Más allá del Telón del Sénia

Hace siete años el Tribunal Constitucional, con magistrados con el mandato caducado y después de haber apartado un juez catalán, hizo caso al PP e infligió una herida tan grande a la sociedad catalana que no se la imaginaba ni el propio Rajoy. Sin embargo, fuera de Cataluña pareció que afectaba a pocos de los millones de españoles que entonces celebraban el triunfo de la selección de fútbol; aquellos cantos deportivos patrióticos acunaron y vigorizar a quienes controlaban y controlan su Tribunal Constitucional y otras instituciones del Estado. El clamor catalán no se escuchaba más allá del Sénia.

El Proceso decanta posiciones en la política y la sociedad, nos obliga a decantarnos. Hace que afloren cosas que mantenemos guardadas en los sótanos, lo que preferimos que se mantenga sumergido porque sabemos que resultará conflictivo. Lo que comenzó hace siete años nos enfrenta a otras personas y a nuestras propias contradicciones. Nos interroga sobre nuestro pasado, nuestra identidad y nuestras lealtades; es incómodo y desagradable.

En estos siete años de progresiva decantación de posiciones he percibido la incomodidad de los que habían escogido un campo intermedio entre catalanismo y españolismo, ser ciudadanos de Cataluña y también de España, la inquietud de los que unieron su imaginación, sus proyectos vitales y sus intereses en este campo intermedio. Sabían que no era un campo de encuentro verdadero, que las relaciones de poder eran abusivas, que no sólo no había aprecio por los catalanes sino que, en la práctica diaria, el Estado, sus instrumentos y sus medios negaban la existencia de Cataluña, y que las reglas del juego eran favorables a los intereses representados en Madrid… Aún así, catalanes al fin, preferían escoger este loco conocido como mal menor ante la incertidumbre. Al fin y al cabo, la vida es optar entre lo que es posible, y las personas y las sociedades detestan la incertidumbre.

Tanto la interpretación de los intereses catalanes en la época nacida de la Transición que hizo la Convergencia de Pujol como la interpretación posterior del PSC de Maragall partían de asumir las relaciones de dependencia de Cataluña dentro del sistema político español, pero procuraban, con posibilismo, explotar al máximo las posibilidades del juego. A este juego, en aquel campo intermedio, pusieron fin hace siete años aquellos magistrados del TC. Esto no alteró a los millones de españoles fuera de Cataluña, pero dejó sin suelo bajo los pies a muchos catalanes que no querían tener que optar entre dos identidades políticas diferentes e incluso antagónicas, entre el Reino de España y una República catalana. Y que no desean hacerlo porque se sienten divididos internamente como personas.

Los que, dentro de la sociedad catalana, escogen mantener el ‘statu quo’ lo hacen por las mismas motivaciones que los que eligen romperlo: son razones personales igualmente legítimas. Un caso diferente es el de los políticos que, por su profesión, deben argumentar unas posiciones aunque personalmente no crean en ellas. Es por eso que hay quienes dicen que defienden la sociedad catalana pero asienten ante los ataques del Estado contra sus intereses y su voluntad.

Los que a estas alturas dentro de Cataluña defienden que el Estado se remodelará lo que hacen es expresar la angustia como personas que se encuentran ante el dilema de escoger en qué lado están. Sin embargo, no tienen ningún tipo de argumento veraz ante la dureza inamovible de la corte, que defiende el ‘statu quo’ con uñas y dientes porque su misma existencia depende de retener todo el poder y mantener en la sumisión las provincias. España no cambia porque España es Madrid y el negocio de Madrid es ser esta capital que controla y absorbe los recursos humanos y económicos de España. Y mientras en el debate nacional se escamoteen el papel político, financiero, mediático y profesional que tiene Madrid en el modelo de país y de Estado, todo lo que se discuta son fantasías.

Basta recordar la reacción de la corte cuando Zapatero aprobó el tímido traslado de Madrid a Barcelona de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones; finalmente el Tribunal Supremo sentenció en contra de ello. La corte entera, las instituciones del Estado, representan y son un mismo bloque de intereses. Esto lo han sabido siempre los vascos, lo sabía Trias Fargas y lo sabe cualquiera que analice las relaciones de poder y no se deje enredar en sofismas interesados ​​y trampas fantasiosas.

Los ofrecimientos recientes de reconocer Cataluña como nación cultural son fantasías vacías. Una oferta tan anticuada está superada por la propia sentencia del Constitucional de 2010, que reconoce a Cataluña como nación cultural, histórica y lingüística y constata que la ciudadanía catalana se reconoce a sí misma como una nación. Ante esto, se me ocurren dos preguntas. Una es: ¿qué tiene que hacer esta ciudadanía de una nación cultural, histórica y lingüística para vivir dignamente como nación en libertad? Este reconocimiento del TC que dentro del Estado existen estas naciones culturales, históricas y lingüísticas plantea otra pregunta: ¿qué es España, entonces? Un estado, pero no una nación.

La gula centralista, el españolismo rancio, el franquismo sociológico reinante y el franquismo ortodoxo han llevado a esta crisis del Estado. Sólo un país carente de la mínima cultura democrática acepta que se prohíban las urnas y se persiga a los votantes. Debería ser insoportable, pero parece que no lo es para la mayoría de los españoles; esta insensibilidad ha decepcionado a muchos catalanes dolidos que esperaban muestras de solidaridad desde España, al menos desde la intelectualidad.

Para comprenderlo hay que constatar la existencia del Telón del Sénia, un muro mediático construido con medios de comunicación que publican y emiten y que mantienen cerrada la población española en una burbuja hermética. Salvo algunas excepciones en la edición digital, el papel de los medios de comunicación españoles como arma política contra la política catalana es evidente. Estos medios han creado interesadamente una visión parcial y negativa de las reivindicaciones de la sociedad catalana y de la calidad moral y política de sus dirigentes, lo que ha llevado a los españoles a identificarse con su gobierno y contra la Generalitat. Con Rajoy y no con Mas o Puigdemont. Que sistemáticamente califiquen de «independentista» el referéndum delata hasta qué punto son disciplinados en sus consignas. Cuando Rajoy envíe la Guardia Civil a detener a los dirigentes catalanes, siento tener que decir que pocas voces dirán «No en mi nombre».

En cuanto a los intelectuales, algunos simplemente son españolistas y defienden su ideología, su identidad y sus intereses profesionales, y otros son rehenes de un sistema político, cultural, institucional y mediático que castiga la disidencia. Desde el comienzo se declaró una guerra sin cuartel, a Cataluña ni agua, y quedó claro que había que cuadrarse; los casos contados de artistas o figuras que simplemente opinaron que los catalanes tenían derecho a decidir su futuro han sido castigados. Todos lo hemos visto y no somos tontos.

La decepción de estos catalanes ante la respuesta de la sociedad y la intelectualidad española constata una realidad que ya existía, y ahora llega el desengaño con los españoles. Es cierto, catalanes y catalanas: ustedes están solos, solas. España era y es así y no cambiará por sí misma. Lo que ustedes están haciendo es darle una última oportunidad al obligarla a cuestionarse y cambiar, pero no aprovechará esta oportunidad; además de la envidia, el fatalismo es otra triste calidad de su cultura nacional.

ARA