se sitúe inmediatamente a la cabeza del referéndum de autodeterminación. Es necesario que Barcelona luche por convertirse en la capital de la República.

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