El lugar de Joan Fuster

¿Cuánto dura la influencia de un escritor que tuvo siempre vocación de intervención pública desde los libros y los medios? Pienso en ello a raíz del vigésimo quinto aniversario de la muerte de Joan Fuster, el ensayista en lengua catalana más importante del siglo XX. Pienso en ello también tras leer la muy interesante pieza del colega Salvador Enguix –corresponsal de este diario en València– sobre las interioridades de la entrevista que hizo, con Vicent Partal, al sabio de Sueca, publicada en La Vanguardia el 6 de octubre de 1991, la primera que concedía después de ocho años de silencio. Las razones por haber callado, las explicaba así el mismo Fuster: “Principalmente la fatiga. Como decía Josep Pla, el oficio es sanguinario. Durante muchos años he tenido en el artículo periodístico mi principal fuente de ingresos. Tenía que escribir dos o tres cada semana, buscar un tema que pudiera interesar al lector, redactarlo de manera que lo enganchara en el primer párrafo. Eso causa fatiga y yo ya me acerco a los setenta, y esta es una buena edad para jubilarse”.

Fuster escribió muchísimo en periódicos y revistas de todo tipo. Durante una quincena de años, lo hizo en esta casa. Además de ensayista y de erudito, ejerció como periodista de opinión, una dedicación que le permitió asegurarse la profesionalización en el campo de las letras. Buen conocedor de las reglas del artículo de fondo y de las estrategias para dirigirse al público de periódico, el retablo incesante de la actualidad permitía que la escritura fusteriana tomara caminos que no eran habituales en sus libros. ¿Cómo sería hoy –permítanme el juego– el periodismo de Fuster en medio de las redes sociales, del ritmo digital y de la apología de la posverdad? Supongo que, en esencia, sería el mismo que practicó bajo el imperio analógico. Periodismo contra las obviedades. Periodismo contra el confort falso que regalan los conceptos nunca cuestionados.

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Joan-Francesc Mira ha escrito que Fuster fue un “agitador de ideas generales”, tirando del hilo de una autodefinición del autor del Diccionari per a ociosos que hoy puede parecer anacrónica, quizás incomprensible: “Especialista en ideas generales”, a imitación de aquel Xènius que intentaba atrapar las palpitaciones del tiempo. ¿Ideas generales? Una etiqueta que choca con el espíritu de nuestra época, regido por las servidumbres de la micro­especialización, a veces hasta extremos desconcertantes. “Agitar –seguimos la tesis de Mira– es su misión elegida, la que denota el tipo de trato que quiere tener con las ideas: no dejarlas quietas, moverlas, sacarlas de su lugar de reposo, volverlas hacia arriba y abajo, examinarlas, sacudirlas un poco para ver qué dan de sí”. La obra ensayística del de Sueca es esto, sin duda. Y también lo es su producción periodística, con un registro diferente, claro, y a menudo escrita en castellano. Periodismo de ideas que se aproximaba a los hechos con la curiosidad de quien quiere comprender más que sentenciar o aleccionar. Un discurso heterodoxo y escéptico que desmiente aquellos que –a menudo con buenas intenciones– han reducido Fuster al papel de ideólogo monolítico de un único tema.

¿Qué ocurre con la recepción actual de una voz como Fuster? Quizás sus aforismos serían más leídos si alguien dijera que son tuits escritos por un joven valor. Imaginen eso en medio del ruido: “Cómplice es aquel que os ayuda a ser como sois”. Bromas aparte, el caso de Fuster puede ser equivalente al de Josep Pla. ¿Hay un público nuevo para este tipo de gran literatura o tenemos que resignarnos a pensar que estamos ante dos clásicos que dejarán progresivamente de ser leídos por las nuevas generaciones? No sé si los fusterianos más militantes son los que tienen mejor perspectiva para responder. Debe de pasar un poco como con aquel tipo de planianos a machamartillo, que tienen un concepto intocable de la figura y de la obra del ampurdanés.

Fuster y Pla son autores que las librerías colocan en la “no ficción”. Ambos se ganaron la vida con el periodismo. Ambos, además de generadores de una escritura inteligente que trata al lector como un igual, huyeron del territorio de la novela, con todo lo que eso significa desde el punto de vista comercial y de público. Ambos, finalmente, nos dejaron unas obras que pueden ser leídas también, ­además de por su calidad literaria, como documentos que iluminan “un tiempo y un país” de manera lúcida, incluso cuando equivocan los pronósticos. Con todo, mientras Pla ocupa el centro de un sistema de referencias –de un canon– que asegura la presencia de este nombre en determinados entornos, me parece que Fuster ha sufrido un desplazamiento a las zonas laterales (no quiero escribir marginales), si es que disfrutó alguna vez de una centralidad equiparable a la del autor de El quadern gris. ¿Cuál es el lugar de Fuster en nuestro sistema cultural-literario? ¿Cuál es el lugar de Fuster en nuestro sistema educativo y académico? Una literatura es una tradición. ¿Cómo se puede escribir ensayo y periodismo en catalán sin haber leído a Fuster?

LA VANGUARDIA