Ficciones de marisquería

Es impresionante ver cómo la inteligencia española se va deshaciendo en un ambiente de ficciones cada vez más esperpéntico, residuo de un pragmatismo envejecido y pintoresco que ya no guarda la más mínima relación con el mundo de hoy. Si la semana pasada fue Rajoy que salió a hablar desencajado, ayer fue Soraya Sáenz de Santamaria, que parecía haberse olvidado de maquillarse al salir de casa.

Los periodistas que los escuchan van igual de perdidos. Después de tantos años repitiendo las consignas del poder, ahora que la realidad empieza a atrapar a los mitos del franquismo y de la Transición, incluso los columnistas educados en democracia, como Jorge Bustos, pronuncian discursos de taxista de la época de las bombonas de butano.

La política comunicativa de la Moncloa parece diseñada por el hijo traumatizado de Tejero. Los diarios españoles están anclados en los discursos antipujolistas de El País de los años ochenta. Leer Almudena Grandes o Ignacio Vidal Folch hace pensar en estos intelectuales que hablan de multiculturalismo y de igualdad, mientras leen el New Yorker en sus apartamentos de dos millones de dólares y van a la India a dar clases de yoga.

Ahora que se celebra el centenario del nacimiento de J.F.K. habría sido buena idea que algún diario hubiera pensado en recordar que el presidente asesinado sufría un dolor de espalda atroz. El carisma de Kennedy no se puede entender sin el precio que pagaba cada día para levantarse y andar. Lo mismo se podría decir de Roosevelt, el presidente que, después del ataque a Pearl Harbor, se levantó de la silla de ruedas para recordar a sus ministros que hacía falta ir a la guerra y ganarla.

Mandar pide alguna cosa más que repetir discursos de los antepasados, y engordarse con las plusvalías de lo que robaron. Mientras la defensa de la unidad de España esté en manos de políticos como Rajoy, que ha hecho la carrera en las marisquerías de Madrid, o de García Albiol, que cobra más de 12.000 euros mensuales por hacer discursos de policía del Bronx, el independentismo lo tiene relativamente fácil. Sobre todo ahora que ha empezado a eliminar las trampitas retóricas y legalistas de la vieja CiU.

El Estado confiaba en la famosa Ley de Transición para mantener el conflicto con Catalunya en un nivel de disputa legal interna. También confiaba en los viejos entornos de CiU para conseguir que Puigdemont fuera al Congreso a pedir permiso para ejercer un derecho universal. En parte dominada por el PP, TV3 todavía habla de referéndum unilateral, pero la idea de la autodeterminación va arraigando en el discurso político, y se nota que la carraca del golpe de estado estaba pensada para el escenario de una DUI que no se producirá.

La Moncloa quería evitar como fuera que el Parlamento aprobara la celebración del referéndum amparándose en las leyes internacionales firmadas por España y, si todo va bien, eso es lo que pasará. Si incluso Pedro Sánchez reconoce que Catalunya es una nación, Rajoy lo tendrá difícil para mantener el discurso del golpe de estado e impedir que Puigdemont ponga las urnas sin llenar el país de represaliados políticos. Todo lo que podrá hacer es decir que el referéndum no era un referéndum y que las vacas vuelan, si son españolas.

Ayer alguien recogía en Twitter una frase de Oriana Fallaci que dice que la diferencia entre un islamista moderado y un islamista radical es la longitud de la barba. Cuesta no pensar una cosa muy parecida de los intelectuales españoles cuando lees los diarios de Madrid y los intentos del PP de crear una épica antigolpista. Ni siquiera Juan Manuel de Prada, que es un hombre de mundo y parece tener la suerte de cenar con la secretaria glamurosa de Mad Men, es capaz de argumentar a favor de la unidad de España de una forma civilizada.

En su último artículo en ABC empezaba reconociendo que Catalunya es una nación «multisecular» y acababa apelando a los vínculos creados por la inmigración de los años sesenta y setenta, para negar el derecho de Catalunya a la independencia. El artículo era una magnífica expresión de la confusión que ha producido la combinación del discurso eufemístico catalán y la tradicional obstinación española.

Prada lamentaba que el buenismo ilustrado haya acabado imponiendo la idea de que se puede crear un país de nuevo, sólo con la voluntad «contractualista» de sus ciudadanos. El escritor citaba a Chesterton para recordar que en una democracia los muertos también votan —seguramente porque Chesterton tiene mejor fama que Maurice Barrès, el padre intelectual del Action Française.

A partir de aquí, salían los molinos de viento. A pesar de reconocer que Catalunya es una nación, Prada no podía evitar contraponer las razones «adanistas» del independentismo con los vínculos creados por el «dolor» de la inmigración, que todos sabemos en qué circunstancias y en qué Europa se impulsó. Dejando de lado que las fronteras europeas de hoy conectan a los ciudadanos más que no los separan, curiosamente eso es lo que resuelve el referéndum de autodeterminación.

El referéndum funde el país nuevo con el país viejo y permite volver a conectar a Catalunya con el espíritu constitucionalista del Renacimiento, interrumpido en 1714, en el cual la idea de tradición y la idea de ciudadanía convivían en un equilibrio que España no ha sabido encontrar.

ELNACIONAL.CAT