El inglés, lengua muerta

Cuando tienen que hablar en público, los ingleses suelen empezar con una broma, para romper el hielo. Es una costumbre muy civilizada. Tanto si el chiste es bueno y viene al caso como si es malo y no viene al caso, el orador se gana la atención inicial de los oyentes. Que a partir de ahí la conserve o no dependerá del interés de lo que cuente. Como oí decir una vez a uno: “Mi trabajo hoy es explicar esto y aquello (no sé de qué tenía que hablar). El de ustedes, escucharme. Espero que acabemos al mismo tiempo”. Ignoro si lo consiguió, pero soy testigo de que se ganó la buena voluntad del público.

Siguiendo esta costumbre, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, a quien si hay una cualidad que no se le puede discutir es el sentido del humor, comenzó hace un par de semanas un discurso en Florencia diciendo en inglés –en broma, obviamente– que, si el público lo permitía, hablaría en francés, porque el inglés, poco a poco pero de forma sostenida, estaba perdiendo importancia en Europa. Y continuó en francés.

¡En mala hora se le ocurrió! Ignoro si sus oyentes le continuaron escuchando o no, pero la broma, aparte de provocar una carcajada general en la sala, dio la vuelta al mundo y provocó ríos de tinta en la prensa anglosajona, con titulares que iban del desdén a la indignación. Por una vez, los ingleses se olvidaron de su envidiable sentido del humor. ¿A qué venia aquello? ¿Qué quería decir?

Para los ingleses, el inglés es mucho más que un instrumento para comunicarse. Es un motivo de orgullo, un objeto de veneración. Eso sí: no se sienten dueños de la lengua. Para los franceses, hablar francés es un signo de identidad. Para los ingleses, no. Los ingleses hablan una lengua que es de todos y no es de nadie, sin ninguna academia ni autoridad central que imponga normas obligatorias.

Del medio millón de palabras que contiene el Complete Oxford Dictionary –la biblia de la lengua–, son pocos los ingleses que utilizan más de siete u ocho mil, pero su devoción no mengua. La riqueza lexicográfica del inglés –muy superior a la del francés, que no tiene más de cien mil palabras, o del alemán, que tiene unas ciento ochenta mil– responde en buena parte a la falta de miramientos con que se apropia de palabras de otras lenguas.

El diccionario está lleno de vocablos de origen extranjero, en un grado muy superior a cualquier otra lengua. Los hay muy comunes, como Pyjamas, de origen urdú, waltz, de origen alemán, liaison, del francés, o guerrilla, del español. Otros son más recientes y sofisticados, como chutzpah, palabra yiddish utilizada para describir una jeta extrema (el ejemplo que se suele poner es el del parricida que pide al juez que le atenúe la pena por ser huérfano), o shadenfraude, que procede del alemán y describe la alegría que algunos sienten por las desgracias de los demás. Cuando aparece una nueva versión del diccionario, la pregunta no es si cambia alguna norma gramatical, sino cuántas palabras nuevas incorpora.

Esta riqueza lexicográfica, sin embargo, no impide a los ingleses utilizar las mismas palabras para describir cosas o acciones muy diferentes, lo que supone un aliciente adicional a la hora de aprender el idioma. Una lengua que se sirve de la misma palabra (fly) para nombrar un insecto (mosca), una forma de desplazarse (volar) y la cremallera de la bragueta de los pantalones no puede ser aburrida. Y más si cambia y evoluciona con la rapidez del inglés.

La broma de Juncker era un tirón de orejas –uno más– por la decisión británica de salir de la Unión Europea, una decisión que el presidente de la Comisión Europea describió como una tragedia para todos los europeos. Es posible que alguien se pregunte si, a partir de ahora, el inglés continuará siendo utilizado como primera lengua en las reuniones de los países miembros. Yo creo que sí, por dos motivos. El primero es que hay representantes de países miembros que no hablan francés muy bien ni, mucho menos, alemán. Y la segunda es que, a la hora de negociar, la lengua de Shakespeare supone una desventaja similar para todos, con la excepción de los irlandeses y los malteses.

La broma de Juncker era eso, una broma. En el mundo actual, el inglés es la comunicación como Microsoft a la informática: inevitable. Es la lengua internacional del comercio, de la diplomacia, de la tecnología, del turismo. ¿Cómo ha de estar perdiendo importancia si en este momento debe de haber más chinos estudiándola que habitantes en Francia y Alemania juntos? Cuando un coreano o un turco han de hablar de negocios con un chileno o un libanés, o cuando un egipcio o un ruso abordan en un bar a una sueca o una peruana, hay nueve probabilidades de diez de que hablen en inglés.

De lengua en decadencia, pues, ‘rien de rien’. Es obvio. Juncker debió de decir eso porque le apetecía hablar en francés, nada más. Pero, desde que votaron a favor de salir de la Unión Europea, los amigos británicos se mosquean a la mínima. Están desconocidos.

LA VANGUARDIA