El estado de golpe, mucha mierda y poco jabón

«Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra»

Simone de Beauvoir

 

No el golpe de estado sino el estado de golpe; no el estado de derecho sino el derecho del estado; no un estado razonable sino la razón de estado. Esto es la operación Cataluña: un dispositivo estatal, urdido y monitorizado políticamente y financiado con recursos públicos, con fines partidistas y bases persecutorias. Y, claro, fuera de todo marco jurídico y procesal, fuera de control y fuera -ay, los constitucionalistas de fervor legalista- de todo el ordenamiento constitucional vigente. En resumen, un clásico infame de manual indecente de cualquier guerra sucia, variante turbulenta de la corrupción. Lo decía el ‘Financial Times’ en 2002: hay una desdicha de GAL judicial, que ya no pone bombas ni asesina ni entierra en cal viva. Es más sutil: inventa causas, deroga garantías, instrumentaliza los aparatos estatales e intoxica que va fuerte. Denigra personas, demuele adversarios y contamina realidades. El objetivo fracasado, violentar, darle la vuelta y atemorizar voluntades democráticas.

Si no, qué demonios hacen dos comisarios, fuera de todo procedimiento ordinario y sin ninguna competencia ni amparo legal, visitando a dos fiscales en Barcelona para incitarles a registrar la sede de CDC en medio de la campaña electoral del 2012? ¿Qué significa -bocazas o acusador- que el ministro del Interior afirme «El presidente del Gobierno lo sabe todo; por supuesto, su mano derecha no sabe lo que hace su mano izquierda»? ¿Qué hace el urdidor de la trama -el comisario-empresario Villarejo- llamando 53 veces al secretario de estado de Seguridad? ¿Cuántos billetes de los fondos reservados se han esfumado en sobres? ¿Cuánto han pagado con recursos públicos por información falsa? ¿Cuántos periodistas del régimen -policías con pluma, periodistas con porra- integran el rompecabezas de unos dossiers que estaban destinados a ser portada de determinados diarios y no causas judiciales? La seguridad del Estado, nuestra inseguridad, diría la consigna libertaria.

Por suerte y a la contra, están Águeda, Ekaizer, Bayo y López. Nunca agradeceremos bastante la tarea periodística vinaderiana -sí; periodismo, todavía; teclados valientes contra la guerra sucia- que ha puesto luces, audios y taquígrafos a los detalles y las tripas del alcantarillado estatal. Que nos recuerda cada día que lo más escandaloso y vergonzoso aún es el hecho de que todavía no haya pasado nada de nada. Nada significa, como diría Montalbán, «A mí plin, yo duermo en Pikolin»: la impunidad elevada a sistema. Ni respuestas políticas ni investigaciones a fondo en curso ni procesos judiciales abiertos. Maticemos a la baja: nada, algo sí ha ocurrido. Oh, por supuesto: que los máximos ordeñadores de la trama, por el contrario, han sido condecorados, gratificados y algunos incluso ascendidos. La impunidad, los delitos de estado y la guerra sucia, premiada con medalla. Y aquí paz y régimen del 78.

De los resortes de la memoria -aprendidos de la experiencia de la acusación popular en el caso GAL y los fondos reservados, pero también del caso Scala contra la CNT y tantos otros- queda la constancia que la guerra sucia es un simple botón de estado que se pulsa cuando es necesario. Una maquinaria que se pone en marcha cuando conviene y un recurso ensuciante que siempre tiene agenda y calendario políticos: las elecciones del 25-N en el caso de las falsos cuentas suizas de Trias, el primer debate de investidura en el caso del informe PISA contra Podemos, la conversación de la Camarga -bien guardadito hasta que feneció el acuerdo CiU-PP entre 2010 y 2012- cuando el Proceso despega. La guerra sucia llega siempre puntual a la cita, ya lo dijo Emilio Botín: los problemas grandes son Cataluña y Podemos. Y por eso la cloaca pone en marcha el ventilador.

Anatomía del delito de estado: actores, telaraña política, operativa mediático-policial y financiación pública remiten a investigaciones prospectivas -propias de dictadura y expresamente prohibidas-, a pruebas sin custodia, a la «poderosa imaginación» de un comisario, a chantajes bajo amenaza a banqueros, a informes apócrifos, a noticias inventadas, a acusaciones falsas y a fondo reservados. De manual, también, la cadena trófica de una unidad paralela y silente que está nutrida de comisarios con perfil a sueldo de salvapatrias, policías en segunda actividad empresarial y detectives privados que hacen de peones al trabajo de campo. Y sobres que van y vienen. Nada nuevo: las tramas paralelas siempre se tejen en los márgenes por si después hay que decir, como manda la teoría estatal y absoluta de la negación, que nada de lo que pasa en la zona gris pasa de verdad.

Pero de los espurios finos partidarios, de la intencionalidad política y de la naturaleza inquisitorial de la guerra sucia dejan constancia de la misma algunos de los postestimonios de quienes han estado al frente de los servicios secretos en el Estado español. Que no se olviden los despistados: Jorge Dezcallar, director del CNI, dimitió el 18 de mayo de 2003, después de los trágicos atentados del 11-M, por el uso partidista «para salvar la imagen de Aznar» que se hacía de los servicios secretos. Hemeroteca negra: «Algunas cosas es mejor que no se sepan nunca», decía el general Cassinello; «Hay cosas que no se hacen; si se hacen no se dicen; si se informa, se desmienten», categorizaba el general Sáenz de Santamaría. Tras estas sentencias categóricas, sólo hay que poner en fila -y entonces todo liga y religa- la hilera de vergüenzas conocidas: los ataques informáticos del 9-N, las presiones diplomáticas y los favores de Margallo, las fotografías y filiaciones filtradas de 33 jueces favorables al derecho a decidir, las investigaciones ilegales a personalidades soberanistas o el surrealista chantaje policial a banqueros.

No el golpe de estado, claro, sino el estado de golpe; no el estado de derecho, pues, sino el derecho del estado; no un estado razonable, sino la siempre siniestra y detestable razón de estado contra la razón democrática de la libertad política catalana, con la que las cloacas quieren mezclar una corrupción de las élites que no tienen nada que ver con ello. Se sabrá todo, escribía Xavier Bosch. No sabéis, decía Andrea Camillieri. Es mejor que sea así. Luces y taquígrafos para que no se salgan nunca con la suya, para que el disparo de la guerra sucia les salga por la culata y que el único miedo que podamos tener sea el de no lograrlo. Una razón más para ganar: derrotar la guerra sucia.

ARA