La autonomía de lo político

El mundo entero ha entrado en turbulencias dominadas, entre otros fenómenos, por lógicas de derechización y de descomposición de partidos y de sistemas políticos clásicos. Estos fenómenos adoptan a veces el aspecto del populismo, de modo que se intensifican determinadas fuerzas que son más bien movimientos que partidos estructurados y que se dotan de líderes más o menos carismáticos que encarnan un vínculo entre la dirección y el pueblo.

Cuando se acercan al poder o bien acceden a él, los movimientos populistas, inevitablemente, se transforman. Porque una cosa es protestar y multiplicar las promesas, incluso las menos realistas, y otra es ejercer responsabilidades en el comportamiento de la acción pública o, al menos, proponer una visión clara y realista de lo que esta exige. Se observa, entonces, una mutación del populismo que puede revestir la forma del autoritarismo irreflexivo –puede observarse hoy en Venezuela– o la de la crisis, como se ha visto en Francia con el Frente Nacional.

La gran mutación mundial de los sistemas políticos reviste, desde luego, otras formas aparte del populismo. Pueden conjugarse ahí, por ejemplo, el auge de los radicalismos nacionalistas y de las pulsiones religiosas. Tal fenómeno se observa en Turquía, donde Erdogan propone una síntesis peculiar de nacionalismo e islamismo, o en Israel, donde el sionismo religioso se ha convertido en una fuerza especialmente activa.

Sucede también que, frente a los malos augurios, un país resiste estas lógicas de descomposición y endurecimiento; en todo el mundo, numerosos demócratas han acogido de esta forma la elección de Macron a la cabeza del Estado francés, expresión de un rechazo del país a entregarse tanto a la derecha clásica, en apuros, como al populismo de Mélenchon o al de Le Pen.

Tales evoluciones ¿son fenómenos propiamente políticos, autónomos, de modo que pueden analizarse como tales, en su especificidad y en el marco habitual del Estado nación, o son más bien la expresión de transformaciones que operan según otro registro, social, cultural, económico y a escalas que no se limitan necesariamente al marco del Estado nación?

Hay que descartar, en primer lugar, las explicaciones simplistas. Así, se observan resultados electorales importantes de fuerzas de extrema derecha en contextos con numerosos inmigrantes, circunstancia susceptible de aportar una explicación elemental. ¡Pero también se observa donde no hay inmigrantes! Igualmente, estos resultados se dan en países que experimentan grandes dificultades económicas, cosa que podría indicar también en este caso un vínculo de causalidad. Son elevados en Suiza o en Noruega, cuya economía funciona más bien de forma positiva y no lo son en España, que ha experimentado, sin embargo, la embestida terrible de la crisis económica.

Escuchemos a los votantes y las respuestas que aportan a los sondeos de opinión. Muchos lo expresan concretamente: en la clase política de su país, todos o casi todos sus protagonistas les parecen muy criticables, de forma que a sus ojos les resulta descalificada. Los principales reproches se refieren a la corrupción, lo que desemboca en llamamientos a una moralización de la política; luego figura la impotencia, sobre todo ante el paro. Las demandas de seguridad frente al terrorismo constituyen asimismo una cuestión importante, al tiempo que los electores, sin por otra parte detenerse demasiado en la cuestión, constatan que ningún protagonista, ningún partido les propone una visión a largo plazo, ningún futuro ni ninguna utopía de cualquier tipo. La globalización reduce la capacidad de acción interna, en el propio país y con respecto a los dirigentes nacionales que sólo pueden, para simplificar, prometer o bien intentar la apertura mayor al mundo, lo cual no se acompaña generalmente de respuestas a las expectativas más frágiles, y refuerza las desigualdades sociales, o bien aplicar políticas de cierre en sí mismo acentuado, cosa que aporta gratificaciones simbólicas pero no soluciona ni hace frente a las dificultades.

Estas observaciones pueden permitirnos esbozar una respuesta a la cuestión de la autonomía de lo político: de hecho, la mayoría de los sistemas políticos actuales no han sabido o no han podido sobrepasar la era industrial con sus grandes conflictos estructurales que se remontaban a la autonomía de lo político y que han permitido, especialmente, construir la democracia cristiana, el comunismo o la socialdemocracia. A falta de poder traducir aspiraciones y esperanzas populares, incapaces de proponer respuestas adaptadas a las exigencias económicas y sociales, algunos partidos se han osificado o se han radicalizado, otros han desaparecido y otros han cedido espacio al populismo, a las religiones y a los nacionalismos e, incluso, al autoritarismo.

La aparente autonomía de su funcionamiento y de sus evoluciones se debe a que funcionan sobre una especie de vacío social y cultural, sobre sociedades civiles escasamente capaces de desarrollar conflictos a los que deberían hacer frente. La autonomía de lo político, de hecho, no existe, porque cuando parece instalarse es que, en realidad, lo político se retuerce sobre sí, se desnaturaliza o desemboca en modalidades negadoras de la democracia.

LA VANGUARDIA