Populismo y liderazgo carismático

Una de las paradojas más interesantes del momento político que vivimos -y más preocupantes desde el punto de vista democrático- es el hecho de que los populismos crezcan en contra de los partidos pero a favor de los viejos liderazgos carismáticos. Efectivamente, si el populismo es una retórica que concibe al pueblo corriente como si fuera una honrada y noble asamblea orientada al bien común que se enfrenta a unas élites perversas guiadas exclusivamente por el propio interés, lo que menos se podía esperar es que el su éxito estuviera en manos de unos liderazgos unipersonales fuertes.

Esta semana, precisamente, en Francia se dilucidará el careo entre dos líderes fuertes que han podido arrinconar a los dos grandes partidos tradicionales, con dos proyectos políticos que se pueden considerar populistas. Y no sólo han batido al modelo de partidos, sino también la confrontación entre derecha e izquierda, en el sentido de que el dilema del votante ahora es entre votar un modelo neoliberal o votar un modelo proteccionista, ambos con un fuerte componente nacionalista, quizá único que se mantiene de la tradicional política francesa. En los esquemas habituales, se diría que se trata de una peculiar confrontación entre dos derechas, pero ya hemos visto cómo el populista de izquierdas, Jean-Luc Mélenchon, no se ha querido definir entre el uno y el otro, lo que ha permitido a Le Pen apelar directamente al voto tradicional de izquierdas. Por cierto, una posición compartida por el secretario de organización de Podemos, Pablo Echenique, que también ha hecho saber que en estas elecciones, si tuviera que votar, se abstendría.

He aquí, pues, cómo todos los esquemas se hunden. Como lo hicieron en Estados Unidos. Mientras aquí estábamos empeñados en leer las elecciones de noviembre pasado como un combate entre derecha e izquierda, allí la confrontación era entre la representante de un establishment poco de fiar y un individuo cuyo atractivo, entre otros, era que se ‘había impuesto a los intereses de su propio partido. El líder, pues, por encima del partido; el carisma por encima del sistema. Es el modelo que también explica el fenómeno Ada Colau aquí, o Pablo Iglesias allí, y que está arrastrando a los partidos tradicionales: ¿cómo explicar, si no, el ascenso de la populista Susana Díaz en el PSOE?

Es cierto que los partidos tradicionales se han ido alejando del ciudadano por muchas razones. La desconexión se ha producido por la evidencia de que han sido incapaces de evitar la corrupción -si no la han favorecido-, por el recurso a un lenguaje sectario, por la inconsistencia en la defensa de los compromisos… Pero lo más curioso es que cuando el populismo alternativo reclama más la voz del pueblo, la que se hace escuchar es la del líder. Que cuando más se invocan los procesos participativos, más se deja todo en manos de las cúpulas. Que cuando nadie se fía de nadie, es cuando el jefe es seguido con confianza ciega.

No estoy nada de acuerdo con las visiones catastrofistas que vinculan esta tendencia de las formas de la política actual con el nacimiento del nazismo. Por un lado, porque son incomparables el contexto económico y social, la apertura comunicativa, que impide según qué tipo de control, y porque no deberíamos confundir el malestar actual con los resentimientos posteriores a la Gran Guerra. Y, por otro, porque se frivoliza lo que fue realmente el nazismo. Incluso, estoy convencido de que todos estos populismos, sean del color que sean, serán pasajeros. Sin embargo, es cierto que taquetrean los sistemas de control democrático. De momento, en Estados Unidos estos sistemas han parado los peores exabruptos de Donald Trump: la prohibición de entrada en los aeropuertos, la supresión del Obamacare, el muro con México pagado con presupuestos públicos, la salida del NAFTA o el aislacionismo prometido… La pregunta es si las estructuras democráticas europeas pararán los pies a los populismos de aquí.

ARA