España, sin intelectuales

«La cuestión catalana ha sido una prueba de fuerza y ​​resistencia con respecto a la capacidad hispánica de libertad de pensamiento»

Se cuenta que José Martínez Guerricabeitia, valenciano exiliado en París durante la década de los 60, decidió fundar la mítica editorial Ruedo Ibérico con la intención de publicar aquellos textos que creía que estarían encerrados en los cajones españoles y que la censura franquista impedía que pudieran salir a la luz. Sin embargo, se decepcionó al comprobar que aquellos cajones estaban vacíos. La España de la dictadura era un erial cultural, y sólo desde el exilio era posible que algunos intelectuales, muchos de los cuales náufragos de las purgas de la izquierda, tuvieran cosas interesantes que expresar.

La figura del intelectual, surgida a finales del XIX, emerge asociada a la madurez de las democracias con la voluntad de convertirse en conciencia crítica y la responsabilidad de ejercer un liderazgo ético. En momentos de crisis y dudas, algunos pensadores de referencia invitaban a establecer reflexiones profundas que podían servir para inspirar las sociedades respectivas o ayudarlas a tomar decisiones correctas, cargando contra los pecados colectivos o los prejuicios arraigados. Zola buscaba la verdad por encima del antisemitismo patriotero, Arendt nos alertaba sobre las consecuencias de la obediencia ciega, Benjamin nos invitaba a no observar la historia desde la perspectiva de los vencedores. Una sociedad sana es aquella capaz de propiciar un clima de diálogo, que permita disidencia civilizada y promueva las habilidades constructivas.

A pesar de las dificultades, Martínez Guerricabeitia consiguió editar a algunos de los pensadores más lúcidos del exilio español (con nombres como los de Semprún o Sacristán), además de un conjunto de jóvenes prometedores que debían servir para desempeñar ese papel de liderazgo cívico en la España que debería construir su propia democracia. Sin embargo, las cosas no salieron exactamente como él hubiera querido. Buena parte de su elenco de autores fue invitado por Joaquín Leguina a afiliarse al PSOE -y renunciar, por tanto, a su independencia política- o, de lo contrario, a permanecer en la fría intemperie de un país sin una tradición de libertad de pensamiento, y corrompida por cuarenta años de dictadura. Y aquí se generó una perversa dinámica del intelectual orgánico, adicto y dependiente del poder, o el «de partido», sometido a la lógica de la defensa de unos determinados intereses políticos, en la que, más que diálogos, encontraban trincheras, donde la disidencia devenía pecado mortal, y en la que la construcción, más que puentes, construyó burbujas.

La cuestión catalana ha sido una prueba de fuerza y resistencia con respecto a la capacidad hispánica de libertad de pensamiento. Y España no la ha superado. Cuando estalló el asunto de los ‘papeles de Salamanca’, a mediados de los noventa, mientras Gonzalo Torrente Ballester enardecía las masas a defender «el derecho de conquista», los escasos columnistas locales que discreparon de la posición oficial no volvieron a publicar ni un solo artículo en la prensa. Con el independentismo la mayoría de escritores han salido en tromba contra la sola idea de plurinacionalidad, autodeterminación o resolución democrática del conflicto. Así, el intelectual de trinchera, con penosos ejemplos como Pérez Reverte o Vargas Llosa, en vez de usar su prestigio para hacer reflexionar a la sociedad española sobre las obligaciones y contrapartidas de la cultura democrática, han atizado el fuego de la catalanofobia. Las escasas voces discrepantes, como la del periodista Iñaki Gabilondo, han sido excepciones que confirman la regla (a la vez que los medios les han bajado el volumen o las han confinado al mundo del Youtube).

Uno de los casos paradigmáticos del castigo a la disidencia ha sido el del escritor gallego Suso de Toro. Ha pasado de ser considerado una de las voces literarias más valoradas a ser prácticamente borrado de la vida pública, a dejar de ser publicado por los grandes diarios, a ver cerrado el grifo de la promoción de su obra, a sabotear su carrera. ¿Su pecado? Libros como ‘Españoles todos’, en el que indagaba sobre la continuidad entre los crímenes de la dictadura y las miserias del régimen del 78 y en el que exponía el nacionalismo banal (y supremacista) y agresivo contra la propia idea de plurinacionalidad. Esto lo ha convertido un intocable en la ‘meseta’.

¿El resultado? España se ha quedado sin intelectuales, sin conciencia crítica (más allá de algunos pensadores de trinchera), y, por tanto, es incapaz de desarrollar la libertad de pensamiento necesaria para hacer frente a lo que ellos llaman «el desafío independentista», que no representa otra cosa que la necesidad de replantear su propia identidad. Es lógico. Esto es el resultado de un país que durante el franquismo mató a su inteligencia y que durante la monarquía la abortó.

EL PUNT-AVUI